jueves, 28 de junio de 2007


Uno se alegra de
ser humano.





LA PIEL
EL CUERPO
LOS MÚSCULOS
LA SAGA



La batalla,
el agua,
el algodón.


He olvidado la palabra
que llevaba a todo esto,
la que agarraba

el cepillado
el espejo
el silencio
la noche nueva del verano
el ruido del papel
los colores de la habitación
las uñas de los pies
las agujetas reconfortantes


lo de siempre
cuando el sexo toma
el camino de la gula
y parece infinito,
luego el cuerpo es
justo lo que tiene que ser,
un cuerpo,
y además,
se compromete a llevar el alma en vilo.

martes, 26 de junio de 2007

Amerzgane, 4 de junio.

Estamos en el Atlas. Dentro del Atlas.

Desde esta terraza de sillas de madera bruscamente talladas, veo una gran montaña (ni la mitad de grande que las que atravesamos ayer con el coche) y un pueblo de tierra que se camufla en el marrón rojizo de la ladera. El pueblo se convierte en una valla verde, de huertos bajos. Desde aquí, donde el sol hiere literalmente a las ocho de la mañana, apuro el café caliente del termo y observo a los hombres (quizá también mujeres, son sólo puntos minúsculos) trabajando en la tierra. Creo que recogen el trigo con hoces pequeñas y lentos movimientos de muñeca. También hay un burro. Las palmeras y las adelfas recorren el borde de un caño seco, con apenas una base de agua oscura, de charco terroso.


Si imaginé que algún día iba a estar en un sitio como éste, no lo imaginé bien. Todo es distinto, silencioso, la figura de uno se desdobla (la carne lenta camina, conduce, duerme, poco más, mientras el alma es un puño apretado con una rara felicidad que apenas se reconoce a sí misma). Presiento que no me quedan fuerzas para la introspección, para el pequeño batir de alas de la búsqueda del placer inmediato o explosivo. Todo lo abruptamente hermoso está fuera de los límites del conocimiento. Es una paz, otra diferente, que se aviva siempre con un mínimo temblor en lo alto del pecho, irreconocible. El calor aprieta, quebrajoso. Vamos a conducir durante cuatro horas hasta llegar a las primeras dunas, más al sur (todo al sur). El trato aquí, en Irocha, es inmejorable, delicado y ceremonial, con un tremendo respeto recíproco. La comida insuperable. He dormido bajo una mosquitera que me separaba del ruido de las palomitas enormes que chocaban sus cuerpos contra el cristal, afuera, en la máxima oscuridad posible (el pueblo era, anoche, unas minúsculas luces, cinco, quizá seis, y algún camión que deslizaba sus luces abajo, por la escarpada carretera, transportando mercancías hasta Marrakech, esquivando el calor del sol). El muecín cantó ayer su llamada, por última vez, a las nueve menos cuarto, con el grito atravesando la negra noche suave.


En el coche, hacia M’Hamid. 5 de junio.

A un lado y a otro de la carretera se reparte en forma de infinito un desierto montañoso. Las grandes protuberancias pedregosas se asemejan a montes de barro, pero intuyo su dureza ardiente. Color de pizarra moteada. No hay nada. Continuas señalizaciones de curvas semipeligrosas. Estamos subiendo, otra vez. El cielo, por fin, está azul, pero se prevé que esta noche habrá nubes sobre las dunas. Durante estos días, a excepción de esta mañana, el cielo de Marruecos ha sido brumoso. Ya fuera por la calima de Marrakech, o por el levantamiento inclemente de arena en Essaouira, o por una fina película nubosa (pero sin agua) que opacaba la luz. Ahora está azul, sobre el Atlas.


Los bloques grises se alzan impasibles ante nuestros ojos. Nada parece haberse movido nunca. El principio del mundo tuvo que ser algo así. La caridad de la naturaleza, en cualquier caso, explota cada varios kilómetros en un puñado de palmeras y cañaverales. Sin hablar de las adelfas, claro, coloridas superheroínas del reino floral. Se supone que quedan trece kilómetros para llegar a Agdz, el pueblo con una sola calle y un par de cafés donde podremos parar a hacer un descanso y cambiarnos los asientos, piloto, copiloto. Pero yo no veo nada más que esta carretera medianamente firme y curvilínea, que se encarama a los bordes de los grandes montes estratificados. El calor avanza, también, entra menos aire en el pecho conforme adelantamos montañas alucinógenas en el camino.

lunes, 25 de junio de 2007

Essaouira, 2 de junio de 2007

El viaje de Marrakech a Essaouira no fue más esperanzador, aunque el traqueteo del desvencijado autobús me daba tranquilidad. Y estar sucia y espachurrada entre los asientos, con un hambre atroz y la garganta seca, también. Lo más duro para mí fue la espera en la estación, con los enjambres de niñas vendiendo agua del grifo embotellada y fría y la sofisticada y anárquica cadena de trabajo que eran los diez hombres que se dedicaban a ofrecer viajes. Uno para llevarte desde la entrada al interior, la estación con las ventanillas vacías y rotas. Otro para darte el billete. Otro para recoger el dinero (precios siempre improvisados sobre la marcha y según tu cara de inopia). Otro para acompañarte a la dársena. Otro distinto para meter tus maletas en el vientre del gran cacharro sucio. Otro para cobrarte quince dirhams por bolsa. Otro más, para asegurarte en un francés seco y violento que aquí todo el mundo paga por su equipaje, que el dinero de antes era sólo por la plaza de nuestros traseros en el autobús. Otro para tranquilizarte, para asegurarte que el autobús no va a moverse de la estación hasta que tu acompañante no vuelva del baño, hasta que no regrese de comprar agua mineral y cualquier cosa con que llenar el estómago vacío. Así hasta el infinito.


Éramos los únicos extranjeros del autobús, que salió a su debido retraso (esta particularidad me encanta, me facilitaría gratamente la vida). Pero miento, también viajaba una tipa muy extraña, italiana. Con el pelo corto a lo Betty Boop y un sombrerito árabe encajado en la coronilla, paseaba con dificultad su cuerpo orondo y exuberante (unas grandes tetas embutidas en una blusa rosa de raso falso, con los hombros y el escote al descubierto) por el pasillo central del autobús hasta encontrar asiento. También tenía los labios pintados de rosa y los ojos saltones un poco desorbitados. Como luego supimos, llevaba bastante tiempo viajando por Marruecos (dando tumbos), sólo con una breve bolsa de plástico arrugada y al parecer (según deducciones aventuradas) no tenía pasaporte. ¿Le habrían robado o era una desertora italiana, ex combatiente en una empresa de cosméticos al por mayor altamente venenosos, dada por completo a la fuga? Parecía muy feliz, un poco ida. (Las cerezas maduras me encharcan la boca.) La perdimos de vista nada más pisar Essaouira. Se quedó atrás, hablando con un chico joven que ofrecía apartamentos. Luego, inexplicablemente, cuando llegamos a la plaza ya estaba allí (¿cómo diablos había llegado antes que nosotros?), serpenteando sus caderas gruesas y su bolsa de plástico por entre las mesas de la heladería. Creo que sabía perfectamente adónde iba. Su camisa rosa brillaba al sol.

El viaje fue extraño e incómodo, pero agradable. Los paisajes áridos e interminables; parecía que el terreno nunca iba a doblarse hacia el Atlántico.

Essaouira está azotada por el viento y la arena en una constante muchedumbre de gaviotas. El puerto está custodiado por esos enormes animales con alas y una hilera de cañones, algunos construidos hace siglos en España, que se asoman por los agujeros de la muralla. El mar es marrón en sus primeros kilómetros, y el cielo no termina nunca de ser azul; un blanco amarillento, pero muy luminoso, se funde en lo más alto con un celeste desvaído, imperceptible. Las rocas permanecen, batidas una y otra vez por el agua y el fuerte viento. Tienen pinta de ser peligrosas. Huele fuerte a sal y pescado crudo, igual que en Isla Cristina. El significado de este olor en mi vida es antiguo y profundo, así que el paisaje no me sorprende, tiene la costumbre de lo familiar. No llego a impactarme hasta que estoy en el centro de la medina, agachando la cabeza para sortear túneles, o eligiendo peces desconocidos en las entrañas del mercado, mucho más tarde, dilucidando bajo el sol el precio de una sandía, esquivando a los enfáticos vendedores de hachís (aquél de ojos traicioneros) y a los niños (con sus preciosos ojos) que intercambian monedas de euro. Nuestra casa, una vez más, es increíble. Engañosamente octogonal, tiene ventanas que dan a la plaza y otras que dan a la calle. Los techos altísimos, los balcones azules, de amplia luz, colonial. Un laberinto de camas y sillones. Preciosa. Nos gusta tanto que nada más entrar barajamos la posibilidad de quedarnos aquí toda la semana (y secretamente tranquilizados, deshacemos las maletas, revoltosos). Pero ambos sabemos que no es así. Que acabaremos yéndonos el día previsto. Porque queda el otro lado, las carreteras polvorientas, el desierto, la nada. Y es eso lo que realmente andamos buscando.

Me gusta esta ventana para escribir y desayunar (leer a la altura del segundo café, del primer cigarro del día, ya el estómago saciado de pan redondo de abundante miga, con aceite y queso blando de cabra). La ventana (un balcón, en realidad), da a la plaza. Ésta es bulliciosa, pero lineal. A excepción de los autóctonos que miran el fútbol en el café de France, en las terrazas se sientan los extranjeros en sillas de mimbre, con sus periódicos, y la gente que pasea (siempre va la gente de un lado a otro de la plaza, con cámaras de fotos los turistas y con artesanales carros de madera los marroquíes) tiene un destino fijo, no se mueve en círculos concéntricos como en Marrakech.


(El agua dulce de un melón me llega, todavía fresca, al estómago.)


Luego, en la pereza de la tarde, abrir los ojos, cuando el vientre se rompe con un grito, y ver el techo encalado de esta casa, sus altas vigas de madera marrón oscuro, la luz de turbio blanco subiendo hacia lo alto, justo antes de que cante el muecín.

jueves, 21 de junio de 2007

Essaouira, 2 de junio de 2007

En Marrakech, comenzamos por pagar el triple de lo establecido por un petit taxi que nos llevó al hotel, milagrosamente. El hervidero empezó nada más salir de la estación de tren y despedirnos de nuestros mínimos amigos. Los ofrecimientos eran apabullantes y de varios tipos: apartamento, taxi, hotel, portear nuestras maletas…

Hacen falta muchos reflejos y una profunda calma. Yo no tuve ni lo uno ni lo otro, y esta sensación que no sé explicar me duró treinta y seis horas. Todo lo apacible se me quedó en el amplio encuadre de las ventanas del tren. El viaje en taxi era algo más que una locura controlada. El tercer hombre que había participado en el sistema organizativo de capturar turista para introducirlo en un taxi en contra de su voluntad era el que conducía. Menudo, viejo y con barba. Puso la radio muy alta y se deslizó, bruscamente, al interior del flujo marabunta que son las avenidas de Marrakech. Nuestras pertenencias iban en el maletero, pero no cabían (porque el maletero era muy pequeño, no porque fuéramos cargados de baúles como los Bowles), por lo que la puerta trasera iba abierta y las maletas se balanceaban con los baches a punto de caer a la calzada y ser aplastadas por el río desordenado de ruedas a nuestras espaldas. No parece haber reglas para conducir allí. Imagino que hacen falta varias semanas o meses para comprender las órdenes implícitas de circulación.
Nuestro hotel, el Ali, estaba al borde mismo de la plaza de Marrakech. Un riad viejo y sin ornamentos. (Mastico infinitamente las almendras antes de tragarlas.) La habitación, muy amplia, sólo adornada por un teléfono mal enganchado a la pared y un espejo donde se reflejaba alguna que otra cucaracha pequeña y con transparencias. El calor flotaba espeso en todo el habitáculo, el aparato de aire acondicionado era un adorno y la ventana encajaba en un redoble de la pared desde donde no entraba ni un soplo de aire del patio central. Nos llegaba claramente el escándalo de la plaza. Es un ruido de feria, alegre pero con tintes oscuros o macabros, interminable. Contamos el dinero, lo escondimos (¡lo escondimos!) y salimos a la calle, con una sensación de finales de julio en el cuerpo, de calor nocturno y pegajoso. Ése era el sentimiento que más codiciaba, el del sudor. La plaza se derramó, viva, delante de nosotros. De lejos no parece una plaza, sino un campamento inmenso en medio de una explanada de arena, con hogueras ardiendo en la noche y el humo perdiéndose en lo negro del cielo. Una multitud. Un jaleo. Pero no me sirve del todo esta palabra, igual que todas las palabras se me quedan incompletas en estas descripciones, en cualquier forma que intento de sustantivizar Marruecos. El jaleo implica una falta de motivación, una relajación implícita en el mero hecho de llevarse a cabo, una finalidad en sí mismo. El movimiento de hormiguero y bailes de zigzag de la plaza de Marrakech (la piel áspera de una uva blanca se me atasca entre los dientes) se ramifica hasta la extenuación en una maraña de motivos. Explícitos, quizá; para mí, muchos incomprensibles.

Miguel dice que mi interés por ahondar en el pensamiento y los instintos de las personas es porque necesito comprender a todo el mundo. A lo mejor es cierto. Aquí no puedo. Me bloqueo. Quizá por eso, también, tenga miedo. Un miedo que se queda insuficiente en su semántica y que se va difuminando más o menos rápido. Me conformaría con “creer” que los entiendo, con engañarme a mí misma. Para aflojar, para arrastrarme, dócil, por la corriente.

Con diferencia, la plaza de Marrakech ha sido la realidad más distinta en la que nunca me haya perdido, pero aun así guarda todas las connotaciones propias de mi entorno más remoto. De lado a lado: sí y no. Intimidación y sorpresa. Fuera las barreras del contacto físico. En la calle, nadie tiene parcela privada de aire. Todo pasa rozándote el cuerpo, tocándote, como cuando atravesando un bosque las ramas se pliegan en tus hombros y te acompañan durante unos pasos, inconscientemente, sin importarles salirse de su ruta. Y las miradas. A cualquier altura unos ojos en tus ojos, barriendo las distancias visuales de occidente. Todo esto, claro, así de vívido, es sólo al principio. Choque cultural, se llama, ¿no? Gran choque, en mi caso. Está bien viajar a Marruecos para airear tus prejuicios. El prejuicio te paraliza. La desconfianza. La masa que formáis tú y tus pertenencias es una masa atemorizada, celosa de sí misma y enormemente torpe, por no decir ridícula. No hay ningún hálito de literatura o atractivo en un turista acobardado, receloso. Es tan triste. Y tan inevitable para mí en las primeras treinta y seis horas: tras el sueño lánguido y profundo, reconfortante, de la cama de Marrakech, calurosa y amplia, de sábanas cálidas y grisáceas, alegremente fui a desayunarme un zumo de naranjas recién exprimidas a uno de los puestos de la plaza. Luego, de camino hacia el zoco, buscando un café, una señora a la que sólo se le veían los ojos me apresó la mano con firmeza mientras me engatusaba con lindos piropos y me dibujaba a una velocidad asombrosa una flor de henna que empezaba en muñeca y acababa en mi dedo meñique. La propina obligatoria que sus ojos de furia nos pedían, gesticulando y gritando en medio de la plaza, ascendía a uno doscientos cincuenta dirhams. Una fortuna. Se quedó en unos cien, para huir rápido del primer asalto. Una barbaridad igualmente. Nuestro aspecto, sentados en la terraza del café, junto a los nuevos colonos franceses, que se movían entre las mesas dándole órdenes al camarero y abrazándose lasciva y efusivamente entre ellos conforme iban llegando, debía de ser espeluznante, patético. Yo con el ceño fruncido y la mano recién lavada (los restos de henna están intactos; una flor pintada, parece, con un rotulador grueso y naranja), Miguel mirando al infinito de los aguadores y los encantadores de serpientes, bebiéndose el café a empujones violentos. Un cuadro.

Recibo un mensaje al móvil de mi hermana pequeña: “¿Has dejado ya de verlo todo distinto para darte cuenta de que la extraña eres tú?”.

martes, 19 de junio de 2007

31 de mayo de 2007. Casablanca.

Hemos llegado a las anchas tierras de África. Me siento intimidada, complacida y silenciosa. Otra vez no hablo los idiomas reinantes, ni el francés ni el árabe, pero aquí parece dar igual. Aún se conserva la importancia de los gestos. Estamos en Marruecos. No hay nada engañoso en las afueras del aeropuerto de Casablanca. Rebaños de vacas (Miguel se extraña: pacen un prado inexistente), de cabras y extensiones largas de tierra amarilla. Chabolas. Puntos de color, que son mujeres andando por los caminos. Tendederos entre los matojos. Algunas construcciones de color rosa. Es difícil escribir en este tren.


2 de junio de 2007. Essaouira.

Llevamos tres días en Marruecos. El principio, digamos, no ha sido fácil. O no fue fácil desde que pusimos un pie en Marrakech. Porque el viaje en tren desde Casablanca (donde almorzamos medio pollo asado con una salsa deliciosa y yo bebí por primera vez en mi vida Coca Cola durante la comida) fue un verdadero placer. Miguel compró billetes de primera clase que apenas costaban unos dirhams más que los de segunda, y casi me pareció una primera clase mucho más agradable que los impersonales asientos del Ave. El tren tenía compartimentos alineados a lo largo de un pasillo donde se puede fumar. En el nuestro, de seis asientos tapizados con un estampado universal, iban dos señoras marroquíes, dos turistas americanos e hinchados, y nosotros en medio, sentados uno enfrente del otro. El sol de la tarde entraba por mi derecha, iluminaba nuestras caras y calentaba nuestras piernas. Ésa es la primera sensación pacífica que tuve de Marruecos: un sol tremendamente cálido que se arroja con suavidad sobre tu cuerpo a través de las ventanas de un tren de lenta velocidad; cruzamos las tierras baldías y hermosas del centro del país, apenas nos encontramos con construcciones, con caminos marcados: rebaños de cabras gobernados por niñas púberes y alguna que otra casa crecida de la tierra.

Leemos nuestros libros. El neoyorquino ancho que está a mi derecha empieza a roncar con ahínco, duerme con la boca entreabierta y le asoma un chicle rosa de los labios, una pequeña masa elástica apenas masticada; se ha dormido justo con los inicios del traqueteo, y seguirá roncando durante las cuatro horas consecutivas. Hablamos español alegremente, pensando que nadie nos entiende. Pero la mujer marroquí más joven, sentada junto a Miguel, sí nos entiende y empieza a hablar con nosotros. Viaja con su madre. Nos cuenta que viven en Tánger, que está casada y tiene tres hijas, que sus padres se divorciaron hace años y su padre siguió viviendo en Marrakech. Tanto su padre como su madre se casaron de nuevo. Ahora van a visitar a la familia, su padre ha muerto hace poco. Miguel dice “lo siento” y ella responde “así es la vida, ¿no?”, con un tono entre la ironía y el contento que me extraña (aunque no tiene por qué), como si en realidad poco le importara, pero estoy casi segura de que es por lo inconveniente de los idiomas. La madre no habla español, quizá tampoco francés (cuando la conversación gira en ese idioma tampoco abre la boca), y está más seria que la hija, pero me gusta su presencia a mi lado. Advierto que su aliento tiene mal olor. La hija, en cambio, ataviada con un pañuelo verde en la cabeza, que se arregla una y otra vez a la altura de las orejas, tiene unos dientes grandes, limpios y con un corrector de metal en ellos. Su amabilidad es gratificante, nos regala una botella de agua y luego unos dulces de almendras, pequeños y jugosos. Hablamos mucho a lo largo del viaje. Hay en ella un deseo de agradar ambiguo, sincero pero algo forzado en la postura: pretende ser alguien moderno y de hecho lo es, pero se excusa y se esfuerza a la vez. Se excusa, por ejemplo, de la pobreza de las casas que aparecen a lo largo de las vías. En algunos momentos tenemos una conversación algo metafísica, de frases trascendentales: ella dice que el divorcio es lo más triste del mundo y también, más adelante, habla de lo corta y hermosa que es la vida y de lo poco que la disfrutan los marroquíes. Dice que lleva once años casada, en Tánger, y que no ha vuelto a viajar desde entonces, se queja de falta de tiempo, de que nunca se pone de acuerdo con su marido para coincidir en las vacaciones. Se nos pasan los años, dice, y sólo pensamos en las preocupaciones cotidianas, sin buscar un hueco para disfrutar.

Llegando a Marrakech, la tierra gruesa y desértica empieza a ser roja. El sol se va poniendo y enfatiza el color de los valles abultados. Miguel y yo salimos al pasillo a fumar. Observamos el paisaje, es justo lo que queremos, ese tipo de belleza árida, absoluta. La luna aparece, levantándose desde el horizonte, naranja y espléndida. Todo resulta pacífico y verdadero. Nuestra amiga de Tánger parece no sentir simpatía por los yanquis. El señor sigue roncando y su mujer se disculpa con la mirada. Tiene el pelo largo y de un rubio sucio, tirando a naranja. Lleva un sombrero de ala ancha negro, de paja pintada. Es típicamente norteamericana en lo que respecta a fealdad y colorido. Muy simpática. Miguel sale a charlar con ella al pasillo, fuman juntos. Hablan muy animosamente, con grandes risas. A nuestra amiga marroquí creo que no le gusta, hay un leve sentimiento de decepción en sus ojos. Yo me he dormido durante tres cuartos de hora y ella me ha despertado diciendo que estoy muy guapa cuando duermo, “no como los gordos”, ha dicho, en voz muy alta. Me siento en deuda con ella, de todos modos, por todos los consejos que nos ha dado, pero el tren llega a Marrakech y yo no sé ofrecerle nada. Nos despedimos, sin más. Su madre sonríe.

Afuera, la ciudad es una fiesta oscura.