lunes, 31 de marzo de 2014

Normalidad de lunes

normalidad de lunes

a pesar de todo hay un punzón aquí arriba cráneo

la aguja tira del hilo costilla carne

quién sabe si ha atravesado el corazón

normalidad de lunes

aparente máquina funcionando

mira la ciudad cómo aguanta cómo se salva siempre cómo sucia amanece en las mañanas

mira a los tristes a los desamparados

normalidad de lunes

quién quiere un dolor cuando está perdiendo la memoria

quién quiere un temblor

si pones en duda tu salud

ella pondrá en duda tu fortaleza

normalidad de lunes

árboles, raíces, gusanos de la tierra

o el frío del cristal de la ventana

de ese piso catorce hierro altísimo cemento de dioses

abajo la avenida

el frío del cristal en tu mejilla en tu frente

la saliva

si te empujan más fuerte más fuerte será el placer

si te aprietan

la caída

nada está perdido normalidad de lunes

nada está perdido todavía



viernes, 7 de marzo de 2014

Vida de musgo, 2

Para ser un musgo hay demasiado ajetreo en este espacio vital. Claro que no soy un musgo. Soy como un musgo. Algo verde casi fluorescente que rebrota en los zócalos, en las tejas, con suerte en alguna piedra o algún tronco de árbol. No un musgo tal cual, sino la idea de un musgo.

Si no me esfuerzo por ser sincera esto puede resultar muy aburrido. Así que un dos tres, desafío de honestidad. Se supone que soy escritora. Ya se sabe, esa gente que escribe. Técnicamente, esa gente que piensa cosas y luego las escribe. Incluso que siente cosas y luego las escribe. Lo mejor: que imagina, y luego escribe. ¿Qué escribo yo últimamente? Tic, tac, tic, tac, nada.

Me asomo escéptica y ansiosa a las redes sociales y veo cómo mis contemporáneos me llevan una ventaja abisal sobre estos asuntos. Dejemos el proceso creativo a un lado, por ahora. Centrémonos en las filas del pensamiento. No sé quién y no sé cuántos y también aquel de más allá publican constantemente sus relucientes artículos sobre esos hirvientes temas comprometidos que a todos nos competen. Es decir, es gente que de entre toda su cotidianeidad saca tiempo para informarse de lo que ocurre y para pensar sobre ello y con el corazón en la mano escribe reportajes, ensayos, críticas y crónicas sobre esto y lo otro y así ayuda al resto a entender el mundo. No soy capaz de hacer algo así. ¿Acaso no me interesa, por poner un ejemplo, un tema tan bestial como la reforma del aborto, que me afecta como afectan los puñales clavados entre los omoplatos? Vamos, claro que sí. Siento ganas de vomitar. Pero no soy capaz de escribir sobre ello. En otro orden de cosas: acabo de regresar de un viaje total. Ese tipo de viaje que incumbe a la mente, al currículum y al corazón. Estoy recién llegada de Cartagena de Indias, Colombia, adonde he ido a participar en el Hay Festival. Ha sido mi primera vez en Colombia y vengo herida de Caribe y de encuentro cultural. Sería más que una crónica lo que podría sacar de ahí; sería quizá un evangelio de acontecimientos. Y sin embargo no lo hago. No sé por qué. Por último, en mi escritorio (esto es una desviación, porque yo en estos momentos no tengo un escritorio propio) esperan varios libros sobre los que quiero hablar: Tiempo de encierro, de Doménico Chiappe, Los drusos de Belgrado, de Rabee Jaber, Democracia, de Pablo Gutiérrez. Pasan los días como semanas enteras y las semanas como ondas expansivas y así los meses pasan y serán años.
¿Es una cuestión de principios o de falta de tiempo? Es una cuestión integral de asuntos vitales, de posicionamiento ante las responsabilidades, de malabarismos de procrastinación. Quizá es una cuestión de pura incapacidad. En realidad, en el fondo de mi musgo corazón, yo no quiero escribir nada de esto. Es decir, sé que estaría muy bien hacerlo, que debería hacerlo, que quizá incluso habría alguien a quien le interesara mucho, alguien que lo disfrutara. Sé que si cogiera las riendas de mi oficio todo esto me posicionaría derechita como un clavo en la arena, tiesa como un clavo oxidándose en la orilla, hasta la siguiente marea lamedora. Pero no lo hago. Porque incluso escribir esta columna me hace de algún modo sufrir. 

Yo últimamente no escribo. Y eso es un agujero en el alma. Una carcoma. Una llaga fresca y caliente.

Necesito recuperar mi pantano creativo. Esa historia que a nadie le interesa y yo quiero contar. Esos personajes contra los que combatir. Ese páramo por el que avanzar a ciegas a niebla a radiante lluvia a noche a veces la luz al fondo, lejana pero no lo suficientemente inaccesible. Avanzar. Quiero poseer un escritorio de nuevo. Una condena. Encerrarme en el mundo paralelo de la ficción, de la gestión de la memoria, de la metamorfosis del sentimiento. Escribir.

Mientras eso no ocurra, todo lo demás será un bloqueo. Un esfuerzo templado de obligación. Una ironía.


No he sido fiel a la verdad: últimamente, a veces escribo. A veces me dejo llevar por la fiebre. En esos momentos laxos de lo cotidiano, cuando como un animal encerrado uno da vueltas por su propia casa por su propia vida por su propia jaula, en esos momentos de perplejidad, agarro un cuaderno de tapas forradas de tela, amarillo viento, y con una letra cada vez más violenta e ilegible, letra de dedos smartphone, escribo frases en segunda persona del singular, dulces y dolorosas frases para ella, escribo sobre la cómoda o sobre la encimera o sobre mis rodillas en el autobús, siempre con el tiempo justo, poemas de amor para mi pequeña hija, los poemas de amor más sinceros y más tristes que nunca imaginé que escribiría. 

Texto publicado en la revista Quimera, febrero 2014. 
Foto de Miguel Marqués.