sábado, 31 de marzo de 2007



(28 de marzo del 2007. Mi padre cumple cincuenta y tres años.)


Cuando dos trenes en movimiento se cruzan, y yo voy en uno de ellos, tengo una sensación de calamidad, de estertores exagerados. Al mismo tiempo, me mantengo impasible, sigo haciendo lo mío, intento sostener la mirada en la página que me incumbe. Sólo me permito ese pensamiento advenedizo y un latir asustado y breve de mi corazón, que siente que, inexplicablemente y con asombro, uno puede sobrevivir a las catástrofes.


(31 de marzo del 2007)
Me voy a Praga.


¿Habéis visto? El sol se sigue poniendo allá arriba (del mundo).






martes, 27 de marzo de 2007

"Paz para Válery."


-¿Le quieres?
Los ojos de Irene se enfurruñan de repente.
-¿Por qué quieres saberlo?
-Porque estamos sentados aquí.
Irene arroja la cerilla a la nieve.

Los inquilinos, Bernard Malamud



Anoche atravesé el centro de la ciudad para volver a mi otra casa. Había estado encerrada entre sillas, mesas, vasos y personas, y no me había dado cuenta de nada, pero afuera había llovido. A un lado y a otro estaban los edificios largos, y en el centro un asfalto mojado y quieto. Junto a mí pasó una pareja muy joven; corrían de la mano, como si estrenaran algo, hacia la boca del metro. Si bajaban los escalones de seis en seis, no perderían el último.
Yo enfilé la calle. Nadie quedaba.
Al fondo de la gran avenida y de un par de barrios, la guarida.
Disfruto de esta independencia rara ante la dependencia independiente.
El suelo brillaba negro, y yo pensaba con pensamientos luminosos y vacuos de persona cansada pero alerta. Soy consciente de las esquinas cuando las doblo. Imagino que aparecerá alguien, justo en el punto de invisibilidad, y chocarán nuestros hombros sin estrépito.
Y nadie hubo.
Y cuando ya no era consciente del recorrido memoriado por los años (que ya son años), llegué a la calle de la guarida y se me volcó la cara en una sonrisa para nadie.
Los escalones, la llave hendida. El silencio de la ropa tendida, cruzando el corral, llena de agua de lluvia. Y el frescor.
Antes de cerrar la puerta por completo, de acabar la noche y el ruido de mis zancadas, fui consciente de que las plantas habían crecido una barbaridad. Agucé la vista. Parecía imposible, pero el geranio de limón estaba exageradamente alto, con todas sus ramitas saliéndose por los barrotes de la ventana de la cocina. El romero, el tomillo, las cintas heridas. Qué rápidos, en sólo unos días.
Bajo el edredón se mueve alguien. Yo me subo a la cama, con los zapatos puestos, y husmeo ese olor de los que empiezan a soñar. El que nunca duerme, por si acaso, abre los ojos enormes y me sonríe.
Luego, ya acurrucada entre las sábanas calientes, pienso con menos lucidez aún que durante el paseo.
¿Cuál es la verdadera realidad de uno ante la belleza? Porque entiendo que ante el dolor la sensación se transmuta, tan fuertemente, que aviva los límites de la forma, los hace nítidos y grotescos. Pero ¿y esta calma de pecho inflado?
¿Cuál es, entonces, la realidad de uno?
¿Lo que cuenta?
¿Lo que piensa?
¿Lo que siente?
¿Lo que ya no siente?
¿Lo extraño de la noche?
¿Qué reflejo, qué eco deja nuestra figura andante, ahora que no suenan, tronantes, los tambores de lo negro?

jueves, 22 de marzo de 2007

DE SINTRA A CARRAPATEIRA, ELUDIENDO LAS PARADAS JUNTO A LOS AVESTRUCES.

Sintra y la teoría del sexo. A más sexo, más problemas. A menos sexo, menos problemas. Cuanto más sexo, menos problemas. Cuanto menos sexo, más problemas. En Sintra recuperé las ganas de viaje. El escondite bajo el bosque de Lord Byron. Los palacios del romanticismo, el castillo del rey loco y una cena con amigos y buen postre. Pero cambié el malhumor indiscriminado por la tristeza y un llanto paranormal como la alfombra atigrada de la torre. Ahora pienso que éramos como los protagonistas de una película setentera que acuden al naufragio del guión más escéptico. No se acaba aquella calima de domingo eterno, ya imposible el amor sin mis terquedades. Tiempo desaprovechado pero la sensación de que el mundo, por fuera, es hermoso. Fuera de Sintra estaban otra vez la luz y el borde de la península con agua desbocada y oceánica.


Aquí en Carrapateira. Suena el mar tan estruendoso como todo lo que de verdad me gusta. Volvió la calma.


Hay cosas en la vida que, además de gustarme, son perfectas. La levedad del éxtasis, Carrapateira, tercer temblor consecutivo, cuando las paredes son amarillas y la casa amarilla y las sábanas limpias y amarillas y nuestras pieles que parecen amarillas por la luz, juntas y amarillas las pieles, y el mar ahí fuera, furia funcionando. Negro, por ejemplo. Me tocas las vértebras y mi espalda se ensancha, es uno y otro confín, inexistentes fronteras las de los huesos.

No me digas que todo no puede ser mejor, porque entonces lo es: este olor a sexo derramado, exagerado y lento. Los dedos cuando ya son sabios.

Tener a este hombre al lado silencioso, abrazando la noche por completo, conmigo frente al mundo, sosteniendo mis pechos, inhumano de paz.

Toda la noche oyendo gritar al mar. Toda la noche.

El ruido de la piel, inacabable.

Día tercero del año 2007.

Te chupo el alma.

Tuerce la carne. Nada ya duele. Ya terminamos con lo imperfecto.

La enormidad está ahí afuera, rugiendo, en negro luna. Yo todavía no la he visto.

Imagino el amanecer restallante con espera radiofónica, sin el terror ya de los crímenes de la humanidad. Mi cuerpo se está estirando hacia la pared. Este modo de felicidad me es tan grato como el aire blanco de Carrapateira.


Apuntes arbitrarios y escogidos de una libreta de anillas plateadas, mientras los vuelos, mientras las sustancias, mientras el océano, mientras los ojos nublados. Carrapateira, día tres del año siete.



domingo, 18 de marzo de 2007

Cuál es la palabra clave.
¿Burladero, inopia, calabaza?
Van a dar las diez.
Cuando quedaban horas para todo, el domingo no tenía esta connotación de independencia.
Por ejemplo: por la mañana, abrí la puerta y el jardín era un zoológico.
Son cuestiones primaverales que revelan parte de la felicidad contraída.
Las mariposas esponjosas del futuro se acercan, ciegas, al borde del pijama y susurran mandamientos fluorescentes que nadie es capaz de cumplir.
Hay que entender las transiciones. Cito aquí el fondo de un váter en honor de los que no entienden que la luz de las montañas ha mudado de senderos mi cabeza.
A veces, y eso lo saben los que no entienden, bajo a lo oscuro y me convierto en lo que también soy, lejana, pero soy.
Pero no hay que engañarse: es otra palabra clave la que ahora busco.
¿Amianto, liebre, zarzal?
¿Cuadrilátero de verde?
La verdad. Vivir al compás del sol es menos sórdido, pero igual de inmenso.
Sólo quiero ahora la palabra mágica, para que la fluidez de las manos tenga el sentido explícito del universo, la justa proporción de la locura y la robusta calidez de lo que amo.
Voy a seguir excavando en la carne, afilando los límites de la paciencia, y con este detector de metales recién estrenado, me dejaré guiar por la orilla de la arena, hasta que un sonido difuso y árido me traiga la llave triangular, con óxidos tremendos.
Encajarán los dientes, ya lo sé, y se abrirán nuevas incógnitas.
Así siempre empezar a seguir viviendo.
La luz ha abandonado los paisajes. Aquí arriba, incandescentes, brillan las noches, volcadas desde lo que llamamos infinito.
Sabio nombre. Así todos podemos dormir tranquilos.




martes, 13 de marzo de 2007


La ciudad.

Rafael de Paula, Curro Romero,
Antonio Vaamonde,
un cuenco de chochitos amarillos
con la humedad justa, gallos de pelea,
suenan unos reincidentes de Jerez.

Metidos en una tinaja de cristal
esperamos las croquetas de la abuela
escribiendo al alimón.

Imagen nostálgica del
embotellado de Bodegas
Hidalgo donde se aprecian
a los trabajadores
en plena labor:
el esmero, la delicadeza
y la buena labor artesanal
distinguían a hombres
de la bodega por aquellos
pasados y recordados años.

Cigarritos de liá, vino dulce,
aceitunas, conversación inteletuá.
Antes y después de fumar,
de fumarnos la sociedad sin filtro.
Palmas sordas. La calle ancha.
Hoy toca ir cerraos por las esquinas.

Perdón, quería decir abiertos.
El reloj va a marcar
eternamente las doce
menos veinticinco. Ojo,
una buena hora ya sea
en el día o en la noche,
un día por otro y
la casa sin barrer.
Necesitamos la batería
del teléfono para
hacer negocios.
Pero las niñas lo llaman a él,
siempre inoportunas las niñas.
Eso es como el que tiene
una casa en Alcalá, dice.
Sólo habla con refranes.
Hace alusiones manidas.
Esta sevilla nuestra,
(tan lejana, apunto yo).
Dice cosas así.
No tiene ganas de hablar, deduzco.
Se la quita rápido de en medio.

Vínculos emocionales.
Hacer balance de los huesos
y colillas.
Revisar las existencias
por si faltara algo
(alcohol o drogas).
Encender otro cigarrillo.
Piérdete conmigo.

Amigo.

Que sí, revisas los balances
y sí, haces balances y la balanza
indómita nunca se equilibra,
aunque ahí vamos
pimpom
y no llegamos.

Pasar las páginas.
escribir grande para ocupar
mucho espacio.
¿Cuándo me vas a dar una
vuelta en el coche?
Viéndola de cerca.
Incapacidad social. Velada literaria.
Cuestión cultural.
Pie en pared.

El camarero elige
el vino, el nuestro,
es blanco, pero no es dulce,
no es fruta,
es vino, así que
entra hacia
dentro
fresco.
Él dice que quiere descubrir bares, yo
que quiero rehabilitarlos.
Habrá lugares para el oasis.
Recuento de aceitunas
y otra vez el vino blanco
en la saliva.

Cuestión de sintaxis
y fluidez. Un tachón en un poema impoluto.
Un cuaderno siempre en blanco.
Se recuesta, sacude las migas
y mira por la ventana.

Desorden de ciudades
y ahora la misma calle,
el sol, atreviéndose,
inundando los altos azules
de Madrid.
Planes para las horas térmicas.
Antedía. Mediodía.
Luegodía. Requiemdía.

Agua. Al menos un vaso.
La boca algo pastosa por el
alcohol lo agradece.
Dame algo, dame algo.
Pero dámelo ¡ya!

No tengo ná todavía.
Ahí detrás, una pareja
joven joven de juventud aburrida
acaba de sentarse.
Hablan con cara
de preocupación
y hastío. Ella lleva perlas blancas
en las orejas, pegaditas.
Entrelazan sus manos
de uñas comidas.
Piden agua Solán de Cabra
y cocacola,
llegará la siesta y la lujuria
y se entregarán a un
abrazo enhiesto
y consciente
de los límites del cuerpo.
Grandiosa corrida de toros.

Contraventanas de madera,
jarras de barro, tinaja de cristal,
si todo fuera tan fácil,
chupar los dedos de los extraños,
llamar a patapalo y la sonrisa
de oreja a oreja.

A los poetas del delito
cruzando la Gran Vía
a paso rápido para ser
la hora de la siesta,
el cuarto de baño del café
Madrid recuerda a los demonios.

En el trampolín no,
en el trapecio. Mi disléxica favorita
(más baileys, menos café),
te echamos de menos, nunca de más.
Café Madrid, velas blancas
camarera escotada
la primavera que revienta
y nosotros en medio.

Segundo café del día,
de Lavapiés al borde de Chueca.
no dirán que no hacemos ejercicio,
porque no hemos cogido ni un metro.
Parece mentira.
Los puntos de luz empiezan a ponernos
los ojos del revés
trapecistas canijos.
"Voy a ir al baño."
(primer intento de ficción)

No estoy asegurado
para incendios cardiovasculares.

En esa mesa
parece que hay gente.
Cuatro aristocráticos
arruinados que se miran
con arrepentimiento y desazón.
La única mujer
pellizca los genitales
del que está a su derecha.
Nadie se mueve.
La vela, llama enhiesta
no se inmuta.

Investigar los posos del café
como si supiéramos leerlos.
Sigue fumando. Podemos esperar.
Segundo intento. Voy al baño.

Él empieza a tener sueño.
Muchas horas fuera de casa
(cinco).
Si tuviéramos piruletas...
Yo he dormido alrededor
de diez horas y empiezo
a estar nerviosa.
Hora difícil.
Si tuviéramos piruletas.

Los dientes largos
como patas de caballos
(horses, horses, horses).
Nunca dos lámparas iguales
distintas luces
la misma barra.

¡Qué susto, qué susto,
quince centímetros de blancura!

Si tuviéramos piruletas
la diversión implícita y pasajera.
Participar de la nada.

Contar las monedas
sacarle brillo a los bolsillos
y chupitos a la camarera.

Retruéncanos.
¡Uy! olvidé la corbata.
¿Dónde anda el paralelo?
¿Dónde arde?

Bereberes, pistoleros,
al cabo de la gata,
aislamiento,
entre cala y cala, calada.

Veis, otra niña al teléfono.
Ésta lo insulta.
Yo le ruego que lo perdone.
A él hay que perdonarlo
de antemano.
Él se siente mal,
pero se le pasa rápido.
Ay, el pasado,
qué difícil es de lidiar.
Baja la cabeza,
agacha las orejas
y olvida.

Jueves, 1 de marzo de 2007

Roberto y Lara

domingo, 11 de marzo de 2007


Alibi.

Duración total: Cuarenta y cinco minutos y cuatro segundos.

(Life-in-Slow-Motion)

jueves, 8 de marzo de 2007





2 de enero de 2007.


Lisboa. Cuando conoces una ciudad. No es lo mismo encontrar la belleza que reencontrarla. Hay veces en la vida en que lo urbano imposibilita la corriente sanguínea. Creo que estoy en uno de esos momentos. De Lisboa he pensado todo lo que no he escrito sobre ella. La he vivido a mi manera, sin propósitos, echándola de menos desde el principio. La había nombrado tanto en mi ausencia que esta vez no la encontré amable, ni a mí amante, caminante. Dentro de este viaje, Lisboa ha sido como Madrid al amor antiguo. La calima. Los numerosos adoquines. La verticalidad de las calles. Punto de fuga. Para empezar, el hostal llevaba puesta una moqueta de olor indescriptible. Arreglar las cortinas y saber que la capital está allá atrás, y sentir pereza. Recordar el acelerador, el freno, el embrague, ay, no sé, que me perdonen los tendederos por esta vez, el Chiado, Alfama, el estuario del Tajo, el barrio de Bica, las janelas del verano del 2004. Un respiro ante la belleza construida. Necesitaba, esta vez, la libertad de los campos y los caminos, el interminable agosto de los árboles erguidos, esa otra plenitud inalcanzable que es la montaña rota por el sol. Averiguar por qué se resbaló lo cómplice cuando el año terminaba, por qué la mente traicionando (ahí, sin horizonte, enredada en su propia sustancia hemorroide), por qué la niebla del día uno de enero, y la gente perezosa y apagada por las calles, por qué los llantos y el café con espejos salvando el diálogo, por qué la habitación 303 no era suficiente para las batallas del corazón, por qué no nos atravesó un tranvía el estómago, por qué me dolían las miradas de los hombres de las esquinas y por qué quería escapar de la ciudad que contiene toda la belleza de lo sucio. Y duró más. Una cena sorpresa en el barrio Alto, la sopa que suaviza los caracteres. Pero no es suficiente. Ni madrugar fue lo mismo. Vi a una chica que viajaba sola que escribía durante el desayuno y no sentí ganas de asesinarla, pero sí de escribir. El café era, por cierto, horrible. Lisboa se fue alejando, pero entre gruñidos y promesas, con un sol intermitente y frustrado. Esta vez no Lisboa. Aunque Dinis estaba como siempre.

martes, 6 de marzo de 2007


Familiaridades domésticas que nos traen la felicidad astutamente.

El olor familiar
del cubo de basura
cuando te agachas a pelar una
manzana
justo en el borde del plástico,
de la bolsa
llena hasta arriba
de elementos orgánicos
a los que no les dará tiempo
a convertirse en útil abono
para mis tierras de consumo.



Es todo lo que puedo decir en un martes tardío de resaca, donde las nubes parecen vientos de lunes, mientras la carne se consume lenta en el vino, tras dos noches de soñar con arañas multifacéticas a las que he inseminado esta mañana con insecticida para elefantes.
Las mantas rojas se airean al fuego del jardín, comienza a llover. Salgo corriendo, en seis zancadas cruzo el césped, hundo las manos en la lana mojada.
He vuelto a la montaña. Espero con paciencia.
Observo los libros que he sacado de la biblioteca: Montale, Simenon, Colette. ¿Quiénes son esos tipos viejos?
En una foto a mi derecha, Edith Piaf y Georges Moustaki se sonríen a carcajadas en una orilla de arena. El sombrero de paja de ella, deshilachado, me recuerda que pronto llegarán soles feroces.
Un duende encapotado de rizos se me acerca: "pronto acabará el invierno", me dice.
Pienso en un oficinista aburrido con el flequillo sobre la frente y miles de archivos abiertos en la pantalla. Aprieto mucho el entrecejo (donde se me han acumulado dieciocho horas de música electrónica) y le mando señales caligráficas: las vías del tren se alargan hasta el infinito. Andemos, entonces.