Dice Saša Stanišić: porque saberse algo de memoria es a menudo la cosa más triste del mundo.
En deshonor a los soldados de su libro, ayer monté en un vagón de tren que iba a Vitoria junto a dos legionarios.
En honor a su río Drina, ahora mismo observo un pantano gigante donde una pequeña figurita vestida con camiseta blanca, en la orilla, con el agua a media pierna, extiende el cuerpo en un quiebro y lanza el anzuelo lejos, casi a la altura de los postes de la luz hundidos.
Aunque voy en un autobús por la carretera y tengo los auriculares puestos oyendo a Alela Diane, puedo escuchar perfectamente el taca taca taca del carrete de la caña de pescar. ¿Dónde estarán todas aquellas cañas que había en el cuarto del patio, con su olor a aceite? Yo tenía una roja y moderna. Recuerdo el tacto del sedal.
Uno de los legionarios de ayer estaba hablando por teléfono con su sargento, informándole de los cambios del día. Utilizaba un tono amable, reposado, de fuerza y honestidad, raro. Como cuando te obligan a respetar a alguien a quien admiras. En un momento de la conversación, dijo: “Con usted tengo más feeling, por eso quería comentarle lo de los billetes de tren”. Un legionario pronunciando feeling me hizo suponer que nada permanece en este mundo.
Al despedirse, de forma aprendida e ineludible, cuando la cobertura del móvil no daba para más, el legionario dijo, alto y claro: “¿Se ordena algo, mi sargento?”, lo que me hizo suponer que nada tiembla en este mundo de arraigos.
Dice Alfred Polgar que “el corazón tiene forma de corazón”. También dice que, contrariamente a lo que pueda parecer, alcanza su sublimidad cuando sólo sirve para el latido siguiente, cuando ya no puede ser utilizado para ninguna metáfora o complejidad sentimental. Yo creo que tiene razón y lo he visto con mis propios ojos: cuando ya sólo hay un corazón que late, cuando sólo hay corazón, cuando alcanzas, como por una magia, a recoger ese último pulso en la muñeca, el último recorrido, arrebatador e inmenso.
Cuando el soldado terminó de hablar (el sargento no se ordenaba nada en particular), cogió de la rejilla su mochila del ejército y rebuscó con determinación: sacó un desodorante en spray y, levantándose su blanca e impoluta camiseta de cuello de pico, roció con él toda su musculatura, muy serio.
Mi abuelo siempre olía bien, a hombre caballero y de espalda recta expendedor de piropos y maldiciones. La distancia que va de proa a popa es la misma que va desde “querida, s’entraña mía” a “me cago en la hostia puta que te parió”, por ejemplo (con ese intermedio tan saludable: mirarse y remirarse con dieciséis años, antes de salir, en el espejo de la entrada de su casa de Isla Cristina, observar que el vestido nuevo se ajusta a la curva lo suficiente, con todas las dudas, y él, desde su mesa, pelando unos melocotones enormes, te dice: “estás de puta madre p’arriba”. Para salir a la calle pisando fuerte).
Pero tan buen olor, a perfume, a pasta de dientes, al sudor limpio de las horas de playa y luz, a ese narcótico de la infancia que era el olor a peces todavía vivos, boqueantes, al aceite dorado de los utensilios de pesca, al gasóleo marinado de los motores, a la sal hinchada.
Te recuerdo cada día, con intensidad variable en la marejada alta de llorar, a golpe de foreño, y siempre con fondo de felicidad, viento de levante favorable, esa quietud caliente de los pies enterrados en la arena, el mar chupando conchas, viendo llegar tu barco.
Capitán.