lunes, 12 de enero de 2015

Lo que dice Felipe o momentos felices de la vida


REALISMO FANTASMAGÓRICO

Lara Moreno, Por si se va la luz, Lumen, Barcelona, 2013.

Lara Moreno ha deslumbrado con su primera novela, pero detrás de este debut afortunado hay una labor casi secreta de muchos años, una entrega constante y firme a la escritura de ficciones, un minucioso pensar y aplicarse a la ideación de personajes y de circunstancias: el afianzamiento, en fin, de una vocación, ese pacto con uno mismo para convertir la escritura no en una tarea complementaria, sino en una tarea primaria. No en un accesorio de la identidad, sino en la clave de una identidad.
En sus libros de relatos (Casi todas las tijeras y Cuatro veces fuego) había ya una voz turbadora que aplicaba una indagación desasosegante en torno a la condición humana, al optimismo de nuestros sentimientos y al vigor de nuestras desconfianzas de fondo, a nuestras ansias y decepciones, que al fin y al cabo tienen una misma desembocadura: la sensación de extrañeza ante la realidad, empezando por uno mismo. Estaba ya en esos libros su estilo recio y a la vez fluido, su capacidad de llevar la cotidianidad al territorio del extrañamiento, su habilidad para sugerir más que para explicitar, sus elipsis y sus imágenes contundentes, sus lirismos y sus asperezas.
Esta novela viene de ahí. Esta novela viene, en fin, desde muy atrás, desde muy lejos y también muy desde lo hondo. Estamos una escritora que ha sido capaz de cambiar de formato sin renunciar a una de sus cualidades distintivas: la de mantener la narración en un máximo de intensidad, sin caer en la trampa de dar por hecho que una novela es un espacio para la distensión estilística, un ámbito en el que importa más lo que se cuenta que el cómo se cuenta. En ese aspecto, Lara Moreno ha sido insobornable y ejemplar: Por si se va la luz es una novela indesmayablemente intensa, desde la primera línea hasta la última. Una novela de superficie diáfana y de trasfondo muy complejo. Tan complejo, en fin, como sólo puede serlo nuestra existencia, sobre todo si se la sitúa, como es el caso, en un contexto extremo.
No creo que sea prudente hablar mucho de una novela, revelar sus claves ni desentrañar las características de sus personajes, ya que no se debe privar al lector del placer de adentrarse en un territorio del todo desconocido, sin señales orientativas, sin pautas marcadas, sin indicios. No desvelaré mucho de esta novela, ya digo, entre otras cosas porque es más una novela de clima que de trama, más de introspección que de descripción, más de sugerencias que de evidencias. Lo que no quiere decir, ni de lejos, que se trate de una novela inconcreta ni delicuescente, porque la verdad es que está en la otra punta de eso: Por si se va la luz es una obra de dibujo muy nítido, a la que le ocurre lo mismo que a determinada pintura hiperrealista: que, de tanto ceñirse a la realidad, acaba adquiriendo la condición inquietante de fantasmagoría, de realidad objetiva que contiene su germen de irrealidad.
Por si se va la luz tiene un algo de novela de terror. Una novela de terror en la que no pasa nada especialmente terrible, y ahí creo que radica uno de sus grandes aciertos. Desde la primera página, el lector empieza a desasosegarse, a inquietarse, a imaginar desenlaces de gran aparatosidad dramática. A temerse, en suma, lo peor. Ese desasosiego, esa inquietud y ese temor se mantienen, acrecentándose, hasta la última página, en que el lector respira con alivio: todo parecía insinuar una deriva aterradora, pero todo se mantiene en su temperatura: la historia parece volver a su punto de partida. La historia de historias que es Por si se va la luz daba para mucha oscuridad, pero Lara Moreno ha sabido dosificarla, aplicarla con cuentagotas y no con brocha gorda, como hubiese sido la tentación de alguien con menos perspicacia narrativa.
Lara Moreno desplaza a sus personajes a un diminuto ámbito rural, a un ámbito que en principio podría promover una forma de vida arcádica. Es decir, acogerse a esa identificación tan previsible de lo rural con lo paradisiaco. Pero la autora nos sorprende: ese ámbito pueblerino, ese entorno rural, ese pueblo casi deshabitado, acaba siendo un personaje más de la novela, el gran fantasma de la historia, pues, al no tener perfiles, tenemos que imaginarlo. Lara Moreno consigue llevar a cabo en su novela una especie de estilización de la novela de ambientación rural: no hay tipismos, no hay alarde de terminología específica, no hay un regodeo emocional en la consagración de la naturaleza frente a la civilización, aunque uno sospeche –en esta novela casi todo hay que sospecharlo- que la mayoría de sus personajes son prófugos de una civilización en declive, desertores de un patrón agotado de convivencia y fugitivos a la vez de sí mismos. Los escasísimos habitantes de ese pueblo fantasmagórico tienen algo de náufragos. Una Organización igualmente fantasmagórica, de la que no sabemos absolutamente nada, se ocupa al parecer de facilitarles ese reducto artificial. Unos gitanos de los que tampoco sabemos absolutamente nada tienen la función de proveedores.
Al terminar de leer Por si se va la luz, sabemos de sus personajes tanto como ignoramos. Llegan desde un pasado que se nos oculta, viven un presente provisional y les espera un futuro que ni ellos mismos pueden intuir. Lara Moreno ha logrado mantener infaliblemente ese pulso de mostrar y de ocultar, de decir y de callar. Lo evidente no siempre es un dato. Lo secreto puede suponer una información. Vamos intuyendo. Vamos construyendo la historia a medida que avanzamos en ella. Pero la vamos construyendo a partir de conjeturas, a partir de intuiciones derivadas de lo que la autora nos va ofreciendo y también de lo que nos escamotea.
Otro acierto de esta novela llena de aciertos es el de ser crudamente fisiológica. En ella se describe, sin filtros, la enfermedad, el sacrificio de animales, la sexualidad, esa especie de supuración continua que es la vejez… Que nadie espere evanescencias líricas aquí. A Lara Moreno, ni por concepción ni por estilo, se le escora jamás la sensibilidad a la sensiblería. No hay afán de endurecer las cosas, pero tampoco de ablandarlas. La suya es una mirada fría, aunque sigilosamente implicada.
Por si se va la luz tiene algo también de fábula. Una fábula de la necesidad de aislamiento y de la necesidad de acompañamiento. Una fábula de la necesidad del orden y de la necesidad de la confusión. Una fábula que participa tanto de la utopía como de la distopía, de lo amable y de lo hosco. Una fábula, en fin, de la rareza intrínseca de nuestra condición de seres condenados a sentir y condenados a pensar, con un desequilibrio constante entre lo uno y lo otro.
Una novela, en fin, rotunda y desasosegante.



             Felipe Benítez Reyes

[Publicado en la revista Clarín, diciembre 2014.]