Querido y viejo amigo:
De todo lo que me dices
en tu postal, con la letra tan pequeña, solo me da miedo una cosa. Dices que tu
voluntad para leer es destructiva, que nada te consuela, que no eres capaz de
terminar un libro. Los años, las pestañas quemadas, las excentricidades propias
y el desasosiego de la vida; supongo que no es para menos. Supongo que debería
pasarnos a todos, y sin embargo me rebelo ante esa condición desengañada e insatisfecha.
¿Qué ocurre, por qué desapareció la blanda capacidad para el disfrute? Blanda
es una palabra con tantas connotaciones peyorativas que uno la desecha rápido
como mosquito en nariz, como bicho desconocido cosquilla en hombro. Pero la
blandura (que no la debilidad, la futilidad) es lo esponjoso, es la capacidad
para absorber, que ojalá fuera infinita en algunos mecanismos de nuestro
interior. Me pregunto, me indigno. ¿De verdad no hay nada que te haga sonreír,
llorar, abrir los ojos? ¿Entre todo lo que hay, lo que hubo? ¿Nada te revienta?
No puede ser, no me lo creo: ¿qué buscas ahí, entre las páginas, con qué
demonios te esperas encontrar, qué necesitas, para que nada te golpee?
Yo, quizá por la falta
de tiempo, me dejo embelesar, y que el mundo me conserve la ingenuidad lectora
(quiero decir la que me queda). Me adentro en la novela decimonónica como en un
palacio, y si me pierdo, y si me aburro en los pasillos (tan largos a veces,
fríos), cierro el libro y duermo porque mañana será otro día. Cuando ya no
puedo más, me perdono las páginas que me queden: si estuviese en la cárcel o de
nuevo tuviese dieciséis años, los libros de mil páginas serían pan comido, pero
por desgracia como de otro pan histérico. Cada párrafo brillante ha brillado en
mis ojos, cada personaje imperfecto y simple, inolvidable. Luego salto a otra
cosa: últimamente los norteamericanos me satisfacen, llegué tarde a sus
orillas. Algunos norteamericanos relatistas (ayer terminé La última noche, de James Salter) son los maestros de la foto,
nadie como ellos, en verdad, describe tan hirientemente a una sociedad a una
familia a un personaje con un par de diálogos parcos, que pueden parecer
irónicos o idiotas, que te hacen sentir hastiado o idiota, nadie como ellos en
tan poco espacio (ese párrafo inicial, que parece inocente, un poco desmañado,
como de cartón piedra; esa acotación al diálogo como espina de pescado)
radiografía tanto. Luminosamente fotografían lo deprimente que es la vida y al
final te duele en los ojos igual que un flash. Ya alguna vez te dije: Alice
Munro, oh dios. Lorrie Moore, sagaz. Ethan Canin, disimulado torturador. Pero
hay tanto más, y tanto más que desconozco, y eso es lo mejor y lo desquiciante.
Mi sufrimiento es otro: anoche mismo me latía el corazón como enfermizo
revisando de lejos las estanterías de mi salón; muevo los dedos como una
pianista agotada y sueño con el imposible de un destierro, de un paréntesis
largo, sol y una montaña de libros y moscardones lentos alrededor, de los que
uno no tiene que espantar. Tengo tanto por hacer, tanto que no conozco. Solo
con los muertos no tendría tiempo de acabar. (Precisamente con ellos, ahí está
el futuro, en los muertos.) Pero aún hay algunos viejos vivos que hicieron un enorme
trabajo. No espero la redención, no espero devorar: simplemente leer. Subrayar un
párrafo, admirar una técnica, temer por el destino de un personaje como temo
por el mío, cerrar un libro horrorizada por el miedo o la obscenidad. Ampliar
mi campo de batalla. Lo moderno es otra cosa: ya por mi trabajo leo mucho de
eso y entonces. Lo moderno está ahí y en ocasiones es conflictivo para mí y a
la vez menos mal que está ahí como estamos nosotros y como vendrán otros, pero
como no hay tiempo para nada no hay que lamentarse por la falta de comunión. En
lo contemporáneo, claro, también está el futuro, aunque desconocido (Los ingrávidos, el ejemplo de una
sorpresa última).
Hay que leer como si nadie
existiera. Hay que despreocuparse de la soberbia. Hay que temer y confiar. ¿Es
que alguno de nosotros esperaba que Claus y Lucas arañaran nuestras ventanas
con sus uñitas, cerradas a cal y canto por la ignorancia? Y Claus y Lucas,
recuerdas, llegaron como un regalo hiriente. Y así, poco a poco, va llegando la
vida a nuestros pies: barro muchas veces, a veces fina arena salada. Como vinieron
Mark Strand o Cummings (la lucidez de los hombres), como las citas de Anaïs Nin
o de Beauvoir, sus frases desgarradas y obsesivas. Pasan cosas: un día llegó
ese pasaje de La ciudad feliz y
convirtió a la odiosa Hello Kitty en un icono imborrable (soy capaz de ver a
esa niña perdida, ese bolso de plástico rosa inalcanzable). Querido y viejo
amigo: podría seguir toda la mañana rebuscando en mis recuerdos y en mis libros
pendientes, para intentar, absurdamente, insuflarte un poco de ilusión. Siempre
fui una combatiente del entusiasmo. Y no, claro que no ando todo el rato
alucinada, claro que me aburro, me pierdo, me canso, claro que siento vergüenza
ajena (y propia). Claro que ya nunca más tendré aquellos años y claro que la
existencia es agotadora y dura. Pero, ¿sabes?, esta mañana iba en el autobús,
muy temprano, y la ciudad tendía los puentes de la luz entre los individuos,
con este cielo de antes de verano, y yo me sentía bien, no como todas las
mañanas, solo como algunas, y mi cabeza estaba fresca porque me he lavado el
pelo con agua muy templada antes de salir de casa, y en mi asiento favorito del
50, junto a una mujer que leía un best-seller, he abierto un libro nuevo, aunque
no recién comprado (no caducan), he quitado la fajilla y la he escondido dentro
para que sirva más tarde de señalapáginas, he leído los créditos, he acariciado
la portadilla, el título, y he empezado a leer un cuento que se llama «Ultramort».
Querido y viejo amigo: una sonrisa se me ha colado entre los ojos, la suavidad
en los párrafos, el contenido que me espera, los versos conocidos de Jaime Gil
de Biedma, describir la playa y sentirla, la acidez de las imágenes, la
brutalidad, etcétera, etcétera. Puedo estar contenta, seguramente unos cuentos
me gustarán más que otros, quizá no encuentre lugar para terminar el libro a
tiempo, etcétera, etcétera, pero «Ultramort» está ahí como esas atalayas viejas
que todavía no hemos derribado, como ese momento del día en que todavía todo es
perfecto, como la carretera angosta y arenosa que nos llevará al infierno,
escuchando en la radio del coche esa canción que todavía, muy a nuestro pesar,
nos rompe el corazón. Querido y viejo amigo: lee como si todavía. Porque, lo
queramos o no, todavía.