miércoles, 23 de julio de 2008

Vendrá de la manera más descalza, rompiéndome una puerta, una rotura, un desgajo.

Vendrá cuando no haya más remedio.

Ayer un vodka tónica en la tarde nos dio la solución: vivir como los monjes, pasar de la tormenta a los silencios. Disimulemos entre libros. Al fuego las oraciones.

Lo demás, un ritmo intenso de porquería. Pero es verano.

Aquí, la soledad del devastado: mis abejorros peludos y fríos, zumbando la lavanda, los monstruos arácnidos a los que he asesinado, con rayas en las patas, la tierra que se moja si la mojo.

Duermo en los trenes, mi libreta marrón yace postrada al fondo de un sinfín de cacharros en la bolsa.

Ahora miro la noche (no me di cuenta) y veo las mismas letras de ese cartel, no importa lo que digan: si dicen no aparcar, por ejemplo, si dicen no te quiero, si dicen algo urgente o algo pérfido, ya me da igual.

Es verano y ausencias y una calma rara corre por los días.

Vendrá de un huracán, molida carne, todo letras y vino, y qué alegría.



domingo, 13 de julio de 2008

Que dice David Jota, en su Frontera:

Toda mudanza abre ventanas a la duda, vértigo en suspenso. Azul infinito al batir falleba, sin ti, este horizonte; sin ti, sin vino derramado. Mirad cómo me empuja el viento del invierno, me borra del verano, me ancla a la frontera. No hay conchas en la playa. Nadie ríe mi nombre.


Yo leo sus palabras a estas horas últimas.
El domingo cae. No sé si era rápido o era pronto y así poco.
Termómetros a cero.
¿Qué son dos días cuando a veces un dolor y temblando a construir y recogiendo los tallos de las flores muertas? En dos días, esta vez, no me dio tiempo a subir a la montaña, y ni siquiera Nin o acaso qué somos ahora, sino vidas tullidas de verano.
Si sólo un poco de sol nos hace falta para huir de la templanza.
Cuando quieres que el tiempo pase y no quieres que el tiempo pase y tanto lo uno como lo otro es un punto agónico de latido.
Habrá una lejanía y yo encontraré de cerca lo que soy.
Vayamos a por otro anochecer, caigámonos del mundo.


jueves, 10 de julio de 2008


«Vivir con exceso ahoga la imaginación.

No viviremos, solamente escribiremos y hablaremos para hendir las velas.

He visto el romanticismo sobrevivir al realismo. He visto a los hombres olvidar a las mujeres hermosas que han poseído.

Hugo nunca se curará de mí.

Henry no podrá volver a amar después de amar a June.»

Marzo de 1932.
Diario de Anaïs Nin.

Henry y June



Las páginas están ajadas, ocres.

Crecimiento cero, dijo la radio esta mañana.

Niños arrojados por la borda, dijo también.

Vivir con exceso ahoga la imaginación, leí, y tuve una duda.

Se escucha el aceite en el fuego y un canto árabe que viene desde lo que ya es oscuro.

He visto el romanticismo sobrevivir al realismo, leí, y tuve una duda.

Menos mal que Henry Miller no fue, finalmente, el último hombre sobre la Tierra.

Ni Anaïs, la última mujer sentada en un sillón vencido, mirándote de frente.

domingo, 6 de julio de 2008

Dice Saša Stanišić: porque saberse algo de memoria es a menudo la cosa más triste del mundo.

En deshonor a los soldados de su libro, ayer monté en un vagón de tren que iba a Vitoria junto a dos legionarios.

En honor a su río Drina, ahora mismo observo un pantano gigante donde una pequeña figurita vestida con camiseta blanca, en la orilla, con el agua a media pierna, extiende el cuerpo en un quiebro y lanza el anzuelo lejos, casi a la altura de los postes de la luz hundidos.

Aunque voy en un autobús por la carretera y tengo los auriculares puestos oyendo a Alela Diane, puedo escuchar perfectamente el taca taca taca del carrete de la caña de pescar. ¿Dónde estarán todas aquellas cañas que había en el cuarto del patio, con su olor a aceite? Yo tenía una roja y moderna. Recuerdo el tacto del sedal.

Uno de los legionarios de ayer estaba hablando por teléfono con su sargento, informándole de los cambios del día. Utilizaba un tono amable, reposado, de fuerza y honestidad, raro. Como cuando te obligan a respetar a alguien a quien admiras. En un momento de la conversación, dijo: “Con usted tengo más feeling, por eso quería comentarle lo de los billetes de tren”. Un legionario pronunciando feeling me hizo suponer que nada permanece en este mundo.

Al despedirse, de forma aprendida e ineludible, cuando la cobertura del móvil no daba para más, el legionario dijo, alto y claro: “¿Se ordena algo, mi sargento?”, lo que me hizo suponer que nada tiembla en este mundo de arraigos.

Dice Alfred Polgar que “el corazón tiene forma de corazón”. También dice que, contrariamente a lo que pueda parecer, alcanza su sublimidad cuando sólo sirve para el latido siguiente, cuando ya no puede ser utilizado para ninguna metáfora o complejidad sentimental. Yo creo que tiene razón y lo he visto con mis propios ojos: cuando ya sólo hay un corazón que late, cuando sólo hay corazón, cuando alcanzas, como por una magia, a recoger ese último pulso en la muñeca, el último recorrido, arrebatador e inmenso.

Cuando el soldado terminó de hablar (el sargento no se ordenaba nada en particular), cogió de la rejilla su mochila del ejército y rebuscó con determinación: sacó un desodorante en spray y, levantándose su blanca e impoluta camiseta de cuello de pico, roció con él toda su musculatura, muy serio.

Mi abuelo siempre olía bien, a hombre caballero y de espalda recta expendedor de piropos y maldiciones. La distancia que va de proa a popa es la misma que va desde “querida, s’entraña mía” a “me cago en la hostia puta que te parió”, por ejemplo (con ese intermedio tan saludable: mirarse y remirarse con dieciséis años, antes de salir, en el espejo de la entrada de su casa de Isla Cristina, observar que el vestido nuevo se ajusta a la curva lo suficiente, con todas las dudas, y él, desde su mesa, pelando unos melocotones enormes, te dice: “estás de puta madre p’arriba”. Para salir a la calle pisando fuerte).

Pero tan buen olor, a perfume, a pasta de dientes, al sudor limpio de las horas de playa y luz, a ese narcótico de la infancia que era el olor a peces todavía vivos, boqueantes, al aceite dorado de los utensilios de pesca, al gasóleo marinado de los motores, a la sal hinchada.

Te recuerdo cada día, con intensidad variable en la marejada alta de llorar, a golpe de foreño, y siempre con fondo de felicidad, viento de levante favorable, esa quietud caliente de los pies enterrados en la arena, el mar chupando conchas, viendo llegar tu barco.

Capitán.