Una sensación de silencio y frío en el autobús. La hora de
la siesta, las nubes. La gente iba lenta y callada y muchos viejos. Frente a mí
se han sentado una madre y una hija. Yo estaba leyendo a Ashbery y advierto que
uno no debe entretenerse con nada cuando lee a Ashbery pero la niña, con unos
ojos redondísimos y enterrados en los párpados y azules, me ha mirado fijamente
y ya lo he perdido todo. Hay algo inherente a toda la infancia: la manera
directa de mirar, con curiosidad, alzando la barbilla y la nariz en señal de
concentración o desafío. Tendría tres, cuatro años como mucho, no lo sé, todavía
no soy capaz de calcularlo. Su madre le hablaba en polaco o en croata o en
ucraniano y ella le contestaba en español. Llevaba un chándal rosa con las
rodillas gastadas de arrastrarse y un abrigo precioso. De vez en cuando, su
madre la besaba, la agarraba cuando el autobús daba violentos bandazos. Ella se
ha puesto a observar las manos de su madre. ¿A ver?, le ha dicho, dándole la
vuelta para mirarle el dorso, ¡tienes una pupa! Efectivamente, la madre tenía
un punto rojo y minúsculo, imperceptible, en el nudillo del dedo corazón. Le ha
contestado en ruso o en eslovaco o en búlgaro y ella le ha preguntado ¿te
duele? y, aunque la madre lo ha negado, le ha dado un beso, varios besos en los
nudillos. Las manos de la niña eran como las de la madre pero pequeñas. Iguales:
las yemas de los dedos cuadradas. Los ojos de la niña eran como los ojos de la
madre pero más azules. El perfil chiquito, la esbeltez de la figura. Yo he
recontado para el futuro; me he hecho preguntas, muchas preguntas. ¿Cuántos son
dos años, tres, cuatro? ¿Las mismas manos? La misma nariz, al menos. Quién lo imagina.
Pero la genética, ahora lo sé, es mutante, también, y traicionera, y entonces
he dejado de pensar, para no encontrarme con los alelos carnavalescos y el destino
y el azar y todo eso. La niña llevaba una cebra de trapo, sucia, agarrada del
cuello.
Ya estábamos llegando a mi parada y me he levantado
bruscamente antes de tiempo. Al otro lado del autobús, unas viejas muy pintarraqueadas
daban el parte: la cosa se está poniendo muy mal, y en esa calle están
atracando mucho, dice una, la del abrigo de visón o de lo que fuera y la cara
llena de arrugas. Sí, sí, el otro día le arrancaron el bolso a Mengana, añade
con satisfacción. Pero luego se lo devolvieron, dice la otra, que yo estaba con
ella. Bueno, que está la cosa fatal. Y cambian de tercio, quejándose de que cada
día hay que esperar diez minutos al autobús; al parecer, salen de casa a una
hora diferente para probar pero siempre les toca esperar diez minutos. Se abren
las puertas. Me bajo de un salto.
Lo único importante de todo esto es que uno no debe
entretenerse si está leyendo a Ashbery. Me he dado cuenta de que leer a Ashbery
en lugares públicos tiene algo redentor (en el sentido laico de redimir). El
libro no es mío e intento cuidarlo al máximo, las páginas están limpias y
lisas. Pero he de leer algunos poemas varias veces, para que hagan efecto, para
que de verdad se me congelen en el conocimiento y por el tiempo que dure esa
lectura mi existencia (la de todos nosotros) sea liberada (purificada en el
sentido laico de limpieza) de recortes, contaminación, hundimiento económico,
células mutantes, privatización, terroristas, impagos, la desazón, lo mismo de
siempre, ya lo sé. Ashbery dice lo que piensas, lo que no fuiste capaz de
pensar, dice lo mismo, lo que no entiendes, lo que está oscuro, aquello a lo
que nunca terminamos de poner palabras. Esperando una cola en cualquier sitio
público, carraspeo para leer de nuevo, como si fuese a alzar la voz, como si me
atreviera a mirar alrededor y decirle a la gente algo así. No me atrevería
nunca. Repito en silencio. Por ejemplo este:
pero ¿qué va a
hacer el lector con esto?
¿Un lago de dolor, una ausencia
que lleva a un mar en floración? Dale una vuelta de
tuerca
y observa cómo los siglos comienzan a desmoronarse
uno encima del otro, como pisos de un edificio en llamas,
hasta que llegamos a esta tarde:
esas pocas palabras deliciosas extendidas por la
superficie como mermelada
no importan, ni tampoco la sombra.
Hemos estado viviendo de una forma blasfema en la
historia
y nada nos ha dañado o puede llegar a hacerlo.
Pero cuidado con la monstruosa ternura, ya que fuera de
ella
los mismo archivos romos nos acechan. Los hechos toman el
control de la red
y la dejan hecha ceniza. De todas formas, es la vida
interior
de la persona lo que nos da algo en lo que pensar.
El resto es tan solo drama.
Entretanto, las combinaciones de cada circunstancia
prolongable
de nuestras vidas continúan soplando contra ella como
hojas nuevas
al borde un bosque una encarnizada batalla acontece
brutalmente
durante todo el día. No es el entorno, nosotros somos el
entorno,
mirando afuera desde el exterior. Las sorpresas que la
historia
nos tiene preparadas no son nada comparadas con el golpe
que nos damos
cada uno de nosotros mismos, aunque el tiempo todavía
lleva puestos
los colores de la mezquindad y de la melancolía, y la
vida en general
nos sigue yendo demasiadas tallas grande, pero
mantiene su estilo, hilado de cosas que nunca
acontecieron
junto con aquellas que sí lo hicieron, provocando que
sobreviva un estado de ánimo
donde la vida y la muerte nunca podrán hacerlo. ¡Hazlo
dulce de nuevo!
John Ashbery, Una ola, traducción (jum...) de Ignacio Infante.