Al principio, Berlín es una cama blanca. El sol calienta las paredes. La piel brilla, preludiando. Es fantástico.
Luego me quedo sola, y duermo la tarde.
Al cabo de unas horas, cuando siento que ya he llegado, salimos a pasear. Los espacios son tan grandes. Edificios que me resultan gigantescos, cuadrados. Ventanas. La avenida Karl Marx. Se hace de noche tras la lluvia (es agradable, ahora, mojarse la nariz).
La ciudad nos recibió primaveral, calurosa, algo española en los acentos de la gente del Sunflower. Pero agotamos la luz con nuestra lánguida guerra y cuando llegamos a la calle, un cielo tupido de blanco y unas aceras mojadas e inmensas habían sustituido al calor amenazante del mediodía. Miramos hacia arriba y hacia los lados, apenas nos cruzamos con personas. La lluvia cae amable, y nos refugiamos en una enorme librería que está a punto de cerrar. Tocamos las cubiertas de los libros viejos con nuestros dedos húmedos. Las estanterías son de madera oscura y reluciente, hay mesas y sillas para leer. No entiendo una palabra, y a pesar de eso saco algunos libros de su lugar, los abro, los guardo en mis manos durante unos minutos. Compramos un mapa y unos cómics antiguos. Después, nos encerramos a tomar café tras unos cristales, en una cafetería desnuda y amplia. No falta un detalle geométrico a mi alrededor. Me destellan los puntos de rojo desgarrado, el azul chillón de las flores dibujadas en la pared.
Se va yendo la luz del sol, que se pone, rosácea, tras lo lluvioso, y Alexanderplatz se abre ante nosotros, funcional y caótica, en obras, quieta de raíles. La luz es lo fluorescente. No existen las farolas en su verdadero sentido y el río parte en dos la piedra de una forma oscura y nítida, a la vez. Los museos enseñan su alumbrado interno, su funcionalismo estético. Unas proyecciones con sonido iluminan un edificio escondido en la avenida, detrás de la catedral. No hay nadie más que nosotros en la calle. Me gusta esta ciudad de historia renovada. Abrimos la boca, imagen tras imagen.
Pero tengo la sensación, eso sí, de que por este cielo preñado de lo último añil que queda en los bosques lejanos, sobre esta modernidad mil veces acabada y levantada, sonará el batir de alas de un pájaro monstruoso, enorme, de ruido prehistórico, y sobrevolará nuestras cabezas solitarias, con el pico abierto, mitológico, planeando entre los misteriosos e impertérritos cementos de Berlín. Como un terror liberado.
Ya la noche ha caído, y yo siento la ciudad achicándome el cuerpo. Me dejo hacer. La oscuridad en Berlín es valiente. La atravieso.