martes, 25 de mayo de 2010

10 de mayo de 2010

Isla, isla, isla.

Barco.

Amanece con el sol deslizándose entre las nubes del fondo, yo despierto a las siete de la mañana. Tengo que hacer tiempo; el desayuno lo ponen a las ocho. (Creo que es la primera vez que me ocurre esto.)

Hago fotos, me siento en el suelo de la habitación, miro a los perros desperezándose desde la terraza.


Queremos ir a Lopes Mendes y lo hacemos a pesar de que de pronto todo es gris y llueve. El barco nos lleva a las diez y nos recoge a las tres.

Llueve. No quiero ir pero subo a la embarcación. No llevo suficiente ropa de abrigo. No llevamos comida porque nos han dicho que allí venden, en la playa. Hay casi una hora de travesía. Llueve, tengo frío. Boicoteo el viaje como puedo pero no hay marcha atrás. Toda la belleza de pronto me da lo mismo si hace frío y estoy empapada y voy en un barco que me lleva a una playa donde no hay nada donde guarecerse. Pero cuando llegamos allí todo es distinto. Nos dijeron que en Lopes Mendes el tiempo era otra cosa porque la playa es más abierta y el aire se lo lleva todo rápido. Y es cierto. Hace sol. Cruzamos un trecho de Mata Atlántica y nos absorbe el suelo pegado de hojas y las cañas gigantes. Al otro lado, la playa efectivamente se abre y la espuma de las olas nos llega como brillantina hasta los ojos. Ya es verano. Ahora hay que desvestirse y caminar, buscar un hueco en la extensión de la arena (no hay nadie, ocho, diez personas) y estirar la única toalla, pequeña, recia y recién comprada.



Hacemos amigos. Muchos, en realidad. Varios bonaerenses, una holandesa, una peruana, una colombiana y un chico de Londres que es, y más aún en este espacio, igual que Sawyer.

Yo no hablo con nadie en el barco de vuelta porque me tiro en la cubierta a leer a Felisberto Hernández. Mientras más se mece la embarcación, más me concentro. A este autor me lo recomendó Juan Cárdenas en la Machado. Fue un acierto traerlo a Brasil; en São Paulo, Alicia Torres me habló tanto de él. Al morir, estaba tan gordo que tuvieron que sacar su cadáver por el balcón. En la foto de la solapa, sin embargo, está canijo, con el pelo crespo y rizado, sentado al piano, y me recuerda a Miguel Ángel.



Mientras más me calienta el sol sobre la frente, más me concentro. Luego empiezo a pensar en otras cosas. Es difícil olvidarse de todo, incluso balanceándose en medio del Atlántico, en un navío de madera blanca.

martes, 18 de mayo de 2010

BRASIL, número uno

9 de mayo de 2010

Ilha Grande, Estado de Río de Janeiro, Brasil

Así que esto es el Trópico de Capricornio.

Escucho caer la lluvia en los tejados de madera y caña, no ceja. También escucho las olas porque están aquí, moviéndose a un palmo.

Tras 14 horas de autobús hemos llegado desde São Jose do Rio Preto a Angra dos Reis, haciendo parada al amanecer en São Paulo. Llevo seis días en Brasil pero hace apenas un rato que empecé a mirar. Lo de antes: São Paulo con todos sus mega-adjetivos de infinitud. Desde un centro de congresos no puede admirarse una ciudad, aunque mi habitación estaba en el piso 16 del hotel y los amaneceres rabiaban un skyline gris y hasta lo lejos. Recordaré algo de São Paulo: a mediodía, desde el edificio de las conferencias, podíamos ir andando hasta el restaurante donde almorzábamos: ese tramo de la calle, no más de dos o tres cuadras, era Brasil, era São Paulo y era el extranjero. Todos los olores amortiguados por el aire acondicionado de las salas subían ahí hasta mi nariz: olor a frito, a caramelo, a espesura, como a algo derretido en plena urbe. Los viejos, las niñas guapas, la esquina del comercio frente al puesto con ruedas de jugos de piña y bolas de pan con queso. El corto camino entre el edificio y el restaurante tiene también otro recuerdo: las conversaciones a paso despacio con Leonor, contándonos cómo su apellido, Scliar, llegó de Besarabia a Porto Alegre, parándonos en las esquinas, esquivando a los viejos que fuman y a las niñas guapas. Ojalá ese pequeño camino de libertad hubiera durado tardes enteras, para que Leonor Scliar, nacida en 1929, nos hubiera hablado con serenidad y emoción, sonriente, de cualquiera de las dos mil quinientas cosas interesantes de las que sabe hablar.

Ahí se acaba la ciudad se São Paulo para mí. Esta mañana amanecí en una de sus estaciones de autobús, como una zombie me monté en el metro, lleno de gente joven que aún no se había acostado, y llegué a otra estación para coger otro autobús donde me pasaría montada la mayor parte del día de hoy, entre el asombro y el sueño.

Nuestro viaje empezó realmente anoche, pero es extraño llevar ya una semana en el país y haber estado adormecida y expectante. Las rarezas de la existencia se suceden una tras otra, se acumulan como el café cargado. Acaban teniendo el mismo efecto, entre el narcótico y la angustia. Luego se pasa. No más café, no más hiperrealismo. Un poco de silencio y de olas.

Hoy he visto por primera vez la vegetación del trópico. El autobús ha ido dejando atrás las carreteras tipo oeste americano y se ha adentrado en el bullicio. Es mejor no explicarlo. Nunca vi nada igual, ni parecido. Es el espesor, la condena, la vitalidad. Altas montañas ceñían la calzada y dentro de ellas un más adentro y más adentro aún. A veces, en las curvas cerradas, se abría el paisaje al mar o a valles fosforescentes de humedad. Desde aquí, la Tierra es invencible. Capricornio todopoderoso. Han pasado las horas y el autobús se iba vaciando en cada parada: calles de barro, techos de latón, gente en bicicleta haciendo equilibrios con el paraguas abierto, las palmeras ahogándose con los altos pinos.

El cristal del autobús me ha impedido, supongo, tantas cosas. O quizá es esa extrañeza de la existencia, esa indefinible amortiguación de los sonidos. He caído en profundos sueños incómodos, he intentado leer, he pensado en que a los treinta nada pasó pero a los treinta y uno me he vuelto miope y tengo alguna cana. Entre otras cosas.

A la isla hemos llegado como en un sueño. Montados en un catamarán grande, rápido, mojados el pelo, la cara y el equipaje, nos hemos alejado de la costa adentrándonos en la niebla. Tras una hora de travesía, hemos llegado a Ilha Grande. Primero fue la isla de los piratas, luego de los leprosos y por último un centro penitenciario para presos políticos y asesinos en serie. Sí, su verde oscuro, su sinuosidad bajo la niebla, dan miedo. Pero el embarcadero nos ha recibido como todos los embarcaderos de los paraísos: con algarabía, cuerdas mojadas, maletas y enormes pájaros negros sobrevolándonos. No hay hipérbole: son enormes. No quiero saber de qué se alimentan, además de peces. Agachan los cuellos como los buitres cuando pasean por la orilla. Deben de ser primos hermanos.



Un poco más tarde uno se da cuenta de que estamos, también aquí, en el siglo XXI. Internet, surferos y gente que mira el fútbol en pantallas planas. Pero esa primera toma de contacto en el embarcadero, bajo una lluvia fina, parados frente a nuestro equipaje y frente a nuestro estupor, ha sido atemporal, decimonónica, de los primeros años 20. ¿Adónde hemos llegado? La isla se extiende, alta y verde, kilómetros y kilómetros atrás. El movimiento de las olas es fuerte y constante a pocos metros de mi cama. La lluvia no ceja, se vuelca del cielo sin melancolía. Ni siquiera son las once de la noche, y uno juraría que entró la madrugada.

Así que esto es el Trópico de Capricornio.

lunes, 17 de mayo de 2010

Dos nuevos amigos y Los Noveles

De nuevo hay pequeñas grandes cosas que contar:
regresé ayer de Brasil, y en la puerta de mi casa encontré dos paquetes. Eran estos dos regalos.
Estoy sorprendida, son especialmente hermosos ambos libros, especialmente bien trabajados, bien editados, rigurosos, cuidados. El primero, Siglo XXI, es casi un manual, más de 500 páginas a cuento y poética por autor, edición cuidadísima de Valls y Pellicer, lo miro y sueño con que dentro de muchos años sea un libro de culto consultado en bibliotecas de madera. El segundo, El libro del voyeur, en el que Pablo Gallo lleva trabajando mucho tiempo, contactando con minuciosidad con cada autor, buscándole salida al libro, dibujando, es una delicia. Ha quedado brillante, original, curioso. Estoy muy orgullosa de estar dentro de los dos. Anunciaré próximas presentaciones, recomiendo ambos libros, la ristra de compañeros es para no perdérsela. Gracias a todos. Y felicidades.


Por otra parte:
en este número de Los Noveles la Menuda ha descansado. Por motivos ajenos, obviamente, a su menuda voluntad, más bien por compromisos de su autora. En el próximo número estará de vuelta. Sin embargo, la revista ya está publicada, espectacular como siempre, y esta vez con un invitado, para mi gusto, de lujo: un cuento de Pablo Gutiérrez.

domingo, 2 de mayo de 2010

El robot invencible y la bailarina

A veces todo lo que tenemos dentro es una isla desierta.

Ya nos hemos hecho mayores y sabemos que existen los tsunamis.

Si el tsunami se lleva por delante la isla desierta es un problema.

Cada vez nos queda menos tiempo para la rabia.

Ahora empleamos el esfuerzo en cansarnos.

Todo esto suena muy mal.

Suena como a renuncia.

A pastillas para dormir o sucedáneos.



Así pasa el día a día en el Mundo de Los Vivos.

El Mundo de los que Creen Estar Vivos.

La Ciudad Rebosante de Pequeñas y Angustiosas Islas Desiertas.

Nos levantamos.

Algunas mañanas nos da tiempo a lavarnos.

De todas formas a lo largo del día lo que hacemos es ensuciarnos.

Luego nos acostamos.



Pueden pasar años sin que nadie se dé cuenta de que todo está iluminado.

A pesar de que haya lugares que se estén oscureciendo para siempre.

A pesar de que aumenten nuestras dioptrías por cualquier exceso.

A pesar de que las nuevas tecnologías sean lo más parecido a la demencia senil.

Pueden pasar años.

Pero siempre vendrá el Robot Invencible a avisarnos.

La Bailarina del Corsé Desabrochado.

Cualquiera de ellos.

Ambos tienen el tamaño de un jilguero.

Ambos viven en el papel maché.

Ambos saben lo que dicen:

Existe un mundo en el que Todo Está Iluminado.



Sólo es necesario no darle cuerda al reloj.

Olvidarnos.

Recordarnos.

Cada isla desierta tuvo su momento de felicidad.

Su desquiciante azul en la memoria.

Cada isla desierta es un lienzo que una vez fue blanco.

Luego llegó la Mano de la Magia y lo cubrió.

Lo hizo aún más hermoso.

La Mano de la Magia lleva pulseras tintineantes.

Lleva anillos que sirven para brillar y nunca son alianzas.

Lleva un discreto perfume a mar.

A veces no lleva nada, está desnuda como nuestro propio náufrago.

El náufrago que hoy se ha levantado.

Ha dejado todo lo que tenía.

Y ha venido a la Fiesta de los que Saben que el Mundo está Iluminado.


Este texto fue escrito para la exposición de Rebeca Le Rumeur, Del azul, el 11 de marzo del 2010