Texto publicado en la revista Quimera, diciembre de 2013
Nunca me despierto
cuando el despertador me llama. Siempre un poco más tarde. El acto reflejo de
posponer la alarma del móvil una, dos, hasta tres veces, lo hago en sueños, lo
hace esa mujer oculta que vive en mí, esa mujer determinante y en paz que duerme
sin que nada la moleste, en ocasiones, ni siquiera el desgarrador grito de su
hija, la pequeña niña de dos años que se despierta en medio de la noche una,
dos, hasta tres veces. Cuando me he levantado hoy ya no había nadie en casa. En
las habitaciones, el resto de la mañana cotidiana: los pijamas por el suelo, la
cuna deshecha, el biberón con restos de leche encima de la cómoda. El café, ya
frío, lo caliento en el microondas, aunque esto suponga un acto previsible de
futura muerte: ¿no hay algo maligno dentro de ese barato electrodoméstico, algo
que nos llevará a la tumba? Cada pequeño acontecimiento alimenticio, cada
movimiento a través de las radiaciones, es una confirmación del terror. No
respiramos aire, respiramos ondas electromagnéticas.
Vivo en una ciudad sin
tiempo. Arrastrando los pies con destreza atravieso la casa, organizo ropas,
vacío y lleno el lavavajillas, estiro edredones, abro el frigorífico: un montón
de verduras se agolpa en los cajones. Son verduras ecológicas, supuestamente no
transgénicas, que nos traen cada semana desde un huerto a las afueras, porque
pertenecemos a un grupo de consumo. A lo mejor esto es un poco de oxígeno, un
poco de autosuficiencia, una ilusa manera de escapar. Seguramente no nos
librará de nada. Pero están mucho más buenas que las otras; son más feas, más
sucias, más reales. Las cebollas y las zanahorias llegan llenas de tierra,
tanto que hay que frotarlas con el estropajo antes de guardarlas. Entre las
cabezas florales de los brócolis duermen gordos gusanos verdes fluorescentes, y
escondidas en los pliegues de las gigantes hojas de acelgas, se arrebujan
arañas de imprudente tamaño. Bajo el grifo todo queda limpio. Mi esperanza se
cuece dentro de la olla: garbanzos, acelgas, ajo, pimiento, patatas y
alcachofas.
Vigilo la olla en el
fuego con el corazón en un puño, que en realidad es el estado habitual de mi
corazón. Ya con los zapatos puestos, apuro la distancia entre las habitaciones
observando los asuntos pendientes. Los asuntos pendientes son una catástrofe
ambiental en mi vida, algo que crece sin remedio, desorbitadamente, algo que
adquiere la contundencia de una plaga bíblica sobre Egipto. Los hay de muchos
tipos, están los calumniosos, los que pertenecen a la región del pánico:
apuntarme a yoga, o a pilates, o a natación, salir a correr, montar en bici, en
fin, la lucha contra la decadencia; quitarme una muela del juicio, ir al
neurólogo, al ginecólogo, al dermatólogo, pedir por favor que alguien me haga
una endoscopia o cualquier otra constatación infame de que puedo seguir
viviendo en relativa calma. Pero también están esos otros asuntos apetecibles,
por ejemplo: acariciar la edición de Nórdica del poema a tres voces de Sylvia
Plath, Tres mujeres, traducido por
María Ramos e ilustrado por Anuska Allepuz, poema que hiere acerca de tres
tratamientos diferentes sobre la maternidad y su metamorfosis, abro con
nerviosismo una página y leo: «Estoy en casa a la luz de la lámpara. Los
atardeceres se prolongan. / Remiendo una falda de seda: mi marido lee. / Con
qué belleza la luz abarca todo esto», y aunque agarrada a esos versos está la
sórdida ironía de Plath, la venganza tibia a la sociedad, a la amargura, yo
siento una envidia descorazonadora de esa imagen. Una envidia incoherente. La
misma que me da el cuadernillo Teherán,
de Bárbara Zagora Cumpián, que su padre ha editado en los «Cuadernos del
Agravio» del Árbol de Poe, en esa imprenta artesanal, la tinta fijando en el
papel de la China cada tipo: «Hermanas prisioneras / concededme la serenidad».
Vivo en una ciudad sin
tiempo, pero no vivo en Damasco, no vivo en el desierto de Níger, no vivo en
Túnez, no vivo en Pekín, cerca de la plaza de Tiananmen, vivo en esta ciudad
sin tiempo donde hoy luce el primer sol helado del otoño y en las amplias
calles de mi barrio vuelan las hojas amarillas y huele a monóxido de carbono,
hidrocarburo y óxido de nitrógeno, pero la ciudad sube hermosa por las avenidas
y todo parece que funciona y todo parece que es posible y al otro lado del
semáforo en rojo ya diviso la escuela infantil donde está mi hija, pinturas en
los pasillos y alboroto, y ella saldrá corriendo al verme y me abrazará las
rodillas y la cogeré en brazos y buscaremos un lugar paraíso donde pasar la
tarde, al explosivo ritmo de los que aún no tienen miedo.