Por fin unas pocas estelas blancas cruzan partes del cielo.
La sensación de sol desaparece, merma. Suficiente para respirar, para empezar a
deprimirse: es domingo, algún vecino de esta cerrada urbanización de adosados
ha contratado a unos jóvenes con escaleras y sierras mecánicas; podan sus setos
como si vivieran en un palacio. Los niños afuera revolotean con indiferencia.
Los adultos, en chándal, bromean, fuman, se sienten laureados en el último día
de la semana. Coches excesivos aparcados junto a las casas. Pero el chándal, el
corte de pelo, las típicas palabras, el gesto en los ojos: no concuerdan. ¿Por
qué imagino la tristeza de las familias en este conjunto feo de adosados? ¿Por
qué todo me parece la representación de la infelicidad? Es un prejuicio hipócrita.
Una falsa soberbia. El miedo propio.
Pertenezco, ahora mismo, a esta comunidad de vecinos. La
normalidad es apabullante. Por dentro, supongo, todo gritos, histeria,
infantilismo, ratos de placer. Problemas de dinero, problemas de adaptación,
eyaculación precoz o bruxismo. La vida misma. Me dispongo a huir. Recojo a mi familia
y nos vamos; hoy es el último domingo que viviremos aquí. Nuestro último
domingo periférico. Estas mininubes acentúan el espejismo premudanza. Tantas
cosas que hacer en los armarios. Me deshago de ollas de latón de la época
victoriana. El pasado en bolsas de basura, el pasado inútil en bolsas de
basura, el presente en una bolsa de basura negra, imposible de reciclar, con
ella se asfixiará un pelícano.
Vuelvo a la colmena. A la intoxicación. Al anonimato. Ahora
mismo, el país es una mierda. Todo lo que ocurre es tenebroso, ridículo o
amenazante. Menos cuando la sangre nos salpica y se nos introduce en los
agujeros de la nariz, menos cuando la sangre ajena o propia nos mancha un
diente, nos deja una marca en el cuello blanco, esta realidad de mierda está
cubierta de una pátina tipo neopreno, tipo metacrilato, tipo acero blindado que
consigue que todo nos dé lo mismo, que todo nos parezca (un poco) de mentira.
Somos la petulancia, la contradicción, el mal pueblo. Hablo por mí, yo siempre
hablo por mí. En esta urbanización de adosados lacrimógenos, se me acentúa la
sensación. Convertir el vértigo en irrealidad, pasar de todo. Quiero salir a la
calle, alzar las manos. Y también quiero, cómo no, salvarme el culo. Lo siento: lo necesito. Dicen que el
cupo de desgracias per cápita es infinito, pero me niego a tolerar ni una más.
Empiezo a desear fervientemente que todo pase: la mierda de país y los trágicos
murmullos personales. No sentirme culpable por querer hablar solo de cine, de
libros, de las proteínas de la leche y del refuerzo de goma en los zapatos para
los primeros pasos. No sentirme culpable por no tener fuerzas ni para asumir un
simple resfriado. Incluso un simple resfriado puede ser el enemigo. Adiós,
desgracia.
Vuelvo a la colmena. A la ciudad que nunca dejé de amar.
Haré el esfuerzo por conservar a los pocos e imprescindibles
amigos de este lugar. Bailaré el esfuerzo de encontrarme con los viejos. No sé
qué más haré. Recojo a mi familia y huimos hacia el barullo buscando la calma.
La distancia, el aire intoxicado, recorrer los parques y las avenidas. Trabajar
duro: es un milagro sobrevivir, al fin y al cabo.