miércoles, 29 de noviembre de 2006


He olvidado decirte algo.

El reloj digital que se sitúa abajo a la derecha acaba de marcar las cinco en punto de la mañana. Otra vez las calles. Esta vez distintas, casi paralelas (y las calles de esta ciudad, tan difícilmente paralelas). He sonreído varias veces al volver a casa. Con recuerdos, con distancia incluso, con una sensación parecida a la satisfacción de que todo haya cambiado y que a la vez siga siendo la misma cosa. La calle Ruiz ha desembocado en Manuela Malasaña y mi boca ha hecho un logaritmo de dientes. A pesar de la soledad, de la transparencia de los portales cerrados, y de la incómoda imagen de estas avenidas desnudas de piernas a una hora tan inoportuna, he sufrido la alegría de que las calles sigan en su sitio justo, de que volver a casa sea volver a casa: tú acompañándome hasta Velarde, esa esquina larga de Fuencarral y tus ojos achinados por el alcohol; a pesar de eso, la conversación nuestra, como a punto de empezar, siempre extendida, corroborada.

Luego ese punto medio entre tu casa y la mía. Los pasos quedan rápidos y casi rítmicos, ahora el Dos de Mayo (un basurero negro vestido de verde), después la calle Ruiz, ya te he dicho, Manuela Malasaña, primera sonrisa inevitable. No me he cruzado con nadie. He oído gritar a un callejero durmiente a mis espaldas, pero ya mi casa estaba ahí, al final de los chicos del Workcenter que trabajan nocturnos y diplomados, solos en ese gran escaparate informático. El videoclub norteamericano es ahora una tienda de muebles de oficina con estilo propio, y en la heladería argentina, tan cool, siempre hay alguien abrillantando el mostrador, con las luces encendidas y los ojos apagados. Llevo viviendo más de dos años en el mismo edificio, nunca me falló la llave. Nunca me falló el pasillo, pero a veces se me hizo tan largo. Ahora la taza del váter me acoge con su movimiento de géiser, y mi cuarto recién limpiado lleva los restos de tu ropa y de tus rizos.

He sentido la disciplinada alegría de vivir aquí, en esta casa, en esta calle, en esta ciudad, a dos palmos enredados de tu escritorio y de tu cama. Que pasear la madrugada siempre sea este delirio pausado de nuestros pies, eligiendo las direcciones a golpe de brújula traicionera.

jueves, 23 de noviembre de 2006



Una única borrachera,
la hora de los amigos,
de los rebeldes.

miércoles, 22 de noviembre de 2006












Esta vida incontrolada.
El pánico a las estrategias.
La inseguridad paralizándome
las cejas y el vientre y
arrancándome el corazón,
corazón inestabilizado
e hirsuto y despiadado
y mártir y prohibido
y demacrado y desolado
e inflado y corrupto
y apócrifo y nunca
corazón.
Ya no sé qué
guardo entre las costillas.
A qué animal suicida
alimento de mentiras
y otros lujos.

lunes, 20 de noviembre de 2006


(A lo mejor la sangre contenía el resultado de la ecuación. No debimos tirar de la cisterna sin antes analizarla, ahora que lo pienso. Tendremos que seguir amándonos sin pronóstico.)


Dos metros cuadrados de cuarto de baño dan para todas las conclusiones que levantan los miedos.
Pero no un miedo de temblar y de rodillas clac clac clac.
Es otro miedo peor y mejor para el diafragma.
La puerta blanca, un escalón para subir el váter y el gran termo con cables coronando el cielo.
También la calle en domingo y el vestido rojo de cuello alto.
Ya sé, abrir el sitio del placer y sobrevolar cuando aún quedan dos caladas verde hierba.
Para ahuyentar.
Hacer repaso de todos los centímetros: ocho, nueve, diez, once…, etcétera.
El cine en domingo, abarrotado, el vestido rojo de cuello alto.
Plaza Jacinto Benavente, no es Doisneau, pero huele a 1950 mordeduras.
Luego la torre de plaza de España se recorta en lo que queda de atmósfera, y en los escalones donde una tarde leí dos o tres poemas ahora mastico una hamburguesa y recuerdo las manifestaciones contra la globalización. El contrincante me sigue la charla mientras moja los dedos en salsa de queso artificial. Ahora los moja en salsa artificial.
Sí, el caballo lacio de don Quijote no rechista, porque el vestido rojo de cuello alto conserva en mi piel todas las normas esperanzadas, querer cerrar el sitio del no placer y apurando la última calada, ya sé, busco la entrada del cine en el bolsillo, chupo la chocolatina, encojo las piernas y me entrego al proyector en domingo.

Una vasta oportunidad, acierto a maldecir a algunos antepasados. ¿Es que es tan difícil continuar, batir un récord?

Si un ilusionista funámbulo se hiciera cargo de mis tesoros e instalara cortafuegos…

Pero óyeme bien. El mar existe.

El vestido rojo de cuello alto queda colgando del borde del lavabo, como una prenda inútil y sangrienta que guardara la combustión de un par de milagros que se abofetean.
Tiene sentido estar desnudo en este día de la semana.


(el grabado es de José Miguel Rojas)

viernes, 17 de noviembre de 2006


Los viernes, cuando se acaban,
empiezan.

El miedo enmascarado.
La súbita impaciencia.
Dejar que pase el tiempo,
que nos destruya.
No tengo hambre.
De la ilusión óptica
al mordisco.
Luego, una duda despeinada
y con voz de caverna.
No decir jamás la verdad.
Me miro en el cristal del
metacrilato:
soy yo.

(Es Bea)

lunes, 13 de noviembre de 2006


(auto-ordenanzas)


No digas nada de lo que sabes.
Guarda el secreto de tu experiencia (hecha, por otro lado, de torpes renuncias y rencores y miles de recuerdos ensopados).

Acércate con paso tenue, eso sí, pon tus manos aquí, una a una sobre mi vientre, y párate a escuchar.

Los peces son capaces de gritar.

sábado, 11 de noviembre de 2006


(TALLER DELLWOOD)


Te huelen los dedos a langostinos. Pero no importa. Es cuestión de tiempo, y todo volverá a su lugar de origen. El olor del langostino cocido, y tu piel.

Podemos servirnos la cena sin avisar, casi sin mirarnos a los ojos. Nadie se daría cuenta de que tú y yo nunca nos miramos a los ojos. A mí no me importaría hacerlo contigo. (Mirarte a los ojos sin avisar.) Pero esta sensación de aire húmedo, de pared enterrada durante siglos, esta sensación asfixiante de pobreza, hace que a veces tu lugar me recuerde a una tumba. Y tú y yo, y posiblemente todos los demás, todos los aquí reunidos (déjalos que hablen, que se huelan el aliento, que muevan la lengua dentro de la boca, cada uno con la lengua metida en su propia boca), no somos capaces de morirnos todavía. A menudo nos encontramos una mancha, un lunarcito que se ha movido del sitio, no sé, alguna infección leve. Pero no tenemos ninguna intención de morirnos aún. Aunque tuviéramos que hacerlo, sin más remedio, creo que no lo haríamos. Por eso creo que no debo sentir el acantilado que debe de haber tras tus retinas como una maldición, como una fatalidad. Por eso intuyo que tengo que apartarte los párpados de sitio, alejarlos de tus pupilas, y entrar. Por si acaso no estoy solo allá abajo.

Hoy ha faltado Ivka, con sus melocotones en almíbar. La encontré esta tarde en la puerta de la tienda de fotos, cuando salí de revelar los últimos carretes de la excursión a la catedral, sí, aquel día en que estábamos todos borrachos y hablábamos de las torpezas del saxofonista, como si de repente todos supiéramos tocar el saxo, como si alguno de nosotros no hubiera vendido ya todos los restos del naufragio, el saxo, el laúd, la flauta travesera; y allí la vi, encogidita como siempre, retorciéndose de cualquier dolor antiguo, engañándonos otra vez. Ivka, le dije, Ivka, ¿vendrás esta noche a vernos?

No ha venido. Menos mal que has venido tú.

Casi son las dos de la mañana, y no hemos solucionado nada. Todavía estamos aquí, mirándonos la punta de nariz, somos demasiados. Sabía que no íbamos a estar cómodos, hay muy poco espacio en este armario forrado con tu nombre. Y ellos están al llegar, los estoy oliendo. Huelo sus patas de perro bajando las escaleras, sus rabos pequeños de cabra montesa, soy capaz de olerlos con la misma intensidad con que te olí la otra noche las bragas, por debajo de la mesa, por encima de todas nuestras piernas, te acuerdas, creo que te lo dije al salir, cuando tú me preguntaste qué historia me había parecido la mejor, yo te contesté que no había podido prestar atención a nadie, que mi cerebro estaba completamente ocupado en el olor que me llegaba de tus muslos. Y ni siquiera fuiste capaz, en ese momento. Ni siquiera ahí claudicaste.

-¿Puedes pasarme ese cuenco? Voy a untarme la boca con salsa de mostaza.
-Con salsa de mostaza. Tu boca untada con salsa de mostaza.
-Pero antes te afeitaré el bigote. ¿Alguien trajo cuchillas?
-Siempre llevo cuchillas en el bolso. Toma. Chúpalas primero, por si quedan restos.
-¿Restos?
Todos ríen, apretujados, embelesados, arrobados por el vino y el calor.
-¿Restos de quién?

viernes, 10 de noviembre de 2006


(a María Berasarte)


Me da igual, dijo.

Exactamente igual.

Hoy no elijo.

El viento sopla con irregularidad,
casi con alevosía.

No puedo elegir, dijo.

Me queda chico el mundo.

Y el mundo se apagó
por un momento,
cabizbajo.


(Hay que escuchar cantar a esta mujer)




martes, 7 de noviembre de 2006


Cuando la tos sale
demasiado barata,
cuando donde caben sólo dos
comen muchos más,
cuando es precisamente Sabina
quien me quita
las palabras de la boca,
cuando Cádiz es mañana,
es dentro de un rato,
y no lo parece,
cuando los kilómetros
dejan de tener sentido,
cuando te tropiezas
con todos los muebles,
cuando no sabes qué hacer
y encima la coca sabe a sal,
entonces dime.

Cuando reconoces
que también eres adicto al porno,
y me dices que me
olvide de ti,
me dices, ilusamente,
que puedo hacerlo
(gracias por el cumplido),
intentas desabrocharme
el sujetador
mientras escribo,
intentas llevarme allí
donde el mundo
no te duele,
donde el mundo
no sé si me duele,
donde el mundo
no me duele,
por supuesto.


(foto de Alessandra Sanguinetti)