9 de mayo de 2010
Ilha Grande, Estado de Río de Janeiro, Brasil
Así que esto es el Trópico de Capricornio.
Escucho caer la lluvia en los tejados de madera y caña, no ceja. También escucho las olas porque están aquí, moviéndose a un palmo.
Tras 14 horas de autobús hemos llegado desde São Jose do Rio Preto a Angra dos Reis, haciendo parada al amanecer en São Paulo. Llevo seis días en Brasil pero hace apenas un rato que empecé a mirar. Lo de antes: São Paulo con todos sus mega-adjetivos de infinitud. Desde un centro de congresos no puede admirarse una ciudad, aunque mi habitación estaba en el piso 16 del hotel y los amaneceres rabiaban un skyline gris y hasta lo lejos. Recordaré algo de São Paulo: a mediodía, desde el edificio de las conferencias, podíamos ir andando hasta el restaurante donde almorzábamos: ese tramo de la calle, no más de dos o tres cuadras, era Brasil, era São Paulo y era el extranjero. Todos los olores amortiguados por el aire acondicionado de las salas subían ahí hasta mi nariz: olor a frito, a caramelo, a espesura, como a algo derretido en plena urbe. Los viejos, las niñas guapas, la esquina del comercio frente al puesto con ruedas de jugos de piña y bolas de pan con queso. El corto camino entre el edificio y el restaurante tiene también otro recuerdo: las conversaciones a paso despacio con Leonor, contándonos cómo su apellido, Scliar, llegó de Besarabia a Porto Alegre, parándonos en las esquinas, esquivando a los viejos que fuman y a las niñas guapas. Ojalá ese pequeño camino de libertad hubiera durado tardes enteras, para que Leonor Scliar, nacida en 1929, nos hubiera hablado con serenidad y emoción, sonriente, de cualquiera de las dos mil quinientas cosas interesantes de las que sabe hablar.
Ahí se acaba la ciudad se São Paulo para mí. Esta mañana amanecí en una de sus estaciones de autobús, como una zombie me monté en el metro, lleno de gente joven que aún no se había acostado, y llegué a otra estación para coger otro autobús donde me pasaría montada la mayor parte del día de hoy, entre el asombro y el sueño.
Nuestro viaje empezó realmente anoche, pero es extraño llevar ya una semana en el país y haber estado adormecida y expectante. Las rarezas de la existencia se suceden una tras otra, se acumulan como el café cargado. Acaban teniendo el mismo efecto, entre el narcótico y la angustia. Luego se pasa. No más café, no más hiperrealismo. Un poco de silencio y de olas.
Hoy he visto por primera vez la vegetación del trópico. El autobús ha ido dejando atrás las carreteras tipo oeste americano y se ha adentrado en el bullicio. Es mejor no explicarlo. Nunca vi nada igual, ni parecido. Es el espesor, la condena, la vitalidad. Altas montañas ceñían la calzada y dentro de ellas un más adentro y más adentro aún. A veces, en las curvas cerradas, se abría el paisaje al mar o a valles fosforescentes de humedad. Desde aquí, la Tierra es invencible. Capricornio todopoderoso. Han pasado las horas y el autobús se iba vaciando en cada parada: calles de barro, techos de latón, gente en bicicleta haciendo equilibrios con el paraguas abierto, las palmeras ahogándose con los altos pinos.
El cristal del autobús me ha impedido, supongo, tantas cosas. O quizá es esa extrañeza de la existencia, esa indefinible amortiguación de los sonidos. He caído en profundos sueños incómodos, he intentado leer, he pensado en que a los treinta nada pasó pero a los treinta y uno me he vuelto miope y tengo alguna cana. Entre otras cosas.
A la isla hemos llegado como en un sueño. Montados en un catamarán grande, rápido, mojados el pelo, la cara y el equipaje, nos hemos alejado de la costa adentrándonos en la niebla. Tras una hora de travesía, hemos llegado a Ilha Grande. Primero fue la isla de los piratas, luego de los leprosos y por último un centro penitenciario para presos políticos y asesinos en serie. Sí, su verde oscuro, su sinuosidad bajo la niebla, dan miedo. Pero el embarcadero nos ha recibido como todos los embarcaderos de los paraísos: con algarabía, cuerdas mojadas, maletas y enormes pájaros negros sobrevolándonos. No hay hipérbole: son enormes. No quiero saber de qué se alimentan, además de peces. Agachan los cuellos como los buitres cuando pasean por la orilla. Deben de ser primos hermanos.
Un poco más tarde uno se da cuenta de que estamos, también aquí, en el siglo XXI. Internet, surferos y gente que mira el fútbol en pantallas planas. Pero esa primera toma de contacto en el embarcadero, bajo una lluvia fina, parados frente a nuestro equipaje y frente a nuestro estupor, ha sido atemporal, decimonónica, de los primeros años 20. ¿Adónde hemos llegado? La isla se extiende, alta y verde, kilómetros y kilómetros atrás. El movimiento de las olas es fuerte y constante a pocos metros de mi cama. La lluvia no ceja, se vuelca del cielo sin melancolía. Ni siquiera son las once de la noche, y uno juraría que entró la madrugada.
Así que esto es el Trópico de Capricornio.