lunes, 20 de junio de 2011
No seré yo quien sepa describir la animalada: acontecimientos de un nuevo amor
Domingo, muy muy caluroso preveraniego. Agitada mañana sudorosa, agitada como moscas en labor (de la pared a la ventana, en círculos, buscando porquería). En estos días, un eclipse, la luna vacía en un pueblo, a veces, de mediocre tristeza. En estos días volvemos a los parques: no somos viejos, somos adolescentes (él se tumba en un banco de madera pintado con grafiti a observar la copa de los árboles, yo mastico un helado). Las listas apretadas de cosas por hacer me cercan, y las tardes, sin embargo, pasan con una pequeña inactividad imposible de evitar. Un nuevo reto conseguido: de ayer a hoy casi termino un cuento largo de Katherine Mansfield; la imagen de esa mujer me lleva a la haraganería de un verano en Cabo de Gata, con una luz perpendicular sin plástico cayendo sobre mi nuca, sobre mi frente, minuto tras minuto. La gran cosa por hacer me aprieta el corazón: 246 páginas escritas hace un año esperan ser corregidas y ahí dentro están la frustración y la dicha. El tiempo pasa por cada página intocada como un año sin agua, sin amigos, el tiempo como una daga. Hoy, en la ciudad, un río de miles de manifestantes se acerca a Neptuno, entre ellos, madrugador insomne, va mi amante, mi cómplice, mi rutina, la excusa de mi felicidad. Yo me quedo aquí, al frescor del salón, oyendo a Sufjan Stevens, porque I fell in love again, all things go, all things go, mi estatua se refleja sobre la lámina de Estes, pero tras mis ojos, tras el temblor de mis manos, la dulce vida hiperrealista se escapa. El peso de las 246 páginas cae como bola de grumo en mi estómago y siento ganas de vómito. A menudo, algunos de mis amigos vienen a verme en autobús y nos sentamos en las sillas verdes del patio (la enredadera está a punto de amarrarnos los tobillos, habría que podarla o huir), les ofrezco bebidas blancas y doradas y fumamos y armamos escándalo con nuestras risas. Pero hoy no viene nadie, porque he de guardar algún domingo de horas lamidas. Escribo, vestida de verano, tumbada en el sofá y no sé si es la hora de comer o la hora del ahorcado. Soy mayor y veo un poco borroso todo lo que está fuera de esta libreta, soy mayor y quiero bailar otra vez (Kevin Johansen u Orbital, lo que sea), regresar al mundo químico del poliéster, confundir el deseo con la nostalgia y recuperar la época de las canciones. Creo que tengo un verdadero motivo para cantar. Uno verdadero para mover el esqueleto. Pero no me responden los huesos (un poco de lumbago, me crujen las rodillas y las caderas, quiero cerrar los ojos y dormir). Quiero cerrar los ojos pero los abro, enfrente de mí el chasis de un carrito azul se revuelve: asoma un trocito de carne blanca, un minúsculo pie se escapa de la sábana y cinco dedos gorrión cáscara golosina en el aire. Tengo un bebé (¡mi corazón se retuerce de sorpresa!). Entonces es cierto. Esa niña que se queja suavemente es mía. Ahora lo entiendo todo: las ojeras en la piel sin brillo, el cansancio convertido en agotamiento, la nueva posición de mi abdomen, el sofisticado antimosquitos en el enchufe del dormitorio, el planning de limpieza semanal en la puerta del frigorífico, la lentitud al leer «Animalitos inexpresivos», Foster Wallace durante días sobre el bidé, algún párrafo leído en voz alta cuando empieza la noche, a pesar de haber sido leído ya el día anterior, y también el anterior, ahora lo entiendo todo: por qué estar aquí, viendo una hortera teleserie alemana en el canal Divinity, es lo mejor que se me ocurre para un domingo como hoy, los pies en alto sobre la mesa, almorzar las sobras del viernes, dejar un yogurt de tofe a la mitad, intentar hacer los ejercicios de Kegel en silencio y olvidarme de hacer los ejercicios de Kegel, que el peso de las 246 páginas se diluya en la zona peligrosa de lo que no da miedo, ahora lo entiendo todo, esta es la vida que he construido y alguien que ni siquiera mide sesenta centímetros se despereza junto a mí, perezosa, le cuesta tanto salir del sueño, su pequeño aliento es lo mejor del mundo, y perezosa vigilo el aire que respira y la espero de este lado, no sé qué hora es, mi ritmo se rige por su llanto y por supuesto ahora lo entiendo todo, no hay duda, volvemos a los parques a buscar la salvación porque el juego del ahorcado no podrá con nosotros.
sábado, 4 de junio de 2011
Palabras de Anne Michaels para un domingo
Amor de hermano, parecido a la vieja barca familiar
a la que llamamos lata: abollada, incómoda,
pero todavía capaz de cortar la piel ondeada del lago.
La familia un estudio de placas tectónicas,
un desplazamiento de pliegues.
Algo dentro cambia de sitio; de repente estamos más cerca o más distanciados.
Hay cosas que los hermanos y las hermanas saben,
el tipo de detalles que un espía utiliza
para probar su identidad,
miedos que se deslizan bajo las altas hierbas de la infancia,
cosas que salen más tarde a la luz; y placeres como tucanes,
el peso de su fulgor inclinando las ramas.
Quién sino un hermano es capaz de llamarte desde el otro hemisferio
para leer un pasaje que describe un extraño
salto en la evolución, cuando los reptiles parecían
"mesitas de café forradas de escamas",
el crecimiento de las crías como "un severo caso de delirium
durante el apogeo de la terapia",
y recordar juntos aquellas criaturas a las que tanto habíamos amado,
con sus gruesas extremidades y espaldas como veleros.
La memoria es una selección acumulativa.
Un cable submarino que conecta un continente
con otro,
electricidad que atraviesa la salmuera de la distancia.
Fragmento de "Miner's Pond", de Anne Michaels, traducción de Jaime Priede
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