Ella trajo cosas enganchadas en los ojos. No sé por qué, pero desde hace algún tiempo (escaso) el mundo le agrada especialmente. Burbujea por algunos antros con mujeres a las que les falta un diente. Da palmas.
Acompaña a amigos al teatro. Ellos quieren robarle besos, quieren hacerla desaparecer dentro de su cuerpo. Que sólo asomen algunos de sus rizos por entre los labios. Imagino que desean tragársela de un sorbo. Pero se escurre, sé que se ríe con una mueca mística cuando sube sola los escalones que llevan a su casa.
Viene a liarme cigarrillos para la fiebre, con sus manos pequeñas y glamurosas.
Últimamente, también, gusta de besar a hombres muy grandes, se arrebuja en huesos que son dos o tres veces más grandes que ella. Se empina. Maldice al oído. Siempre acaba sacando la lengua.
Escribe, escribe, escribe.
Sus entes parlanchines se rebelan ante la indefensión de la vida de una forma drástica y sanguínea. Puede serlo todo. Con o sin luz artificial.
Veo sus pasos aparecer. Desaparecer. La veo. Luego la miro.
No quiero que cumpla años. Quiero (catastróficamente) inmortalizarla a lo largo de mi vida. Poseerla con la determinación de los animales risueños. Con parsimonia y esperanza.
Marzo del 2006, calle Hortaleza. La faringitis.