lunes, 12 de enero de 2015

Lo que dice Felipe o momentos felices de la vida


REALISMO FANTASMAGÓRICO

Lara Moreno, Por si se va la luz, Lumen, Barcelona, 2013.

Lara Moreno ha deslumbrado con su primera novela, pero detrás de este debut afortunado hay una labor casi secreta de muchos años, una entrega constante y firme a la escritura de ficciones, un minucioso pensar y aplicarse a la ideación de personajes y de circunstancias: el afianzamiento, en fin, de una vocación, ese pacto con uno mismo para convertir la escritura no en una tarea complementaria, sino en una tarea primaria. No en un accesorio de la identidad, sino en la clave de una identidad.
En sus libros de relatos (Casi todas las tijeras y Cuatro veces fuego) había ya una voz turbadora que aplicaba una indagación desasosegante en torno a la condición humana, al optimismo de nuestros sentimientos y al vigor de nuestras desconfianzas de fondo, a nuestras ansias y decepciones, que al fin y al cabo tienen una misma desembocadura: la sensación de extrañeza ante la realidad, empezando por uno mismo. Estaba ya en esos libros su estilo recio y a la vez fluido, su capacidad de llevar la cotidianidad al territorio del extrañamiento, su habilidad para sugerir más que para explicitar, sus elipsis y sus imágenes contundentes, sus lirismos y sus asperezas.
Esta novela viene de ahí. Esta novela viene, en fin, desde muy atrás, desde muy lejos y también muy desde lo hondo. Estamos una escritora que ha sido capaz de cambiar de formato sin renunciar a una de sus cualidades distintivas: la de mantener la narración en un máximo de intensidad, sin caer en la trampa de dar por hecho que una novela es un espacio para la distensión estilística, un ámbito en el que importa más lo que se cuenta que el cómo se cuenta. En ese aspecto, Lara Moreno ha sido insobornable y ejemplar: Por si se va la luz es una novela indesmayablemente intensa, desde la primera línea hasta la última. Una novela de superficie diáfana y de trasfondo muy complejo. Tan complejo, en fin, como sólo puede serlo nuestra existencia, sobre todo si se la sitúa, como es el caso, en un contexto extremo.
No creo que sea prudente hablar mucho de una novela, revelar sus claves ni desentrañar las características de sus personajes, ya que no se debe privar al lector del placer de adentrarse en un territorio del todo desconocido, sin señales orientativas, sin pautas marcadas, sin indicios. No desvelaré mucho de esta novela, ya digo, entre otras cosas porque es más una novela de clima que de trama, más de introspección que de descripción, más de sugerencias que de evidencias. Lo que no quiere decir, ni de lejos, que se trate de una novela inconcreta ni delicuescente, porque la verdad es que está en la otra punta de eso: Por si se va la luz es una obra de dibujo muy nítido, a la que le ocurre lo mismo que a determinada pintura hiperrealista: que, de tanto ceñirse a la realidad, acaba adquiriendo la condición inquietante de fantasmagoría, de realidad objetiva que contiene su germen de irrealidad.
Por si se va la luz tiene un algo de novela de terror. Una novela de terror en la que no pasa nada especialmente terrible, y ahí creo que radica uno de sus grandes aciertos. Desde la primera página, el lector empieza a desasosegarse, a inquietarse, a imaginar desenlaces de gran aparatosidad dramática. A temerse, en suma, lo peor. Ese desasosiego, esa inquietud y ese temor se mantienen, acrecentándose, hasta la última página, en que el lector respira con alivio: todo parecía insinuar una deriva aterradora, pero todo se mantiene en su temperatura: la historia parece volver a su punto de partida. La historia de historias que es Por si se va la luz daba para mucha oscuridad, pero Lara Moreno ha sabido dosificarla, aplicarla con cuentagotas y no con brocha gorda, como hubiese sido la tentación de alguien con menos perspicacia narrativa.
Lara Moreno desplaza a sus personajes a un diminuto ámbito rural, a un ámbito que en principio podría promover una forma de vida arcádica. Es decir, acogerse a esa identificación tan previsible de lo rural con lo paradisiaco. Pero la autora nos sorprende: ese ámbito pueblerino, ese entorno rural, ese pueblo casi deshabitado, acaba siendo un personaje más de la novela, el gran fantasma de la historia, pues, al no tener perfiles, tenemos que imaginarlo. Lara Moreno consigue llevar a cabo en su novela una especie de estilización de la novela de ambientación rural: no hay tipismos, no hay alarde de terminología específica, no hay un regodeo emocional en la consagración de la naturaleza frente a la civilización, aunque uno sospeche –en esta novela casi todo hay que sospecharlo- que la mayoría de sus personajes son prófugos de una civilización en declive, desertores de un patrón agotado de convivencia y fugitivos a la vez de sí mismos. Los escasísimos habitantes de ese pueblo fantasmagórico tienen algo de náufragos. Una Organización igualmente fantasmagórica, de la que no sabemos absolutamente nada, se ocupa al parecer de facilitarles ese reducto artificial. Unos gitanos de los que tampoco sabemos absolutamente nada tienen la función de proveedores.
Al terminar de leer Por si se va la luz, sabemos de sus personajes tanto como ignoramos. Llegan desde un pasado que se nos oculta, viven un presente provisional y les espera un futuro que ni ellos mismos pueden intuir. Lara Moreno ha logrado mantener infaliblemente ese pulso de mostrar y de ocultar, de decir y de callar. Lo evidente no siempre es un dato. Lo secreto puede suponer una información. Vamos intuyendo. Vamos construyendo la historia a medida que avanzamos en ella. Pero la vamos construyendo a partir de conjeturas, a partir de intuiciones derivadas de lo que la autora nos va ofreciendo y también de lo que nos escamotea.
Otro acierto de esta novela llena de aciertos es el de ser crudamente fisiológica. En ella se describe, sin filtros, la enfermedad, el sacrificio de animales, la sexualidad, esa especie de supuración continua que es la vejez… Que nadie espere evanescencias líricas aquí. A Lara Moreno, ni por concepción ni por estilo, se le escora jamás la sensibilidad a la sensiblería. No hay afán de endurecer las cosas, pero tampoco de ablandarlas. La suya es una mirada fría, aunque sigilosamente implicada.
Por si se va la luz tiene algo también de fábula. Una fábula de la necesidad de aislamiento y de la necesidad de acompañamiento. Una fábula de la necesidad del orden y de la necesidad de la confusión. Una fábula que participa tanto de la utopía como de la distopía, de lo amable y de lo hosco. Una fábula, en fin, de la rareza intrínseca de nuestra condición de seres condenados a sentir y condenados a pensar, con un desequilibrio constante entre lo uno y lo otro.
Una novela, en fin, rotunda y desasosegante.



             Felipe Benítez Reyes

[Publicado en la revista Clarín, diciembre 2014.]

martes, 29 de julio de 2014

Cosas de la ciudad, ese animal lejano ahora, y Elvira


El terapeuta recomienda al musgo que se centre en alguna cosa. Que se defina, más concretamente que se entregue definitivamente a algo. El terapeuta le dice al musgo: cierra los ojos, y piensa en una imagen. El musgo cierra los ojos en esa sala señorial, polvorienta y de muebles de madera oscura, y no es capaz de pensar en nada. El terapeuta insiste: tienes que buscar una imagen que te atormente, relacionada con tu problema. El musgo se siente ridículo allí con los ojos cerrados, y repite que no le viene nada. Pero sabe que ha de participar en el juego, ya que está pagando mucho dinero precisamente por jugar. Improvisa, y le cuenta al terapeuta, con los ojos cerrados, que al hijo pequeño de una amiga se le ha caído el cristal de una mesa en los dedos de los pies, reventándoselos. Elige esa imagen, sabiendo que no es una imagen, sino una idea. Una construcción. El terapeuta no dice nada. El musgo sabe que el terapeuta también tiene los ojos cerrados y posiblemente duerma. Por un momento piensa en abrir los suyos de golpe para pillarlo en falta, pero le da pudor y al final pide permiso: ¿puedo abrir los ojos ya? Sí, ábrelos, contesta el terapeuta, intentando controlar el sueño, con los párpados hinchados del esfuerzo. De vez en cuando hace bruscos movimientos con la cabeza para despertarse. Tienes que entregarte a algo, musgo. Estás en todo y no estás en nada, musgo. Prueba a cerrar otra vez los ojos y concentrarte en una imagen. El musgo, ya resignado a la somnolencia, obedece.

Leí la nueva novela de Elvira Navarro, La trabajadora, antes de que se publicara, tuve esa suerte. Me impactó lo descarnado, lo poco adornado, lo poco literario (es un decir) del argumento. Siempre me pasa igual con los libros de Navarro. Presentan un mundo fino de sencillas figuritas de origami donde parece imposible a priori que se den los profundos y certeros niveles de análisis que luego convergen. En La trabajadora, la abultada y algo freak vida de Susana, esa mujer que la narradora convierte en protagonista desde el estupefacto punto de vista del testigo, no me dejaba ver lo que luego ha perdurado en mi mente, en mi recuerdo, como la espeluznante construcción de la realidad que es la vida de la verdadera protagonista, Elisa, esa mujer trabajadora, solitaria, precaria, ansiosa. Se ha dicho ya lo indecible de esta novela de Elvira, yo la llamo su primera novela (hablo de puro género, no de calidades); no pretendo aportar nada a las excelentes críticas. Solo quiero destacar lo que ha supuesto en mi imaginario vital este trasunto de actualidad que Navarro ha creado. Una amiga me dijo hace un tiempo que yo no creía en las enfermedades mentales. Claro que eso no era verdad. No del todo verdad. Pero ¿existía ese resquicio en mí, esa superioridad falsa del que cree que las enfermedades mentales son material para el estudio, un oso polar extinto encerrado en una jaula al que podemos observar, una cría de jaguar nacida en un zoológico y alimentada con biberones por cuidadores humanos, algo, como se suele decir, que siempre les ocurre a otros? Al cabo de los meses, el poso arañado que había dejado en mí la lectura de La trabajadora empezó a levantarse. El polvo de luz de las letras se fue convirtiendo en imágenes, en conceptos, en un terrible espejo apenas deformante. Elvira no juega a las acrobacias lingüísticas, juega al cincel y a la piedra. Manipula la roca hasta alejarla por siempre del escombro. La edificación, perfecta, de la realidad de las protagonistas era la misma edificación, imperfecta, de nuestra propia realidad. Volver a La trabajadora como lugar donde están las claves. Yo, que siempre miré a los osos polares desde el otro lado, desde la barrera, el tigre de Java, el lobo gris, la ballena pigmea, mareos, alteraciones visuales, entumecimiento muscular, frío, dolor, miedo. La ciudad como el universo irreal que nos conmueve y nos destruye, las avenidas estiradas ante nuestros pies, ese dolor punzante en el lado derecho del cráneo, cancelación de planes, de obligaciones, de placeres, la palpitación, el agujero negro por donde se va todo el dinero producto de tu trabajo de ratón, la hiperansiedad a causa de lo perdido, el agujero negro por donde desaparece también todo el esfuerzo de tantas horas noches días fines de semana de tu trabajo de ratón, envejecer, morir, un avión que en vez de estrellarse te lleva al paraíso y luego te trae de vuelta a la ciudad estirada repleta compungida, respira hondo, haz extraños movimientos con los brazos, como si te sacudieras la tierra de los dedos tras haber hundido las manos hasta el fondo intentando rascar aquello intentando encontrar algo, respira hondo, no vas a morirte ahora, todo está en tu cabeza, solo eres un hámster cansado dentro de la rueda, un hámster víctima de sí mismo, esta es la vida que querías, la vida que has buscado.

El musgo sale de la consulta del terapeuta y cruza la calle Ferraz. Muchísimos coches, hace sol, un poco de fresco. Va con los ojos abiertos y una especie de satisfacción hueca: la de tener que abandonar a tu terapeuta porque se duerme en las sesiones. Estructura de poder invertida. De pronto ya no se siente musgo desvalido que no sabe qué hacer con su ansiedad. De alguna manera ahora controla la situación. Mira a un lado y otro de la calle y piensa en tomar un carísimo taxi porque se nota muy cansado. Se arrepiente. Decide cruzar de nuevo la calle y subir por Marqués de Urquijo hasta Princesa. Observa la ciudad como detenida, como tantas otras veces hace años, cuando paseaba sin rumbo, procrastinaba sin rumbo, vivía así, sin rumbo la ciudad y sus habitantes. Llama por teléfono a una amiga por si comen juntos. No le contesta. Escribe un par de mensajes. Nada. El extraño hormigueo de lo indebido, lo absurdamente indebido, la mala gestión, el hámster en su jaula, etcétera. Son ya casi las cuatro de la tarde y deambula. Por fin se deja caer, no se resiste, hace tanto tiempo: entra en Zara y se prueba varios vestidos, un par de camisas veraniegas, todo tiene un tacto estival y feliz. En todo este proceso, ha mirado su móvil unas doscientas veintiocho veces: las redes sociales, las varias cuentas de correo, el whatsapp, una, dos, tres, cuarenta veces seguidas. Por si acaso. Por si acaso algo indeterminado que no sabe qué es. Se está haciendo tarde, muy tarde, no ha comido, tiene que volver al trabajo. En la caja sonríe, saca la tarjeta, duda, finalmente marca su número secreto y se siente libre durante unos segundos, como si todo estuviera en orden, como si pudiera gastarse ese dinero. Operación aceptada. 

Publicado en la revista Quimera, julio 2014

lunes, 23 de junio de 2014

Si todos los lunes amanecieran

Lo reconozco: por mañanas como la de hoy vivo en esta ciudad, todavía. Aunque todo el rato por dentro la máquina me pide que me vaya. Por mañanas como la de hoy vivo en esta ciudad. Por mis amigos. Por sus bibliotecas. Porque entrar en Malasaña es llamar escribir un mensaje tocar al portero y ya bajo y desayuno y perro blanco que nos espera fuera en la esquina al sol y atropelladamente hablamos de las renuncias del fin de semana pero luego subir a su casa (la más acogedora de este lado del mundo) y fumar un cigarro, por qué no, y a la mesa de la cocina, allí mismo, ni mil terapias conseguirían descifrar lo que unas pocas páginas al azar. Se nos van amontonando los libros. Los que ya estaban y los que ella va trayendo del salón. Yo leo en voz alta fragmentos y por dentro siento cada piedra ajustándose a su mezcla de adobe a su dulzura porque hay algo que me une a las personas de forma esencial: hay personas con las que puedo leer en voz alta y personas con las que no; ella, es evidente, es una de las que sí. Eso la hace imprescindible. Esta mañana, mi vida (vida es algo demasiado general, más bien sería organismo, más bien estructura, más bien plancton) actual se ha visto asombrosamente definida por tres fragmentos de tres libros acariciados así, de golpe, desde el desconocimiento. Lectura adivina solo unas pocas líneas al azar premonición de tinta negra, radiografía o espejismo. Los tres libros que estos días viven en su cocina, los que en su casa se leen: Un hombre: Klaus Klump, de Gonçalo M. Tavares, Un viaje a la India, del mismo autor, y Seguro que esta historia te suena, de Karmelo C. Iribarren. Los párrafos o los versos no los repito por demasiado reveladores. Y luego su Huidobro, y mi antiguo Umbral, y el recuerdo lejano de tener diecisiete años debajo de cada línea subrayada. Se nos ha hecho tarde, me he despedido, el bolso cargado de lecturas nuevas; en el metro, Pablo Neruda en Ceylán, Confieso que he vivido. Es, amiga mía, inhabitual por completo tanta luz en un solo pedacito de mañana. En el fondo, los libros, como tantas otras veces el tequila, son lo de menos.



lunes, 31 de marzo de 2014

Normalidad de lunes

normalidad de lunes

a pesar de todo hay un punzón aquí arriba cráneo

la aguja tira del hilo costilla carne

quién sabe si ha atravesado el corazón

normalidad de lunes

aparente máquina funcionando

mira la ciudad cómo aguanta cómo se salva siempre cómo sucia amanece en las mañanas

mira a los tristes a los desamparados

normalidad de lunes

quién quiere un dolor cuando está perdiendo la memoria

quién quiere un temblor

si pones en duda tu salud

ella pondrá en duda tu fortaleza

normalidad de lunes

árboles, raíces, gusanos de la tierra

o el frío del cristal de la ventana

de ese piso catorce hierro altísimo cemento de dioses

abajo la avenida

el frío del cristal en tu mejilla en tu frente

la saliva

si te empujan más fuerte más fuerte será el placer

si te aprietan

la caída

nada está perdido normalidad de lunes

nada está perdido todavía



viernes, 7 de marzo de 2014

Vida de musgo, 2

Para ser un musgo hay demasiado ajetreo en este espacio vital. Claro que no soy un musgo. Soy como un musgo. Algo verde casi fluorescente que rebrota en los zócalos, en las tejas, con suerte en alguna piedra o algún tronco de árbol. No un musgo tal cual, sino la idea de un musgo.

Si no me esfuerzo por ser sincera esto puede resultar muy aburrido. Así que un dos tres, desafío de honestidad. Se supone que soy escritora. Ya se sabe, esa gente que escribe. Técnicamente, esa gente que piensa cosas y luego las escribe. Incluso que siente cosas y luego las escribe. Lo mejor: que imagina, y luego escribe. ¿Qué escribo yo últimamente? Tic, tac, tic, tac, nada.

Me asomo escéptica y ansiosa a las redes sociales y veo cómo mis contemporáneos me llevan una ventaja abisal sobre estos asuntos. Dejemos el proceso creativo a un lado, por ahora. Centrémonos en las filas del pensamiento. No sé quién y no sé cuántos y también aquel de más allá publican constantemente sus relucientes artículos sobre esos hirvientes temas comprometidos que a todos nos competen. Es decir, es gente que de entre toda su cotidianeidad saca tiempo para informarse de lo que ocurre y para pensar sobre ello y con el corazón en la mano escribe reportajes, ensayos, críticas y crónicas sobre esto y lo otro y así ayuda al resto a entender el mundo. No soy capaz de hacer algo así. ¿Acaso no me interesa, por poner un ejemplo, un tema tan bestial como la reforma del aborto, que me afecta como afectan los puñales clavados entre los omoplatos? Vamos, claro que sí. Siento ganas de vomitar. Pero no soy capaz de escribir sobre ello. En otro orden de cosas: acabo de regresar de un viaje total. Ese tipo de viaje que incumbe a la mente, al currículum y al corazón. Estoy recién llegada de Cartagena de Indias, Colombia, adonde he ido a participar en el Hay Festival. Ha sido mi primera vez en Colombia y vengo herida de Caribe y de encuentro cultural. Sería más que una crónica lo que podría sacar de ahí; sería quizá un evangelio de acontecimientos. Y sin embargo no lo hago. No sé por qué. Por último, en mi escritorio (esto es una desviación, porque yo en estos momentos no tengo un escritorio propio) esperan varios libros sobre los que quiero hablar: Tiempo de encierro, de Doménico Chiappe, Los drusos de Belgrado, de Rabee Jaber, Democracia, de Pablo Gutiérrez. Pasan los días como semanas enteras y las semanas como ondas expansivas y así los meses pasan y serán años.
¿Es una cuestión de principios o de falta de tiempo? Es una cuestión integral de asuntos vitales, de posicionamiento ante las responsabilidades, de malabarismos de procrastinación. Quizá es una cuestión de pura incapacidad. En realidad, en el fondo de mi musgo corazón, yo no quiero escribir nada de esto. Es decir, sé que estaría muy bien hacerlo, que debería hacerlo, que quizá incluso habría alguien a quien le interesara mucho, alguien que lo disfrutara. Sé que si cogiera las riendas de mi oficio todo esto me posicionaría derechita como un clavo en la arena, tiesa como un clavo oxidándose en la orilla, hasta la siguiente marea lamedora. Pero no lo hago. Porque incluso escribir esta columna me hace de algún modo sufrir. 

Yo últimamente no escribo. Y eso es un agujero en el alma. Una carcoma. Una llaga fresca y caliente.

Necesito recuperar mi pantano creativo. Esa historia que a nadie le interesa y yo quiero contar. Esos personajes contra los que combatir. Ese páramo por el que avanzar a ciegas a niebla a radiante lluvia a noche a veces la luz al fondo, lejana pero no lo suficientemente inaccesible. Avanzar. Quiero poseer un escritorio de nuevo. Una condena. Encerrarme en el mundo paralelo de la ficción, de la gestión de la memoria, de la metamorfosis del sentimiento. Escribir.

Mientras eso no ocurra, todo lo demás será un bloqueo. Un esfuerzo templado de obligación. Una ironía.


No he sido fiel a la verdad: últimamente, a veces escribo. A veces me dejo llevar por la fiebre. En esos momentos laxos de lo cotidiano, cuando como un animal encerrado uno da vueltas por su propia casa por su propia vida por su propia jaula, en esos momentos de perplejidad, agarro un cuaderno de tapas forradas de tela, amarillo viento, y con una letra cada vez más violenta e ilegible, letra de dedos smartphone, escribo frases en segunda persona del singular, dulces y dolorosas frases para ella, escribo sobre la cómoda o sobre la encimera o sobre mis rodillas en el autobús, siempre con el tiempo justo, poemas de amor para mi pequeña hija, los poemas de amor más sinceros y más tristes que nunca imaginé que escribiría. 

Texto publicado en la revista Quimera, febrero 2014. 
Foto de Miguel Marqués. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Teoría cotidiana del miedo

Texto publicado en la revista Quimera, diciembre de 2013


Nunca me despierto cuando el despertador me llama. Siempre un poco más tarde. El acto reflejo de posponer la alarma del móvil una, dos, hasta tres veces, lo hago en sueños, lo hace esa mujer oculta que vive en mí, esa mujer determinante y en paz que duerme sin que nada la moleste, en ocasiones, ni siquiera el desgarrador grito de su hija, la pequeña niña de dos años que se despierta en medio de la noche una, dos, hasta tres veces. Cuando me he levantado hoy ya no había nadie en casa. En las habitaciones, el resto de la mañana cotidiana: los pijamas por el suelo, la cuna deshecha, el biberón con restos de leche encima de la cómoda. El café, ya frío, lo caliento en el microondas, aunque esto suponga un acto previsible de futura muerte: ¿no hay algo maligno dentro de ese barato electrodoméstico, algo que nos llevará a la tumba? Cada pequeño acontecimiento alimenticio, cada movimiento a través de las radiaciones, es una confirmación del terror. No respiramos aire, respiramos ondas electromagnéticas.

Vivo en una ciudad sin tiempo. Arrastrando los pies con destreza atravieso la casa, organizo ropas, vacío y lleno el lavavajillas, estiro edredones, abro el frigorífico: un montón de verduras se agolpa en los cajones. Son verduras ecológicas, supuestamente no transgénicas, que nos traen cada semana desde un huerto a las afueras, porque pertenecemos a un grupo de consumo. A lo mejor esto es un poco de oxígeno, un poco de autosuficiencia, una ilusa manera de escapar. Seguramente no nos librará de nada. Pero están mucho más buenas que las otras; son más feas, más sucias, más reales. Las cebollas y las zanahorias llegan llenas de tierra, tanto que hay que frotarlas con el estropajo antes de guardarlas. Entre las cabezas florales de los brócolis duermen gordos gusanos verdes fluorescentes, y escondidas en los pliegues de las gigantes hojas de acelgas, se arrebujan arañas de imprudente tamaño. Bajo el grifo todo queda limpio. Mi esperanza se cuece dentro de la olla: garbanzos, acelgas, ajo, pimiento, patatas y alcachofas.

Vigilo la olla en el fuego con el corazón en un puño, que en realidad es el estado habitual de mi corazón. Ya con los zapatos puestos, apuro la distancia entre las habitaciones observando los asuntos pendientes. Los asuntos pendientes son una catástrofe ambiental en mi vida, algo que crece sin remedio, desorbitadamente, algo que adquiere la contundencia de una plaga bíblica sobre Egipto. Los hay de muchos tipos, están los calumniosos, los que pertenecen a la región del pánico: apuntarme a yoga, o a pilates, o a natación, salir a correr, montar en bici, en fin, la lucha contra la decadencia; quitarme una muela del juicio, ir al neurólogo, al ginecólogo, al dermatólogo, pedir por favor que alguien me haga una endoscopia o cualquier otra constatación infame de que puedo seguir viviendo en relativa calma. Pero también están esos otros asuntos apetecibles, por ejemplo: acariciar la edición de Nórdica del poema a tres voces de Sylvia Plath, Tres mujeres, traducido por María Ramos e ilustrado por Anuska Allepuz, poema que hiere acerca de tres tratamientos diferentes sobre la maternidad y su metamorfosis, abro con nerviosismo una página y leo: «Estoy en casa a la luz de la lámpara. Los atardeceres se prolongan. / Remiendo una falda de seda: mi marido lee. / Con qué belleza la luz abarca todo esto», y aunque agarrada a esos versos está la sórdida ironía de Plath, la venganza tibia a la sociedad, a la amargura, yo siento una envidia descorazonadora de esa imagen. Una envidia incoherente. La misma que me da el cuadernillo Teherán, de Bárbara Zagora Cumpián, que su padre ha editado en los «Cuadernos del Agravio» del Árbol de Poe, en esa imprenta artesanal, la tinta fijando en el papel de la China cada tipo: «Hermanas prisioneras / concededme la serenidad».

Vivo en una ciudad sin tiempo, pero no vivo en Damasco, no vivo en el desierto de Níger, no vivo en Túnez, no vivo en Pekín, cerca de la plaza de Tiananmen, vivo en esta ciudad sin tiempo donde hoy luce el primer sol helado del otoño y en las amplias calles de mi barrio vuelan las hojas amarillas y huele a monóxido de carbono, hidrocarburo y óxido de nitrógeno, pero la ciudad sube hermosa por las avenidas y todo parece que funciona y todo parece que es posible y al otro lado del semáforo en rojo ya diviso la escuela infantil donde está mi hija, pinturas en los pasillos y alboroto, y ella saldrá corriendo al verme y me abrazará las rodillas y la cogeré en brazos y buscaremos un lugar paraíso donde pasar la tarde, al explosivo ritmo de los que aún no tienen miedo. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Posibilidad de futuro

Vigilo la noche como si la noche tuviera algo que decirme. Y nada. Solamente llora a veces la noche, con raja de pesadilla y grito. Yo estoy de pie y le hago una caricia. Contractura. Miro estas flores que acabo de encontrar, son un recuerdo. El tedio del cansancio físico se convierte en violencia. Quiero hacer un hueco en la tierra con las manos, arañar o cavar, concentrarme. El aire poco a poco es cada vez más frío, se hace tarde. Si el año que viene hay verano, no dejaré que nadie me vea las piernas. Tras una roca húmeda nos vamos a esconder. Tras una roca húmeda, palabrita de liquen y de vertedero. 



lunes, 7 de octubre de 2013

miércoles, 15 de mayo de 2013

Al final del último día





En mí quedará

como la luz


como la vida



cuando nos fue devuelta. 

(A ser posible mirar escuchando ESTE TEMA.)

martes, 7 de mayo de 2013

Kilena of Corsica



Suena Dire Straits
suena el rumor del motor de un barco de vela
bajo mis pies bajo la madera limpia suave
porque no hay viento
sin embargo el viento ayer
el pelo la piel ojalá
el mar está a punto de ponerse mercurio
en la punta de Formentor se condensa una nube
quizá aún icemos velas
suena Dire Straits
al sol le queda un palmo
para meterse en el agua
yo tengo una familia
un hombre al que quiero una niña que está aprendiendo a hablar sin mí
sin mí aquí
bordeando una isla del Mediterráneo
lejos de todo
lejos de mí misma
de lo que he sido yo en los últimos años
ese poco de sufrimiento
estruendo en medio del estrés
ese agotamiento desde el que se intenta escribir besar percibir vivir
(y no se consigue)
a veces la vida es simplemente esto de ahora
yo soy esto de ahora
ahora soy esto
moviendo las coordenadas dentro de mi cuerpo
cambiando de sitio el eje
en el fondo
simplemente
regresando. 





lunes, 29 de abril de 2013

La isla la niebla




La isla entre la niebla lluvia piedra isla niebla los acantilados de la nada a través de la nada el mar como avisando del rugir avisando de la roca del rugir del precipicio del rugir la niebla no se toca pero es blanca igual que una sábana mil veces lavada tendida al fondo de un jardín blanca casi transparente como una sábana sobre un cuerpo transparente como la tela fina intocable de los camisones de las viejas damas tantas veces lavados frotados en la pila al fondo del bosque allí un cordel entre dos ramas fuertes como las manos fuertes y ancianas el hueso en realidad tan frágil bajo la piel las manos que plancharán mil veces más cien mil veces más esos camisones que ya perdieron las flores ya el estampado se diluyó entre los hilos el algodón eterno de los bosques en la arruga del costado la frescura del blanco sobre el blanco la niebla ida fugada ya no más niebla ahora que cae el agua del cielo sobre la isla sobre el campanario sobre las lilas sobre los árboles sobre la silla oxidada el cenicero olvidado las colillas mojadas la copa de vino el domingo para siempre la lluvia la ginebra la risa

miércoles, 17 de abril de 2013

Rescato un texto antiguo de vigencia emocional


Anoche, por fin la segunda mitad de El árbol de la vida, Malick exacerbado en sus filias y sus fobias.
Se creó un silencio.
La brutalidad del padre, los misterios de la casa y de la luz, la culpa de la infancia.
El peso fuerte de una nostalgia o el abrevadero.
Angustia de la noche y de la belleza.
Interrumpimos la película para salir a fumar, como en los bares, y establecimos un diálogo, una fuga.
No podemos convertir nuestra vida en una continuidad opresiva.
Estamos obligados a impedir que eso ocurra.
No es tarde para ello.
No somos tan viejos a pesar de.
Aunque el manto superficial (el que brilla pero te oculta del mundo) caiga sobre nuestros hombros cada vez con más decisión, seguimos sin querer que nuestra vida se parezca a la de nuestros padres. Utilizo un plural mayestático para crear ambiente.
No, no quiero renunciar, no quiero esa pose de rechazo e intolerancia, esa ausencia de lo inocente, ese vacío repetitivo. Esa fatalidad.
Aunque sé que todo se resume a eso al final.
A la tristeza y al enfado.
Aunque sé que soy cobarde.
Aunque tenemos la mayor responsabilidad del mundo.
Si mi rostro es una continuidad opresiva hay que salir huyendo (corre, no tengas miedo).
Aunque la cotidianeidad venga a contradecirme, no quiero a nadie muerto a mi lado.
Empezando por mí.
Déjame (utilizo la segunda persona para crear intriga) que te diga lo que no tienes que hacer. Organizar las vacaciones con la familia. Ir siempre al mismo lugar (donde una vez te divertiste). Ahorrar dinero para cuando se acabe el mundo. Convertir tus frustraciones en una obligación. Decir «esto es la vida».
Déjame que te diga lo que tienes que hacer: un uso productivo de tu libertad de huir.


miércoles, 6 de marzo de 2013

Casa tomada o el trastorno de estar vivo


Volver a algunos lugares de la era prehistórica, por ejemplo aquella fortaleza casi de cartón de diecisiete metros cuadrados donde viví durante el primer año de carrera, aquella fortaleza donde todo absolutamente todo era novedad empezando por mí misma, y donde leí "Casa tomada" por primera vez con el sentimiento consternado de que la emoción era algo supeditado al misterio y a la maravilla. La cama estrecha, en algún momento compartida, el pequeño frigorífico de hotel y la mesa bajo la ventana: el reino de la inexperiencia, ese valor inaudito, esa congruencia de vivir. "Casa tomada" y tantas otras letras que inauguraron un espacio ancho y oscuro por el que aún transito. Volver a ver aquellas páginas apretadas, el libro viejo regalado por alguien mayor que yo que dormía en un colchón en el suelo de una habitación en la calle Feria, alguna vez compartido. Pero sobre todo la novedad (yo misma novedad) de la soledad y la sorpresa. Ayer noche releímos "Casa tomada" en Torrecilla. En voz alta, cada uno una página del cuento fotocopiado. Durante la lectura, viaje a través del tiempo, en contra del viento, por la negritud y lo perfecto. Ya digo: aquella fortaleza casi de cartón de diecisiete metros cuadrados... Ante mis ojos la persona que en mí vivía con unos temibles dieciocho años. Tras la lectura un silencio, bien llamado conmoción. A la salida el frío, Madrid, los compañeros, la guinda de un pianista italiano tocando para nosotros el espectro de un París inhabitado. La cerveza rápida y nerviosa. La cosa que tiembla entre las manos del que todavía ama. Lo incongruente de vivir sabiéndonos expulsados de nuestra propia vida. 

lunes, 25 de febrero de 2013

Ni una sola sombra, ni un solo rasguño


Durante un rato la vida debería ser así. Un dormir con la mano abierta, sin apretar los dientes (al diablo con las férulas de descarga). Un dormir con tu mano abierta. Con tus dientes nuevos y afilados descansando. Más afilados tus dientes que la vida. Pero es imposible, imposible, imposible. A punto de perder la consciencia me pregunto: ¿dónde aprendimos a sustituir respiración por supervivencia? Intentaré cerrar los ojos, sumirme en tu ininteligible parloteo. Nada más me importa (reconciliación con la mentira). Que alguien me avise cuando acabe el simulacro.