martes, 31 de octubre de 2006



Ella trajo cosas enganchadas en los ojos. No sé por qué, pero desde hace algún tiempo (escaso) el mundo le agrada especialmente. Burbujea por algunos antros con mujeres a las que les falta un diente. Da palmas.
Acompaña a amigos al teatro. Ellos quieren robarle besos, quieren hacerla desaparecer dentro de su cuerpo. Que sólo asomen algunos de sus rizos por entre los labios. Imagino que desean tragársela de un sorbo. Pero se escurre, sé que se ríe con una mueca mística cuando sube sola los escalones que llevan a su casa.
Viene a liarme cigarrillos para la fiebre, con sus manos pequeñas y glamurosas.
Últimamente, también, gusta de besar a hombres muy grandes, se arrebuja en huesos que son dos o tres veces más grandes que ella. Se empina. Maldice al oído. Siempre acaba sacando la lengua.
Escribe, escribe, escribe.
Sus entes parlanchines se rebelan ante la indefensión de la vida de una forma drástica y sanguínea. Puede serlo todo. Con o sin luz artificial.
Veo sus pasos aparecer. Desaparecer. La veo. Luego la miro.
No quiero que cumpla años. Quiero (catastróficamente) inmortalizarla a lo largo de mi vida. Poseerla con la determinación de los animales risueños. Con parsimonia y esperanza.


Marzo del 2006, calle Hortaleza. La faringitis.

jueves, 26 de octubre de 2006






La baraja. Adicciones. Contraigo un sentimiento y aún no ha amanecido. Sólo la luz de una pequeña brasa y los pies encogidos. No me puse la vacuna al despertar. Decido vaciar mis manos, las sacudo, y mis dedos hacen percusión sobre mis dedos, ya no es la música del sueño, ahora es la música. Empacho de querencias. El pecho va rompiendo las costillas, el tórax es una extensión de pueblos a lo largo de la costa: cada aldea lleva un nombre prohibido, eso ya lo sabíamos antes de empezar. Observo la baraja, la máscara, el orujo y la sábana alrededor de lo que queda de noche. Lo blanco hizo efecto en mis oídos y te amé, quiero decir te amé, quiero decir ayer, quiero el futuro.


Agudos los sentidos en medio de la nada. La vida o el recuerdo, qué más da. Litros de carne envenenada, y al fondo un corazón amoratado, un pozo de milongas africanas, qué mezcla sudorosa, la palabra tabú brillando en el neón, ahora quién da más, queda la fiesta, podemos hablar todos sobre el mundo, podéis entrar aquí, aún quedan cartas, una música nueva y un susurro, que va a parir el sol, la luna no contiene lo profundo.


La máscara en la cara, los labios rojo puta, un cinturón de judo para los principiantes. Las cuerdas de guitarra adornando mis tobillos. El muslo ya no gime, comienzan a caer luces de las ingles. Me queda abrir la puerta, y yo la abro. Ya todo está tan claro. Un árbol que me abraza, y yo lo abrazo.

(las últimas cinco entradas pertenecen a un texto, Tabú, que está colgado sin fragmentar en la sección Tabú de www.pacocifuentes.com)

martes, 24 de octubre de 2006




Doy saltos en la cama, ansiosa me preparo para el baile.
Todo el mundo duerme, pero sé que tú no, porque tú nunca duermes
por si acaso.

domingo, 22 de octubre de 2006


(foto de Loretta Lux)


Dobles parejas. Y aquí no hay nadie. Triples, quizá. Otra vez se escapan, los oigo mover las piernas y los brazos, intentan nadar en el océano de voces. Solitario. Empiezo a comprender que la palabra mojada y prohibida crece como un árbol enfrente de mi puerta. Llegará un momento que en no pueda salir de casa, las enredaderas asustando mis ventanas y un núcleo de ardillas recitándome el Corán a ritmo de blues. Y solitario. Las manos que se mezclan en mi álbum de fotos tienen un solo propósito de enmienda: traer la paz hasta el sitio infinito, convertir la sal en psicoanálisis y psicotrópicos, hacerme ver, por qué no, qué lugar ocupo de verdad en esta guerra, y cuánto espacio me sobra para sobrevivir. Cuento hasta cien. O ciento ocho. Creo que la noche empieza a hacerme efecto.

Farol. La vida o el recuerdo, qué prefieres. Una te asalta cada mañana al despertar, el otro se abalanza a tu cuerpo durante el sueño, independientemente de la máscara que te hayas colocado para dormir. Esta vez es una máscara veneciana, auténtica. Los lazos que la atan a tu nuca son suaves como una lengua de niño violinista. No hay purpurina, sino carne plateada. Una máscara. La cáscara del amor. La pesadilla te coge desprevenido, quién inventó la sábana, ese pigmento seco de las madrugadas, el falso abrazo de tu propia cama, ni frío ni calor, fantasmas de la tribu bailando al son del disparate, al fondo una voz conocida, como si cantara, como si gritara, abro los ojos de un golpe y allí estás: la cáscara te sienta tan bien.

sábado, 21 de octubre de 2006





Póquer de ases. No hay palabras para el destierro. La isla se aleja del mar, qué más da Lanzarote o Fuerteventura, en medio de un continente salado un monstruo de tierra se ríe voluptuosamente, se contrae su estómago marinero, la sequedad de los caminos y mis pies enganchados a los músculos de lava seca. Éste no es el lugar, agacho el cuerpo y cierro los ojos, un violoncello se prepara para matarme: ofrezco mis manos con venas dilatadas, hay una sustancia blanca encima de la mesa que quiere casarse conmigo.

Escalera de color. La calle se empina cada vez más. Huesos alargados de carne oscura pueblan las esquinas, los ojos tan blancos como la supuesta luna del invernadero. Un color para cada trenza, para cada diente que resplandece en medio de la noche. Los globos han subido hasta la plaza y conspiran sobre el destino y sobre el invierno que llegará, sediento de cosas secas. Hay unas niñas que saltan a la cuerda de tu guitarra. El nylon se ha enredado en sus tobillos; los muslos, créeme, ya no son muslos, son quejidos. Abro la boca entonces, el sonido de la ciudad está en el hueco de mis manos; yo acepto la propuesta: me lo trago.

jueves, 19 de octubre de 2006




Aparto las cosas de cenar de encima de la mesa. Extiendo el brazo y barro el mantel: van cayendo al suelo, repiquetean. El vino que sobraba, las uvas redondas (pequeños ratones que se escapan bajo los muebles), migajas de pan y el sabor de los animales muertos. Queda todo el espacio para mí, para los rituales. Quién da más, la noche o el recuerdo.

Una a una poso las cartas: alineadas, sin sentido, la monarquía estúpida de los horóscopos asustados. Empieza el juego. Miro alrededor; no hay nadie. Relamo el silencio que sube desde mi garganta y me dispongo a vivir una vez más, a inventármelo todo.

martes, 17 de octubre de 2006


(La rabia de otro)


En un café de Barcelona estaba ella, de paso,
como las hojas.
El tren salía silba silbaba y mi equipaje era una inmensa
maleta vacía, un cuaderno, una pistola…
y a punta de pistola la llevé conmigo y todo el viaje
escondiéndonos del revisor o bien hablando de Keast,
de Byron, de Goethe, sin saber nada de ellos,
hablándome de cómo los mató.
Y ella dice que también podrá conmigo, que no importa
que los frisos que me invente sean los únicos,
que da igual la esquizofrenia en que me esconda,
porque ella va a encontrar el punto débil para el beso definitivo.
Ah, pero yo le romperé los vestidos,
le arañaré las piernas y la cara, consumiré su árbol
de pan, su pelo no me cansaré
de agonizarlo, la quemaré yo a ella junto a la flor del opio
la convertiré yo mismo en un cuchillo, en una fruta
letal maravillosa.

***

Tú te olvidas de todo, te olvidas de todo andas
por ahí diciendo que te azoto
cada noche que te inicio en unos ritos extravagantes.
Ya no te acuerdas de los vestidos bonitos, de los perfumes
que yo ponía en tus manos, de todas las millas de mar hasta
Chile que viste y bebiste de mi barco llamado
Valparaíso,
ni significa nada cuando tuvimos a Nuréiev bailando en el salón
privado de mi casa
porque tú me lo pedías o pedías las orquídeas negras valoradas
cada una en la vida de dos hombres.
Ahora te dedicas a escupir mi nombre en las tabernas a resistir
el sueño en las crueles esquinas pero caminarás
por las calles horas y horas y no tendrás donde dormir
mirarás la luz de mi cuarto encendida
y desearás morirte porque tus labios tan descoloridos sólo
son hermosos ya en un momento muy determinado de la lluvia.

***

Los vientres de los pájaros son negros
si han de contenerte.
La línea de tu pómulo cortado conduce recto al infierno
tengo sed de besarte y te beso yo quiero ser el poeta
de los condenados.
LE VOYAGEUR, RAFAEL R. COSTA

domingo, 15 de octubre de 2006


pido un rescate

(Desde que tengo este cacharro con forma de revista rectangular y cibernética, y desde que paso muchas horas atenta al bolígrafo rojo en letras ajenas, me ha dado por desempolvar archivos. Encuentro algunos archivos irreconciliables, otros rebosantes de ternura y por supuesto pasado pluscuamperfecto, y otros tibios e ingenuos, como me ha parecido éste, pero hablando, otra vez, casi siempre, de lo mismo, de la misma pérdida que últimamente me aplasta aquí bajo el esternón. En cualquier caso, este archivo desempolvado es la misma cara leve de una tarde convertida en mañana –levantarse a las 13:38 es un delito, algunas veces- donde los vietnamitas se juegan el puesto contra los talibanes del arrepentimiento y el malhumor. Y la densidad y las lágrimas inútiles. Un ceño fruncido por encima de los tejados. Tres años atrás era la misma cosa, pero con gaviotas, y con tres años atrás.)


PERMÍTANME UN INSTANTE


La carne sobre la carne a veces ofrece una simultánea sensación de debilidad pasajera. Debilidad inconsciente, eso sí. Instantánea.

Es como la instantánea fotográfica. Clic. Con resplandor o sin él. Clic. Cazado. El momento cazado, la sonrisa torcida, los ojos cerrados (cuando no rojos diablo), el beso con lengua, el trocito de atardecer desenfocado con farolas, bancos y paseo marítimo. La misma debilidad, dejarse cazar en un segundo traicionero (no menos traicionero por bello) (y sólo bello en ocasiones). Hay algunos seres-objetos que no sufren semejante delirio debilitado. Por ejemplo las gaviotas, o los peces cuando saltan agujereando el mar. Objetos volantes identificados o no. (Porque mejor ni hablar de las fotos de los ovnis.) Sólo los muy expertos (y dotados con sofisticados aparatos) pueden cazarlos con éxito. El resto quiere hacerlo, lo intenta. Mirar, mirar, torcer la cabeza, enfocar, clic, clic, ¡ahora! Y luego el positivo de la instantánea revela un pájaro borroso en medio del cielo o en medio del mar, pero sólo eso, un pájaro grande y borroso. De ninguna manera lo que realmente querían cosificar. De ningún modo la instantánea belleza de las alas rectas cortando el aire, suspendidas en el cielo, el pico amenazante, la tridimensionalidad del animal que vuela (vuela), que aterriza, que planea, hermoso e irrepetible ante los ojos necios del que está abajo. Zoom. Clic.

Las gaviotas (y el águila que vigila las montañas) no toman café instantáneo. No beben café, no. Y menos instantáneo. No necesitan corroborar la instantaneidad de la vida en forma de alteraciones cardiacas mediante un líquido oscuro y a veces espeso, amargo de hiel, caliente en las tazas, en los vasos de cristal del bar de abajo, café instantáneo en las máquinas ruidosas de las cafeterías, en los caramelos amargos de café.

También experimenta el cuerpo un símil de debilidad ante ese líquido que instantáneamente te colocan sobre la mesa del desayuno, y alrededor del que tú organizarás la mañana. Abrirás el periódico delante o detrás de la taza de café, te quemarás los dedos con el asa, intentarás no mancharte la camisa (dicen que son horribles para el lavado esas manchas), y saldrás corriendo al cuarto de baño sin terminar de leer la opinión de tu articulista preferido (luego te irás tan rápidamente al trabajo que lo olvidarás y por la noche, ya en la cama, prometerás no dejar a medias el de mañana, y así sucesivamente). Un caos.

Un instante, a lo mejor la vida dura un instante. Y por ello hacemos instantáneas constantemente, para conservar, tergiversar y llenar de polvo esos instantes sucesivos. Y por ello, supongo, tomamos café instantáneo. Para estar constantemente (instantáneamente) alerta, alerta de nuestras horas de sueño, de nuestras horas de reunión, de desayuno, de merienda, tan repetidas y fugaces.

Pero no deja de ser la carne sobre la carne la que procura el instante más sorpresivo, más adictivo. Es sólo un momento, apenas unos segundos incontables. La eternidad suspendida en nuestra piel (incolora) como unas alas de gaviota rompiéndonos la espina dorsal. Todo sal y plumas. Así debía terminar la vida, en un instante de sal y plumas.

Isla Cristina, primavera del 2003.

domingo, 8 de octubre de 2006

ANTES



Intuyo que tú y yo no vamos a llegar nunca a nada. Al menos no a nada juntos. Nadar en la nada. Tú y yo nadando como ranas arácnidas, fluviales, perdidos en una nada cotidiana donde nunca (tú y yo nunca) llegaremos a chocarnos. Chocarnos estaría bien. Si me pongo los auriculares como diadema no escucho nada más que a Rice, No Sé, y grita como un poseso, nadie me posee con la totalidad que va más allá del mordisco, si me pongo los auriculares no escucho el sonido de estas teclas de goma que no me pertenecen, no pertenezco a nadie y a veces, a veces, cuando hace frío a veces, no digan que no, di que sí un ratito, por una vez di que sí, no, di que sí por una vez, hazme caso, una vez, una, vez. Intuyo. Tú y yo dentro. In-tú-yo. Es tuyo. Por dentro es tuyo. El bocado la fruta el sabor que se desprende de tus dientes cuando dices así, cuando pones la lengua así para decirme intuyo, tú y yo perdidos en el fabuloso tiempo de los mortales depredándonos a nosotros mismos pero por separado, una nada magnífica y suculenta, y yo con la boca tan abierta, quizá sea eso, la magnitud de mi boca abierta, pequeña pero voraz, ahuyenta lenguas, cornúpeta y ornamental tumbada sobre mi cama, fotogramas del dolor que da el placer, que me da a mí el placer, que a otros el placer no les duele pero a mí me escuece la piel el esparto el infarto el corazón saliéndoseme por entre las piernas el reparto de bienes y una tarjeta de racionamiento quemándome los dedos y los ojos borrosos con tantas ganas de llanto viendo así el presente rotito a pedazos, día catorce de cada mes, podrá usted lamer y sentirá un abrazo grande que le ocupe las bondades y las menstruaciones, una corriente de aire con brazos y piernas más largas que yo misma, yo misma un prado frondoso y difícil de podar, una asimilación insomne de lo que dicta el tiempo del no amor, ella ríe cuando puede, yo río y puedo, repetir hasta la saciedad que no es mi culpa, amor, no es mi culpa, o sí lo es, mi piel indigesta para el tiempo maldito, la pérdida el todo la lactancia la podredumbre pobrecita, toda ella llena de cosas solubles, café soluble en leche de soja, todo el armario lleno de cosas, la agenda llena de cosas, la vida llena de cosas, los amigos pendientes, el despueble de la ciudad helada, las novelas no natas, un billete con destino y sin pasajero, cuántas cosas que llenan el espacio, cuántas cosas y yo con tanta hambre.

Mi piel indigesta. Un coxis poblado de delirios blancos. Mis piernas arqueándose. Cierro los ojos y los abro de repente quién anda ahí me gustas más de cerca me gustas más así respirando el aire que sale de mi nariz luego yo respiro el aire que sale de tu nariz y así nos asfixiaremos en estas pocas horas que conforman nuestra historia pobre pero eléctrica quiero más no quiero mentir más quiero más el centímetro siete de tu cuello me hace estremecer y te pienso y se me llena la boca de saliva y me trago la saliva que abunda en mi boca y llega directamente a mi entrepierna para que tú la recojas en el cuenco de tus manos grandes y así nos ahogaremos en estas pocas horas que tenemos para amarnos sin amor, antes de que aparezca entre tus labios esa otra cosa inservible que se llama pero, el silencio de los no amantes es más grande que el amor es más triste que la palabra muerta en el acantilado cayéndose sin remedio por el puente de segovia, aplastándose en la carretera poblada de gentes que se quieren morir de la risa, y yo desnuda en medio de la calle, asomada a la ventana que da a tu país, un país del que conozco sólo la mitad del idioma aunque quisiera que fuera mudo sordo tibio inútil carne de tu carne la carne por la carne no llega a ser suficiente, ni taladrar tu cuerpo sobre mi cuerpo, porque mi piel tiene la memoria de los elefantes y mi sexo la sed de los infantes cuando salen del mar, chamuscados por el sol de julio en occidente y si te acercas, si te acercas yo ya intuyo que tu yo y mi yo son tuertos para quererse y mi yo quiere ser tuyo un ratito largo, y tu yo sabe palabras abruptas y llanas, como pero, como momento, como lo siento. Palabras que ya no sirven. Palabras que ya espero. Que ya Intúyyo.

miércoles, 4 de octubre de 2006

PARTE NÚMERO UNO DE LA PÁGINA 50 DE UN LIBRO DE CORTÁZAR


(otra vez a vueltas con este hombre, decidiendo empezar por el principio, para luego volver a abandonarlo, y en una noche de insomnio, en un sofá naranja donde no caben mis piernas, encuentro estas palabras que se encajan simétricamente con mi seudoabulia social de los últimos días, con mi espíritu adormecido y rechinante: las horas, las horas, las horas, las cosas)


1)

Como una carretilla de pedruscos
cayéndole en la espalda, vomitándole
su peso insoportable,
así le cae el tiempo a cada despertar.
Se quedó atrás, seguro, ya no puede
equiparar las cosas y los días,
cuando consigue contestar las cartas
y alarga el brazo hacia ese libro o ese disco,
suena el teléfono: a las nueve esta noche,
llegaron compañeros con noticias,
tenés que estar sin falta, viejo,
o es Claudine que reclama su salida o su almohada,
o Roberto con depre, hay que ayudarlo,
o simplemente las camisas sucias
amontonándose en la bañadera
como los diarios, las revistas, y ese
ensayo de Foucault, y la novela
de Erica Jong y esos poemas
de Sigifredo sin hablar de mil
trescientos grosso modo libros discos y películas
más el deseo subrepticio de releer Tristam Shandy,
Zama, La vida breve, el Quijote, Sandokán,
y escuchar otra vez todo Mahler o Delius
todo Chopin todo Alban Berg,
y en la cinemateca Metrópolis, King Kong,
La barquera María, La edad de oro -Carajo
la carretilla de la vida
con carga para cinco décadas, con sed
de viñedos enteros, con amores
que inevitablemente superponen
tres, cinco, siete mundos
que debieran latir consecutivos
y en cambio se combaten simultáneos
en lo que llaman poligamia y que tan sólo
es el miedo a perder tantas ventanas
sobre tantos paisajes, la esperanza
de un horizonte entero-
(y así decía esta parte de página y media, y yo meneo la cabeza, a medias entre la desesperación y la recompensa, porque Roberto no está depre, pero hay que ayudarlo con la mudanza, y las chicas hacen almuerzo, y María en portada vasca junto a Blair, y Rebeca que trae regalos y noticias de Santander, y la novela de Miguel Ángel, y los versos de David, y ahora, además de todo eso, están también Sandokán, La vida breve, La edad de oro, el ensayo de Foucault, la novela de Erica Jong sin hablar de mil trescientos grosso modo libros discos y películas...)

martes, 3 de octubre de 2006



La mujer que se deshace de mi abrazo ha amanecido desnuda sobre mi cama. Yo no la he puesto ahí. Yo no la he traído. No vino conmigo anoche, porque yo anoche no vine a dormir. Y esta mañana he llegado, justo cuando comenzaba a amanecer, y al abrir la puerta he sentido que ella estaba en casa.

La pereza tiene algo de exhibicionismo, y su cuerpo se deja mirar, con las piernas y los brazos formando cruces y aspas. Creo que por un momento he deseado que estuviera muerta.

No siempre fue así, con tanta tortura. Quiero decir que no siempre me torturé al mirarla. Recuerdo bien que movía el trasero con una pericia por las calles de Barcelona, delante de mí, que me hacía enloquecer, y correr hacia ella y abrazarla, para taparle la boca con mi boca hasta que no pudiera respirar y abriera los ojos desmesuradamente, y me tirara de las orejas. Entonces la soltaba y podía reírse como una niña que ha vivido muchos menos años que yo, como una niña que no ha vivido nada todavía. En esos momentos no me torturaba, ni ella creo que lo hiciera, tampoco. Yo la conocía tan escasamente que quería volverme atrás en el tiempo para espiarla, para verla aunque fuera una sola vez con el uniforme del colegio y los calcetines caídos, masticando una palmera de chocolate en el recreo. Ya se adivinaban sus huesos, y la esperaban algunos chicos en el muro del parque, eso lo sé. Me contaba, cuando los dos vivíamos en Barcelona y pasábamos horas en el balcón de su casa, al anochecer, escuchando una y otra vez los mismos discos que ahora no quiero recordar, que los chicos (de uno en uno, claro) la esperaban a las siete de la tarde en el muro del parque que había frente a su colegio de monjas, y que ella llegaba siempre tarde, para que ellos empezaran a empalmarse antes de tiempo, o algo así. Dice que lo que más le gustaba en el mundo, en esa época, además de los tres o cuatro poemas de Oliverio Girondo que se sabía de memoria, era que le cogieran las tetas, a las siete y veinte de la tarde, en ese muro, con todo el calor del sur, con la eterna urgencia adolescente y un poco de miedo. Vivimos juntos en Barna, una época. No mucho tiempo. Pero no nos habíamos conocido allí. Ni tampoco allí nos encontramos de verdad. En Barcelona nos conocíamos sólo un poco, creo que lo justo. Yo todavía no me conocía a mí mismo, en absoluto, y además era consciente de ello y me resultaba un alivio. Pensaba, tontamente, que ella tampoco sabía quién era, que ella vivía así, sin pensárselo dos veces, porque andaba perdida por dentro. No era cierto, claro que no. A veces pienso que siempre estuve equivocado. Desde que la miré por primera vez.

En el fondo ahora da igual, pero tengo en mi memoria, como en un congelador de barco de pesca, la imagen de su cara en aquel pueblo gaditano, arrugada porque le daba todo el sol de frente, pero desafiante porque yo aún era un intruso, y ambos lo sabíamos. No sé si yo bebí de su cerveza o ella de la mía, pero estuvimos haciendo contrabando de saliva todo el día, mientras el pueblo entero se jugaba la vida delante de un toro amarrado a una larga cuerda. Nosotros nos quedamos en un bar, escuchando el ruido de las carreras en las calles, oyendo cómo se tiraban los vasos al suelo, y riéndonos de esa partida de borrachos, suicidas y primitivos. Pero allí estábamos, el uno frente al otro, sin querer movernos de la fiesta ancestral que había a nuestro alrededor, sintiendo (ahí sé que ambos llegamos a sentir exactamente la misma cosa) que de alguna forma habíamos descubierto algo aterrador y básico en nosotros mismos. Recuerdo que ella hablaba sin parar, moviendo mucho las manos y contándome cómo eran las láminas que adornaban las paredes de su habitación, y cómo, en algunas noches de invierno, las láminas cambiaban de color, o de lugar, o de rostro (recuerdo que dijo rostro, aunque antes había dicho que todas las láminas eran de paisajes lunares, y a mí me extrañó, y luego me entusiasmó y quise ver sus láminas horribles desde la perspectiva de su almohada). Ella hablaba sin parar, y fumaba sin parar, y luego me miraba sin parar, completamente quieta, y yo no quería parar de tenerla delante. Entonces hubo gritos en el bar, y un silencio polvoriento en la calle, y ella miró hacia su derecha, de reojo, y se quedó callada, con los ojos muy abiertos y los labios apretados. La puerta del bar estaba semicerrada, y el toro se había parado justo detrás, a descansar, a resoplar, a salir de aquel encierro de calles empinadas. Nosotros sólo podíamos verle un cuerno, completamente astillado por las duras paredes encaladas, sangrando. Aproveché para besarla y abrirle la boca con mi lengua. Se dejó hacer con tanta vehemencia que creí haber acertado a la primera. Su boca, conforme iba pasando el día, también sabía a sangre. No imaginé que había dejado de ser un intruso tan pronto, que la única intrusa era ella, en mi vida y en la suya propia.
Luego vinieron más ciudades, hasta llegar a ésta donde ahora duerme. Cuando me mudé aquí casi la había olvidado.
Y todavía.