Ámsterdam, día 3.
Claro que es algo descorazonador, sobre todo a esta edad incipiente mía, encontrarse por las calles del barrio Rojo montañas de grupos de chavales ingleses, norteamericanos, españoles, rusos, alemanes y un largo etcétera, armando la gresca torpe y escandalosa de la triste rebelión: esparciendo a gritos y empujones sus colocones turbios. Por otra parte, igual que en España, porque en pocos países sirven copas tan abundantes y tan copiosas como en España, el país del alcohol barato y de las noches eternas.
Suena David Gray.
Me fumo otro cigarro y Miguel bosteza mientras lee. Las nubes dan sueño.
Ahora vamos a montarnos en nuestras bicicletas y vamos a pasar frío y yo temblaré de miedo en los cruces difíciles (tranvías, bicicletas, motos, coches y personas, todo junto en un complicado sistema de ceda el paso), y llegaremos al FOAM, donde en sus puertas, unas gaviotas salvajes y de plumas limpias y compactas destrozarán con ahínco, a medio metro de nuestros pies, unas bolsas de basura llenas de papeles.
A los pies del FOAM no estaban las gaviotas que imaginé. Pero como cada tarde que hemos pasado aquí, las nubes han ido alejándose poco a poco (más bien desapareciendo sin más) y el cielo rasgado ha convertido el paseo en una delicia brillante. Tarda en ponerse el sol. Lo hace lentamente.
Que lo más feo de Ámsterdam es el barrio rojo ya lo sabíamos. Hemos recorrido puentes y calles estrechas de casas torcidas hasta llegar al museo. Miguel es mi brújula. De vez en cuando frena su bicicleta y saca el mapa, lo mira durante unos segundos (no hace falta ni que frene yo, que suelo ir detrás), y ya sabe, en forma de milagro, qué canal tenemos que coger hacia el norte para luego torcer en la segunda callejuela hacia la izquierda y al tercer puente con canastas de flores amarillas y el agua reflejando las torres picudas del fondo, ya hemos llegado.
En el FOAM hemos visto la historia del noveno piso (Jessica Dimmock). La historia de Jess y otros. La heroína en Nueva York, la misma heroína en todos los países. Un bebé llorando por su adicción indirecta al opio de la metadona, sus padres reventándose a puñetazos en una habitación y luego amándose (hay sangre brotando de los labios de él mientras se besan), practicando un sexo lento y abotargado, de fatalidad. En la mano de ella, una lata de cerveza. Salimos consternados, la vieja historia que no deja de matar.
No queríamos separarnos de nuestras bicicletas, pero nos hemos resignado a dar el último paseo por el barrio del Jordaan. Harían falta tres tardes más para disfrutarlo, tres semanas más para buscar alojamiento, tres meses para que crecieran las flores y en nuestras tazas los posos del té formaran dibujos amazónicos.
Nos ha dado por pensar, erróneamente, que en esta ciudad la gente es más feliz porque no corre por la calle, sino pedalea.
Nos ha dado por pensar, ilusamente, que el amor es más fácil en este sitio y que los niños crecen como los tallos de los tulipanes y multitud de cabecitas negras y rizadas y rubias como el vino rubio pasean encaramadas a las bicicletas de sus padres y gritan de alegría y rabia cuando espantan a las palomas.
Nos ha dado por pensar eso porque nos hemos alejado del circuito establecido para turistas ansiosos (nosotros, turistas vampíricos) y hemos visto gente que vuelve a su casa con carteras de cuero viejo y el suave atardecer y todo el mundo es demasiado guapo o aparentemente interesante y las chicas con la frente despejada y los hombres con el pelo enmarañado. Y los lugares.
Y sabemos que estamos equivocados porque aquí también tiene la gente los dientes negros y el alma agujereada pero nosotros estamos de vacaciones y esto es Europa una vez más y cenamos en el piso número siete de un nuevo edificio mag-ní-fi-co que es la biblioteca municipal con vistas al fin de mundo y luego venimos a tomarnos un vino al Eleven, que es también el último piso del museo de arte moderno y para colmo decidimos subir todos y cada uno de los escalones que nos separan del cielo negro iluminado por unas escaleras llenas de graffiti y cuando estamos arriba, nos encontramos no con el antro punk que esperábamos, sino con un restaurante-bar de diseño que ocupa toda la planta donde proyectan fotografías gigantes sobre los desagradables asuntos de la política y la muerte mundiales mientras la gente cena y algunos ríen y nosotros nos sentamos en la barra amarilla y yo escribo esto y la noche ya es un misterio de luces allá abajo y nuestra última madrugada en Ámsterdam aún no ha terminado.
En el Bimhuis, con un chupito de cointreau, y mucha gente esnob y holandesa que sale del concierto de una big band del que nosotros sólo hemos escuchado los últimos treinta segundos, Miguel me hace fotos, sentados en esta barra de cuero negro, del Bimhuis, ya lo he dicho, y yo siento que me hace fotos como si estuviera desnuda,
aquí
entre tanta gente
con jazz.