martes, 27 de marzo de 2007

"Paz para Válery."


-¿Le quieres?
Los ojos de Irene se enfurruñan de repente.
-¿Por qué quieres saberlo?
-Porque estamos sentados aquí.
Irene arroja la cerilla a la nieve.

Los inquilinos, Bernard Malamud



Anoche atravesé el centro de la ciudad para volver a mi otra casa. Había estado encerrada entre sillas, mesas, vasos y personas, y no me había dado cuenta de nada, pero afuera había llovido. A un lado y a otro estaban los edificios largos, y en el centro un asfalto mojado y quieto. Junto a mí pasó una pareja muy joven; corrían de la mano, como si estrenaran algo, hacia la boca del metro. Si bajaban los escalones de seis en seis, no perderían el último.
Yo enfilé la calle. Nadie quedaba.
Al fondo de la gran avenida y de un par de barrios, la guarida.
Disfruto de esta independencia rara ante la dependencia independiente.
El suelo brillaba negro, y yo pensaba con pensamientos luminosos y vacuos de persona cansada pero alerta. Soy consciente de las esquinas cuando las doblo. Imagino que aparecerá alguien, justo en el punto de invisibilidad, y chocarán nuestros hombros sin estrépito.
Y nadie hubo.
Y cuando ya no era consciente del recorrido memoriado por los años (que ya son años), llegué a la calle de la guarida y se me volcó la cara en una sonrisa para nadie.
Los escalones, la llave hendida. El silencio de la ropa tendida, cruzando el corral, llena de agua de lluvia. Y el frescor.
Antes de cerrar la puerta por completo, de acabar la noche y el ruido de mis zancadas, fui consciente de que las plantas habían crecido una barbaridad. Agucé la vista. Parecía imposible, pero el geranio de limón estaba exageradamente alto, con todas sus ramitas saliéndose por los barrotes de la ventana de la cocina. El romero, el tomillo, las cintas heridas. Qué rápidos, en sólo unos días.
Bajo el edredón se mueve alguien. Yo me subo a la cama, con los zapatos puestos, y husmeo ese olor de los que empiezan a soñar. El que nunca duerme, por si acaso, abre los ojos enormes y me sonríe.
Luego, ya acurrucada entre las sábanas calientes, pienso con menos lucidez aún que durante el paseo.
¿Cuál es la verdadera realidad de uno ante la belleza? Porque entiendo que ante el dolor la sensación se transmuta, tan fuertemente, que aviva los límites de la forma, los hace nítidos y grotescos. Pero ¿y esta calma de pecho inflado?
¿Cuál es, entonces, la realidad de uno?
¿Lo que cuenta?
¿Lo que piensa?
¿Lo que siente?
¿Lo que ya no siente?
¿Lo extraño de la noche?
¿Qué reflejo, qué eco deja nuestra figura andante, ahora que no suenan, tronantes, los tambores de lo negro?

8 comentarios:

NáN dijo...

“Nadie quedaba.” “Y nadie hubo.”
[no es cierto, estábamos todos, convocados del presente en que te leemos al pasado en que ocurrió, conmovidos por esa rara serenidad, por esa envoltura de tristeza con la que parecías cruzar la ciudad después de haber estado sin enterarte de nada. Quedamos y quedaremos atrapados en acompañarte, nos dejamos acariciar por tus palabras] Quedamos todos en el eco que dejas y hubo muchos, los hay, los habrá; al doblar la esquina de cualquier sueño.

Ur dijo...

Todas y ninguna:

todas las islas,
todos los continentes,
el agua que los circunda,
que les limita dando forma,
que es atraída por su sol, por su satélite,
el planeta que ahí, impregnándolo todo, los soporta,
los otros planetas, soles, nebulosas, galaxias, cúmulos, ...
el vacío.

Pero eso las scorpios ya lo saben, o si no lo intuyen.
:)

Pablo Gutiérrez dijo...

Y te fuiste por lo oscuro de las alamedas.

Reb dijo...

Y volviste por la claridad de farolas.
Te sienta bien andar por las calles nocturnas y secretas de Madrid.

Lara dijo...

Amén para todos.

Anónimo dijo...

Siempre imaginé que los seres que habitan las esquinas son como tú.

M. dijo...

Querida Amén, tienes un beso en mi blog.

Anónimo dijo...

Tus palabras están jugando a ser alfileres bajo mi piel, parece que podrían hacer daño, pero te aseguro que solo están arañando los poco centímetros de vida inerte que me quedaban