Berlín, 17 de abril. En la taberna más antigua de la ciudad.Siete cabezas prácticamente blancas y burguesas, reunidas en martes para beber cerveza fresca de jubilados, nos miran al entrar en la taberna con detenimiento y algo de reprobación. La comida es buena y autóctona, y a pesar de la madera oscura de las paredes, las mesas y los bancos, en el baño de señoras hay una pintada tras la puerta. Es como una nota dominante de Berlín, nada es lo que parece. O quizá sí, pero no para los recién llegados. Tras la puerta, el dibujo de una mujer obesa y descarada, sentada en un váter, con ligueros negros como única prenda que aprieta sus muslos exagerados, el vientre redondo y los pechos inmensos (de pezones caídos y grotescos), que apuntan al delirio y a un peculiar sentido del humor estético. ¿Hay normas? No lo sé. El resultado me gusta. Todas las señoras de cabezas blancas y pose histórica europea, al bajarse las enaguas con sus vejigas flojas llenas de cerveza, mirarán inevitablemente los pezones obscenos de la mujerona de la puerta, disparando desafiantes hacia los suyos, blanquecinos, casi transparentes; y quizá alguna sonría, al tiempo de la última gota de orín, melancólica y sobrecogida.
El césped. Berlín, 19 de abril.
Sopla el viento bajo el sol en el Berlín de mediodía. Estoy tumbada en un césped bien cuidado, donde todo el mundo se estira, buscando calor y horizontalidad. Ayer pasamos frío y yo he forrado mi cuerpo de lana. El movimiento y la flexibilidad son complicados. El río está enfrente de mí. Y a la espalda, una catedral oscura y rimbombante. A mi costado derecho un museo de pórtico romano. Al izquierdo, grúas, hierros, y moles de cemento.
Bajo el ruido de coches de la avenida, puede oírse el sonido de las ruedas de las bicicletas y las hojas secas moviéndose con el aire. También una fuente.
Hay gente joven y gente vieja. La edad media está trabajando por nosotros. Me gusta Berlín. Ayer fuimos a la puerta de Brandemburgo. Al Reichstag. A uno de los monumentos judíos. A un pequeño bosque. A Postdam Platz. Berlín es una ciudad nueva. Tecnología alemana a su alcance, reinventada, poderosa, y con un extraño e irónico sentimiento de humildad. Es cierto, es una ciudad clara y amplia, de pájaros grandes picoteando en los jardines con andares de pingüino.
Miguel ha ido a un museo egipcio, y yo estoy tumbada en el suelo, echando de menos la decadencia de Jane Bowles, que se ha quedado en la mesilla de noche. Podría estar horas aquí, si tuviera un libro. Guardo una manzana y un bocadillo de queso en la bolsa, por si me da hambre.
Ahora suenan las campanas de la iglesia, míticas y eternas. No sé si anuncian la hora o el momento. No van a parar.
Del césped al mercado.
Hoy me he levantado tarde y he bajado al desayuno cuando estaban a punto de retirarlo. Mi humor es bueno, aunque hay algo funesto en el fondo de mis sueños, posiblemente debido a las noticias que recibí antes de marcharme y a la conversación telefónica y surrealista que mantuve con mi padre. O quizá sea otra cosa, pero no me lo planteo. No quiero interpretar los movimientos de tierra y recuerdo. No es demoníaca la vida, pero no es, tampoco, una sábana santa y jugosa de confitura de limón. Masticar la linealidad de los elementos y abrir exageradamente la boca cuando un punto de inflexión caiga en anticiclón, rojo sobre negro. No negro sobre blanco.
El viento despeina mi flequillo recién lavado, pero esta vez, el sol no desaparece. No me asusta el viento. La gente es pacífica en esta plaza de puentes, sin murallas. Quiero que vuelva Miguel, que salga del museo, aunque estoy bien aquí sola.
Ahora sí, el sol se esconde por momentos. Me he sentido cansada y atrapada por los leotardos que llevo bajo los vaqueros y he decidido ponerme en marcha. Además, mi vejiga iba a explotar. En el museo egipcio no me han dejado entrar al baño sin pagar el ticket, así que he arrastrado mis pies hacia el mercado que hay debajo de la estación y me he sentado en una terraza con mesas de jardín. Hay bullicio en los tenderetes. Antes hemos comprado té oloroso, mostaza y mermelada de lima. Me pido un café con leche (me lo traen suave y rebosante de espuma). Miguel acaba de llamarme. Dice que le duelen los pies. Que ahora viene.
Una mujer alemana, rubia, ancha y de pantalones remangados, ha interrumpido el leve murmullo de la plaza, bajo las vías del tren. Gritaba, muy enfadada. Una lástima no entender su idioma. Al principio el ambiente era extrañado y tenso, luego la gente se ha reído de ella, creo. Muy digna, ha seguido su paseo por los puestos de plantas aromáticas con el ceño fruncidísimo. Acabo de ver a Miguel entre las sombrillas. Se está acercando con la sonrisa puesta.
