domingo, 30 de septiembre de 2007

Había desconectado los aparatos eléctricos, el equipo de música, el frigorífico vacío. Había hecho lo posible por concienciarse de que podía dejarlo todo por unas semanas, de que debía olvidarse de sí mismo a partir de entonces para sobrevivir con la dignidad media de los arrepentidos. Pero el teléfono, claro, seguía funcionando, dispuesto a dirigirle la vida. Con las manos enterradas en la maleta a medio hacer, la cabeza hundida entre los hombros flacos, dejó que sonara, varias veces, que saltara el contestador. «Coge el teléfono. Por favor.» La voz de Sofía era mucho más turbia a través del aparato. Al fondo se escuchaba un silencio impaciente y el ruido de la barra de un bar. «Cógeme el teléfono. Dijiste que hablaríamos.» Sus manos apretaron las ropas. La camiseta azul, estrictamente planchada, hundió su algodón en los nudillos. El silencio era cada vez más espeso, pero supo que no se rendiría. «Víctor. No alimentes mi rabia. Esto es cosa de los dos.» Levantó la cabeza y pudo ver su cara en el espejo, sus brazos enterrados en una maleta vieja llena de cosas inútiles para un viaje que iba a ser un error. Alzándose sobre el ruido de máquina de café y copas alzadas que salía del altavoz del aparato, un clic rompió las señales de alarma. Víctor relajó sus hombros, pero las cejas no le dejaron más espacio que el de unos ojos asustados. El teléfono volvió a sonar. No, no había absolución para la vida, para el simulacro. Víctor comenzó a desordenar furiosamente las telas alineadas sobre la cama, a arrojar las bolsas con las zapatillas veraniegas fuera del colchón, intentando sin éxito atravesar el espejo con su imagen dentro. Sofía había salido a la calle para volver a llamar. La imaginó con el cigarro recién encendido en la puerta del bar, apoyada en la pared o en los hierros, concentrándose en que sus pies estuvieran juntos y ordenados por orden alfabético. El ruido que había tras su voz era de farolas titubeando y de coches. «Puedo contar hasta cien. Sé que estás ahí. Pero no sé dónde estás, hijo de puta. No sé dónde vives. Ni siquiera sé para qué me diste estos nueve números en los que nunca contestas. ¿Sabes? Nunca fui valiente, pero si ahora alguien me diera tu dirección iría a buscarte, aporrearía la puerta de tu casa hasta que me abrieras y conmigo delante no podrías escapar, porque tú eres todavía menos valiente que yo.» Sobre la cama ya no había camisetas ni pantalones anchos de tela, la maleta estaba tirada en una esquina luminosa de la habitación. Comenzó con los libros de la mesilla de noche. Tristram Shandy voló con fuerza, derribó la lámpara de luz; la guía de Croacia se escurrió bajo la cama; Los placeres prohibidos eran de pasta dura y chocaron con frialdad contra el espejo, justo sobre su ojo izquierdo invertido; Víctor cerró ese ojo, el que correspondía, su mandíbula tembló, vibró. Sofía iba a empezar a llorar de un momento a otro, con gritos encerrados desde que era una niña, iba a empezar a llorar ya, pero el teléfono hizo de nuevo clic, las rodillas de Víctor cayeron al suelo, la bombilla se fundió alevosamente, otra vez ring, ring, otra vez su voz, más eléctrica: «¡Víctor! Tengo miedo. Todo es miedo. No me devuelvas al punto de partida, Víctor, era un juego de dos, sé que vas a huir igual que sé que me estás oyendo ahora mismo, tú lo dijiste, he huido tantas veces en mi vida que no sé quedarme, yo no soy tu vida de antes pero podría ser tu vida de ahora, no lo hagas esta vez, me duelen todos los huesos, Víctor, tengo tanto miedo, he cambiado de opinión pero no he cambiado de alma, ¿te acuerdas, Víctor, de mi alma?». Ella pronunciaba con torpeza lo que creía que eran palabras mágicas en vez de verdugos de pocas letras, diminutos y fáciles. Víctor vio el alma de Sofía aleteando por la habitación desordenada, zumbando en sus oídos estrellados, queriendo aferrarse al miedo de Víctor como una mariposa vieja con colmillos finos. El alma de Sofía tenía el mismo aspecto que el cuerpo de Sofía aletargado en un sofá, la misma vitalidad oscura y llamativa, peligrosa. Gritó, espantándola. Gritó más fuerte, estirando los labios y los músculos. ¡Vete de aquí! El alma aleteó acobardada, al fin y al cabo sólo era un despojo de voluntades muertas. ¡Vete de aquí! ¡Nunca toqué tu cuerpo, Sofía, sólo le hice marcas! ¡Sofía! Y siguió gritando, hasta sentir su garganta caliente y su estómago hinchado, gritó porque podía gritar, porque podía decidir, porque iba a marcharse, claro que sí, Split doce de agosto, la costa del Adriático. No soy nadie en tu vida, Sofía. Apártame tu rostro de las manos. Quemas. Sólo te hice un favor. Vete de aquí. «Víctor. Has estado a punto de salvarme. No la cagues ahora. Esto es cosa de dos. No te vayas.» Víctor recogió, ya a oscuras, las ropas del suelo. Un par de libros. Las bolsas con las sandalias. En el espejo sólo se veían sombras. La maleta seguía en la esquina de la habitación, como una boca abierta sin dientes, y los objetos fueron llenando, desordenadamente, la cavidad y los bolsillos laterales. Cerró con fuerza y buscó el billete en la mesilla de noche, a tientas. Al pasar junto al teléfono del salón, Sofía y su voz entrecortada iban por el número ciento diecisiete, por favor, ciento dieciocho, no te vayas, ciento diecinueve. Levantó el auricular. Sofía se calló de repente, ansiosa, muy asustada.

viernes, 28 de septiembre de 2007


La madrugada en soledad
tiene algo
de mística del terror.

domingo, 23 de septiembre de 2007


(Foto Miguel Marqués)

19 de septiembre, tren de Cercanías. Zarzalejo-Chamartín.

Inevitable,

el sol cae en dinamita

sobre el paisaje árido

o el amado paisaje.

El viaje se hace corto

o largo,

según se mire,

y los ojos

encharcados por el sueño

se reflejan,

arrepentidos o no,

sobre el cristal sucio.

En los oídos,

alguien que no es Fito Páez canta

tu amor me abrió una herida porque todo lo que te hace bien siempre te hace mal.

A lo lejos, entre la calima fría,

veo las torres de Madrid

y por primera vez tengo conciencia

de dónde está el norte o el sur,

de cuál es nuestra verdadera situación geográfica sobre el mapa.

Un extenso y plateado

rebaño de ovejas

me hace sonreír.

Si no me bajara en la parada prevista,

si este tren rompiera todas las normas

y atravesara el país,

derecho o curvado,

bajo este sol de septiembre,

si en alguna otra estación,

dentro de varias horas o minutos,

fueras precisamente tú

quien subiera a este vagón,

y el asiento de mi derecha continuase libre

como ahora,

y además,

para colmo,

trajeras contigo una botella de agua

o de licor,

unas pocas manzanas y las ganas,

eso sí,

de terminar por fin con el verano

y con este nudo de mi garganta

o de mi estómago,

porque nuestras rodillas juntas

y las manos tan juntas y las caras

con su boca y su otra boca,

y así pegados,

obsesionados

y libres de armadura

atravesaríamos el país

hacia arriba o hacia abajo,

y este barco metálico donde absurdamente

ponen jazz por las mañanas

llegaría a las aguas

y surcaría los mares y los descubrimientos

y ya no más deshielo.

martes, 18 de septiembre de 2007

No me queda más remedio que escribir. Aquí, con sus hojas secas y las grandes espinas atravesando la piedra falsa. Una y otra vez hablo de este ruido, pero es que no se acaba de nombrar. No se termina. El fruto está marchito y acobardado entre las zarzas, nadie arriesga su piel para salvarlo. Qué queréis. He salido corriendo, los músculos alterados, cuando he oído el golpe en mis entrañas. Rápidamente he desvestido mis huesos, mi carne húmeda, he apartado los objetos de mi vida cotidiana, y he observado. Completamente desnuda, sin ni siquiera yo misma bajo la piel, he aparecido. Así, sin nada en medio que clarificara los sonidos y las dudas, tenía que ser fácil descubrirlo todo. El paisaje, a veces, es desolador. Estamos todos aquí reunidos.


lunes, 17 de septiembre de 2007


Se aleja la tormenta
como el verano,
apartada estación
siempre alejada.
El sabor
ensucia la boca,
poco
y pobre.
En medio de lo más oscuro
ha gritado un rayo
con alegría.
Donde no está
el mar
por qué el estío.

viernes, 7 de septiembre de 2007


Cayeron los sonidos

y el recuerdo

de navegarte

los surcos de la carne

(suave, de niño dulce pantera)

estremece las baldosas

de la casa

y no te siento

(llegar).

Será porque no vienes.

Deberíamos

romper un par de reglas

de cotidianeidad

de adiestramiento

traernos de las manos

o de los pelos

con premura

corriendo entre los matorrales

con espinas

y ya aquí

en esta casa baja

y habitada

en esta casa sola

lamernos las heridas

en clandestinidad.

jueves, 6 de septiembre de 2007


(quiero nadar desnuda en tu sangre)


Lunes, 20 de enero de 1958

Alejandra Pizarnik



(Foto de Aurélia Jarry)