He olvidado decirte algo.
El reloj digital que se sitúa abajo a la derecha acaba de marcar las cinco en punto de la mañana. Otra vez las calles. Esta vez distintas, casi paralelas (y las calles de esta ciudad, tan difícilmente paralelas). He sonreído varias veces al volver a casa. Con recuerdos, con distancia incluso, con una sensación parecida a la satisfacción de que todo haya cambiado y que a la vez siga siendo la misma cosa. La calle Ruiz ha desembocado en Manuela Malasaña y mi boca ha hecho un logaritmo de dientes. A pesar de la soledad, de la transparencia de los portales cerrados, y de la incómoda imagen de estas avenidas desnudas de piernas a una hora tan inoportuna, he sufrido la alegría de que las calles sigan en su sitio justo, de que volver a casa sea volver a casa: tú acompañándome hasta Velarde, esa esquina larga de Fuencarral y tus ojos achinados por el alcohol; a pesar de eso, la conversación nuestra, como a punto de empezar, siempre extendida, corroborada.
Luego ese punto medio entre tu casa y la mía. Los pasos quedan rápidos y casi rítmicos, ahora el Dos de Mayo (un basurero negro vestido de verde), después la calle Ruiz, ya te he dicho, Manuela Malasaña, primera sonrisa inevitable. No me he cruzado con nadie. He oído gritar a un callejero durmiente a mis espaldas, pero ya mi casa estaba ahí, al final de los chicos del Workcenter que trabajan nocturnos y diplomados, solos en ese gran escaparate informático. El videoclub norteamericano es ahora una tienda de muebles de oficina con estilo propio, y en la heladería argentina, tan cool, siempre hay alguien abrillantando el mostrador, con las luces encendidas y los ojos apagados. Llevo viviendo más de dos años en el mismo edificio, nunca me falló la llave. Nunca me falló el pasillo, pero a veces se me hizo tan largo. Ahora la taza del váter me acoge con su movimiento de géiser, y mi cuarto recién limpiado lleva los restos de tu ropa y de tus rizos.
He sentido la disciplinada alegría de vivir aquí, en esta casa, en esta calle, en esta ciudad, a dos palmos enredados de tu escritorio y de tu cama. Que pasear la madrugada siempre sea este delirio pausado de nuestros pies, eligiendo las direcciones a golpe de brújula traicionera.
El reloj digital que se sitúa abajo a la derecha acaba de marcar las cinco en punto de la mañana. Otra vez las calles. Esta vez distintas, casi paralelas (y las calles de esta ciudad, tan difícilmente paralelas). He sonreído varias veces al volver a casa. Con recuerdos, con distancia incluso, con una sensación parecida a la satisfacción de que todo haya cambiado y que a la vez siga siendo la misma cosa. La calle Ruiz ha desembocado en Manuela Malasaña y mi boca ha hecho un logaritmo de dientes. A pesar de la soledad, de la transparencia de los portales cerrados, y de la incómoda imagen de estas avenidas desnudas de piernas a una hora tan inoportuna, he sufrido la alegría de que las calles sigan en su sitio justo, de que volver a casa sea volver a casa: tú acompañándome hasta Velarde, esa esquina larga de Fuencarral y tus ojos achinados por el alcohol; a pesar de eso, la conversación nuestra, como a punto de empezar, siempre extendida, corroborada.
Luego ese punto medio entre tu casa y la mía. Los pasos quedan rápidos y casi rítmicos, ahora el Dos de Mayo (un basurero negro vestido de verde), después la calle Ruiz, ya te he dicho, Manuela Malasaña, primera sonrisa inevitable. No me he cruzado con nadie. He oído gritar a un callejero durmiente a mis espaldas, pero ya mi casa estaba ahí, al final de los chicos del Workcenter que trabajan nocturnos y diplomados, solos en ese gran escaparate informático. El videoclub norteamericano es ahora una tienda de muebles de oficina con estilo propio, y en la heladería argentina, tan cool, siempre hay alguien abrillantando el mostrador, con las luces encendidas y los ojos apagados. Llevo viviendo más de dos años en el mismo edificio, nunca me falló la llave. Nunca me falló el pasillo, pero a veces se me hizo tan largo. Ahora la taza del váter me acoge con su movimiento de géiser, y mi cuarto recién limpiado lleva los restos de tu ropa y de tus rizos.
He sentido la disciplinada alegría de vivir aquí, en esta casa, en esta calle, en esta ciudad, a dos palmos enredados de tu escritorio y de tu cama. Que pasear la madrugada siempre sea este delirio pausado de nuestros pies, eligiendo las direcciones a golpe de brújula traicionera.