Para
ser un musgo hay demasiado ajetreo en este espacio vital. Claro que no soy un
musgo. Soy como un musgo. Algo verde
casi fluorescente que rebrota en los zócalos, en las tejas, con suerte en
alguna piedra o algún tronco de árbol. No un musgo tal cual, sino la idea de un
musgo.
Si no me esfuerzo por
ser sincera esto puede resultar muy aburrido. Así que un dos tres, desafío de
honestidad. Se supone que soy escritora. Ya se sabe, esa gente que escribe.
Técnicamente, esa gente que piensa cosas y luego las escribe. Incluso que
siente cosas y luego las escribe. Lo mejor: que imagina, y luego escribe. ¿Qué
escribo yo últimamente? Tic, tac, tic, tac, nada.
Me asomo escéptica y
ansiosa a las redes sociales y veo cómo mis contemporáneos me llevan una
ventaja abisal sobre estos asuntos. Dejemos el proceso creativo a un lado, por
ahora. Centrémonos en las filas del pensamiento. No sé quién y no sé cuántos y
también aquel de más allá publican constantemente sus relucientes artículos
sobre esos hirvientes temas comprometidos que a todos nos competen. Es decir,
es gente que de entre toda su cotidianeidad saca tiempo para informarse de lo
que ocurre y para pensar sobre ello y con el corazón en la mano escribe
reportajes, ensayos, críticas y crónicas sobre esto y lo otro y así ayuda al
resto a entender el mundo. No soy capaz de hacer algo así. ¿Acaso no me
interesa, por poner un ejemplo, un tema tan bestial como la reforma del aborto,
que me afecta como afectan los puñales clavados entre los omoplatos? Vamos,
claro que sí. Siento ganas de vomitar. Pero no soy capaz de escribir sobre
ello. En otro orden de cosas: acabo de regresar de un viaje total. Ese tipo de
viaje que incumbe a la mente, al currículum y al corazón. Estoy recién llegada
de Cartagena de Indias, Colombia, adonde he ido a participar en el Hay
Festival. Ha sido mi primera vez en Colombia y vengo herida de Caribe y de
encuentro cultural. Sería más que una crónica lo que podría sacar de ahí; sería
quizá un evangelio de acontecimientos. Y sin embargo no lo hago. No sé por qué.
Por último, en mi escritorio (esto es una desviación, porque yo en estos
momentos no tengo un escritorio propio) esperan varios libros sobre los que
quiero hablar: Tiempo de encierro, de
Doménico Chiappe, Los drusos de Belgrado,
de Rabee Jaber, Democracia, de Pablo
Gutiérrez. Pasan los días como semanas enteras y las semanas como ondas expansivas
y así los meses pasan y serán años.
¿Es una cuestión de
principios o de falta de tiempo? Es una cuestión integral de asuntos vitales,
de posicionamiento ante las responsabilidades, de malabarismos de
procrastinación. Quizá es una cuestión de pura incapacidad. En realidad, en el
fondo de mi musgo corazón, yo no quiero escribir nada de esto. Es decir, sé que
estaría muy bien hacerlo, que debería hacerlo, que quizá incluso habría alguien
a quien le interesara mucho, alguien que lo disfrutara. Sé que si cogiera las
riendas de mi oficio todo esto me posicionaría derechita como un clavo en la
arena, tiesa como un clavo oxidándose en la orilla, hasta la siguiente marea
lamedora. Pero no lo hago. Porque incluso escribir esta columna me hace de
algún modo sufrir.
Yo últimamente no
escribo. Y eso es un agujero en el alma. Una carcoma. Una llaga fresca y
caliente.
Necesito recuperar mi
pantano creativo. Esa historia que a nadie le interesa y yo quiero contar. Esos
personajes contra los que combatir. Ese páramo por el que avanzar a ciegas a
niebla a radiante lluvia a noche a veces la luz al fondo, lejana pero no lo
suficientemente inaccesible. Avanzar. Quiero poseer un escritorio de nuevo. Una
condena. Encerrarme en el mundo paralelo de la ficción, de la gestión de la
memoria, de la metamorfosis del sentimiento. Escribir.
Mientras eso no
ocurra, todo lo demás será un bloqueo. Un esfuerzo templado de obligación. Una
ironía.
No he sido fiel a la
verdad: últimamente, a veces escribo. A veces me dejo llevar por la fiebre. En
esos momentos laxos de lo cotidiano, cuando como un animal encerrado uno da
vueltas por su propia casa por su propia vida por su propia jaula, en esos
momentos de perplejidad, agarro un cuaderno de tapas forradas de tela, amarillo
viento, y con una letra cada vez más violenta e ilegible, letra de dedos
smartphone, escribo frases en segunda persona del singular, dulces y dolorosas
frases para ella, escribo sobre la cómoda o sobre la encimera o sobre mis
rodillas en el autobús, siempre con el tiempo justo, poemas de amor para mi
pequeña hija, los poemas de amor más sinceros y más tristes que nunca imaginé
que escribiría.
Texto publicado en la revista Quimera, febrero 2014.
Foto de Miguel Marqués.