REALISMO
FANTASMAGÓRICO
Lara Moreno, Por si se va la luz, Lumen, Barcelona,
2013.
Lara Moreno ha
deslumbrado con su primera novela, pero detrás de este debut afortunado hay una
labor casi secreta de muchos años, una entrega constante y firme a la escritura
de ficciones, un minucioso pensar y aplicarse a la ideación de personajes y de
circunstancias: el afianzamiento, en fin, de una vocación, ese pacto con uno
mismo para convertir la escritura no en una tarea complementaria, sino en una
tarea primaria. No en un accesorio de la identidad, sino en la clave de una
identidad.
En sus libros de relatos (Casi
todas las tijeras y Cuatro veces
fuego) había ya una voz turbadora que aplicaba una indagación desasosegante
en torno a la condición humana, al optimismo de nuestros sentimientos y al
vigor de nuestras desconfianzas de fondo, a nuestras ansias y decepciones, que
al fin y al cabo tienen una misma desembocadura: la sensación de extrañeza ante
la realidad, empezando por uno mismo. Estaba ya en esos libros su estilo recio
y a la vez fluido, su capacidad de llevar la cotidianidad al territorio del
extrañamiento, su habilidad para sugerir más que para explicitar, sus elipsis y
sus imágenes contundentes, sus lirismos y sus asperezas.
Esta novela viene de ahí. Esta novela viene, en fin, desde muy atrás,
desde muy lejos y también muy desde lo hondo. Estamos una escritora que ha sido
capaz de cambiar de formato sin renunciar a una de sus cualidades distintivas:
la de mantener la narración en un máximo de intensidad, sin caer en la trampa
de dar por hecho que una novela es un espacio para la distensión estilística,
un ámbito en el que importa más lo que se cuenta que el cómo se cuenta. En ese
aspecto, Lara Moreno ha sido insobornable y ejemplar: Por si se va la luz es una novela indesmayablemente intensa, desde
la primera línea hasta la última. Una novela de superficie diáfana y de trasfondo
muy complejo. Tan complejo, en fin, como sólo puede serlo nuestra existencia,
sobre todo si se la sitúa, como es el caso, en un contexto extremo.
No creo que sea prudente hablar mucho de una novela, revelar sus claves
ni desentrañar las características de sus personajes, ya que no se debe privar
al lector del placer de adentrarse en un territorio del todo desconocido, sin
señales orientativas, sin pautas marcadas, sin indicios. No desvelaré mucho de
esta novela, ya digo, entre otras cosas porque es más una novela de clima que
de trama, más de introspección que de descripción, más de sugerencias que de
evidencias. Lo que no quiere decir, ni de lejos, que se trate de una novela
inconcreta ni delicuescente, porque la verdad es que está en la otra punta de
eso: Por si se va la luz es una obra
de dibujo muy nítido, a la que le ocurre lo mismo que a determinada pintura
hiperrealista: que, de tanto ceñirse a la realidad, acaba adquiriendo la
condición inquietante de fantasmagoría, de realidad objetiva que contiene su
germen de irrealidad.
Por si se va la luz tiene un
algo de novela de terror. Una novela de terror en la que no pasa nada
especialmente terrible, y ahí creo que radica uno de sus grandes aciertos.
Desde la primera página, el lector empieza a desasosegarse, a inquietarse, a
imaginar desenlaces de gran aparatosidad dramática. A temerse, en suma, lo
peor. Ese desasosiego, esa inquietud y ese temor se mantienen, acrecentándose,
hasta la última página, en que el lector respira con alivio: todo parecía
insinuar una deriva aterradora, pero todo se mantiene en su temperatura: la
historia parece volver a su punto de partida. La historia de historias que es Por si se va la luz daba para mucha
oscuridad, pero Lara Moreno ha sabido dosificarla, aplicarla con cuentagotas y
no con brocha gorda, como hubiese sido la tentación de alguien con menos
perspicacia narrativa.
Lara Moreno desplaza a sus personajes a un diminuto ámbito rural, a un
ámbito que en principio podría promover una forma de vida arcádica. Es decir,
acogerse a esa identificación tan previsible de lo rural con lo paradisiaco.
Pero la autora nos sorprende: ese ámbito pueblerino, ese entorno rural, ese
pueblo casi deshabitado, acaba siendo un personaje más de la novela, el gran
fantasma de la historia, pues, al no tener perfiles, tenemos que imaginarlo. Lara
Moreno consigue llevar a cabo en su novela una especie de estilización de la
novela de ambientación rural: no hay tipismos, no hay alarde de terminología
específica, no hay un regodeo emocional en la consagración de la naturaleza
frente a la civilización, aunque uno sospeche –en esta novela casi todo hay que
sospecharlo- que la mayoría de sus personajes son prófugos de una civilización
en declive, desertores de un patrón agotado de convivencia y fugitivos a la vez
de sí mismos. Los escasísimos habitantes de ese pueblo fantasmagórico tienen
algo de náufragos. Una Organización igualmente fantasmagórica, de la que no
sabemos absolutamente nada, se ocupa al parecer de facilitarles ese reducto
artificial. Unos gitanos de los que tampoco sabemos absolutamente nada tienen
la función de proveedores.
Al terminar de leer Por si se va la
luz, sabemos de sus personajes tanto como ignoramos. Llegan desde un pasado
que se nos oculta, viven un presente provisional y les espera un futuro que ni
ellos mismos pueden intuir. Lara Moreno ha logrado mantener infaliblemente ese
pulso de mostrar y de ocultar, de decir y de callar. Lo evidente no siempre es un
dato. Lo secreto puede suponer una información. Vamos intuyendo. Vamos
construyendo la historia a medida que avanzamos en ella. Pero la vamos
construyendo a partir de conjeturas, a partir de intuiciones derivadas de lo
que la autora nos va ofreciendo y también de lo que nos escamotea.
Otro acierto de esta novela llena de aciertos es el de ser crudamente
fisiológica. En ella se describe, sin filtros, la enfermedad, el sacrificio de
animales, la sexualidad, esa especie de supuración continua que es la vejez… Que
nadie espere evanescencias líricas aquí. A Lara Moreno, ni por concepción ni
por estilo, se le escora jamás la sensibilidad a la sensiblería. No hay afán de
endurecer las cosas, pero tampoco de ablandarlas. La suya es una mirada fría,
aunque sigilosamente implicada.
Por si se va la luz tiene algo
también de fábula. Una fábula de la necesidad de aislamiento y de la necesidad
de acompañamiento. Una fábula de la necesidad del orden y de la necesidad de la
confusión. Una fábula que participa tanto de la utopía como de la distopía, de
lo amable y de lo hosco. Una fábula, en fin, de la rareza intrínseca de nuestra
condición de seres condenados a sentir y condenados a pensar, con un
desequilibrio constante entre lo uno y lo otro.
Una novela, en fin, rotunda y desasosegante.
Felipe
Benítez Reyes
[Publicado en la revista Clarín, diciembre 2014.]