miércoles, 30 de abril de 2008

Para M., para A.

Una vez leí por ahí que Bruselas era un tango, pero no.

No fue un tango para mí Bruselas, el tango era de otro y yo sólo vi

el desorden los tranvías

unos mellizos de pelo rizado un queso exquisito con buen vino

una boca de metro donde en la madrugada

con toda la soledad

ponen música clásica

para acrecentar la calma.

No era Bruselas un tango sino era

una ciudad que tuvo luz sobre mis pasos

un frío limpio de ventanas viejas

el mejor cuarto de baño del mundo y una tarde que siempre se me hace corta entre tus brazos

que parecen dientes

entre la suavidad y el desgarro.

Y también

los ojos de Aurélia barriendo los edificios locos

las esperas

los profesores del instituto Cervantes que se asombran por tu barba y por tu mujer

el desayuno en portugués en una casa vieja con patio de flores

Carlota sirviendo zumo y fumando tabaco de liar

las escaleras estrechas y blandas en la oscuridad

el mejor cuarto de baño del mundo

y una cama

donde nos reímos

y el pretil de una ventana

donde nos sentamos

y te agarro

recuerdas

por si te caes

porque la noche se mueve

y nos reímos

y un bar que se llama Che Guevara

donde bailamos merengue

y Pierre hace tecno con los codos

y por supuesto

no era un tango

sino un daiquiri bien jugoso

y la literatura en nuestros labios

y ese parque

donde empiezan a enfriarse nuestros pies

pero vuestras palabras

gente que me quiere

y a quien quiero tanto

me hacen recordar

que no hay ciudad donde uno no pueda ser uno mismo

y que todo está aquí

volcado sobre mis manos

que te tocan el pelo

que te tocan

que van a tocarte

y que el toque de queda está lejos

y mírala

mira a Aurélia despidiéndonos

con su abrigo verde de parisina porteña

con su sonrisa exiliándonos

un día en Bruselas

no era un tango

erais vosotros

y era Bruselas.


jueves, 24 de abril de 2008

Sólo recordar que mañana
viernes 25, a las 19:00 h
estaremos en la biblioteca de Gavà
presentando Aquí y ahora
y la novela de Pablo Gutiérrez, Rosas, restos de alas
y el sábado 26, a las 20:00 h,
estaremos
en la sala L'Astrolabi, en el barrio de Gracia de Barcelona
(c/ Martínez de la Rosa, 14)...
¿Alguien se apunta?

domingo, 20 de abril de 2008

Ámsterdam, día 3.

La casa de Rembrandt tiene chimeneas enormes en estancias pequeñas. Cobran caro por entrar pero podemos ver la cómoda donde Hendrickje guardaba su dote de bordados y seda, y la pequeña cama-armario donde dormía Saskia, seguro, con su hijo Titus entre los brazos, poco antes de morir.
En esta plaza puente bajo la que el agua marrón del canal se contonea hay pocos turistas. En una casa alargada y sola, posiblemente desde donde controlaban las compuertas del canal y el paso de los barcos, tomamos un café en el piso de arriba. Todo es de madera y está torcido. Nos convencen y pedimos unos bocadillos con grandes croquetas de carne y un plato de queso con mostaza. El sol nos ha calentado antes durante unos tibios segundos, mientras atábamos nuestras bicicletas a la valla, pero ahora ha vuelto a esconderse y afuera todo parece de frío. Vamos forrados de ropas, pero nuestras manos sin guantes, agarradas al manillar, sufren la humedad cortante del aire. Anoche, cuando volvíamos del barrio Rojo, alejándonos del centro, solos con nuestras ruedas, no teníamos frío tampoco en los nudillos. Han subido hasta aquí tres turistas más, viejos, dos mujeres y un hombre arrugado y moreno de piel. Una de ellas va vestida de morado. Un abrigo de paño morado, un pañuelo morado de flecos y casi morado el resto de sus labios pintados que queda en la taza de café marca Segafredo. Hablan muy flojito y llevan cámaras pequeñas. El señor enciende una de las velas que hay repartidas por toda la estancia antes de encenderse un cigarro.
Qué distintos son de los viejos de mi país. Incluso de los no tan viejos. Creo que muchos de los posibles turistas españoles no vendrían nunca a visitar Ámsterdam sólo porque aquí la marihuana es legal y las prostitutas enseñan tristemente su cuerpo desnudo en los escaparates. Tristes, pero sin pasar frío. Quizá no se acuerden de que esto viene de Calvino, como yo no me acordaba. Que estos hombres trabajaron por su independencia y su austeridad y su ausencia de palacios y pretenciosas iglesias, y tomaron el camino desde hace siglos para esta extraña libertad que ahora los caracteriza. Que viene desde Calvino, no desde una reciente locura sin valores añadidos. Que lucharon contra nosotros y nuestra férrea y poderosa hipocresía. Y aun así, allá abajo, caídos del continente, la poderosa hipocresía de Carlos y Felipes sigue vigente, y muchos de los turistas españoles nunca vendrán a Ámsterdam sólo por esa posibilidad, que es la misma que en el resto del mundo pero menos… sucia.

Claro que es algo descorazonador, sobre todo a esta edad incipiente mía, encontrarse por las calles del barrio Rojo montañas de grupos de chavales ingleses, norteamericanos, españoles, rusos, alemanes y un largo etcétera, armando la gresca torpe y escandalosa de la triste rebelión: esparciendo a gritos y empujones sus colocones turbios. Por otra parte, igual que en España, porque en pocos países sirven copas tan abundantes y tan copiosas como en España, el país del alcohol barato y de las noches eternas.

Suena David Gray.

Me fumo otro cigarro y Miguel bosteza mientras lee. Las nubes dan sueño.


Ahora vamos a montarnos en nuestras bicicletas y vamos a pasar frío y yo temblaré de miedo en los cruces difíciles (tranvías, bicicletas, motos, coches y personas, todo junto en un complicado sistema de ceda el paso), y llegaremos al FOAM, donde en sus puertas, unas gaviotas salvajes y de plumas limpias y compactas destrozarán con ahínco, a medio metro de nuestros pies, unas bolsas de basura llenas de papeles.


A los pies del FOAM no estaban las gaviotas que imaginé. Pero como cada tarde que hemos pasado aquí, las nubes han ido alejándose poco a poco (más bien desapareciendo sin más) y el cielo rasgado ha convertido el paseo en una delicia brillante. Tarda en ponerse el sol. Lo hace lentamente.


Que lo más feo de Ámsterdam es el barrio rojo ya lo sabíamos. Hemos recorrido puentes y calles estrechas de casas torcidas hasta llegar al museo. Miguel es mi brújula. De vez en cuando frena su bicicleta y saca el mapa, lo mira durante unos segundos (no hace falta ni que frene yo, que suelo ir detrás), y ya sabe, en forma de milagro, qué canal tenemos que coger hacia el norte para luego torcer en la segunda callejuela hacia la izquierda y al tercer puente con canastas de flores amarillas y el agua reflejando las torres picudas del fondo, ya hemos llegado.

En el FOAM hemos visto la historia del noveno piso (Jessica Dimmock). La historia de Jess y otros. La heroína en Nueva York, la misma heroína en todos los países. Un bebé llorando por su adicción indirecta al opio de la metadona, sus padres reventándose a puñetazos en una habitación y luego amándose (hay sangre brotando de los labios de él mientras se besan), practicando un sexo lento y abotargado, de fatalidad. En la mano de ella, una lata de cerveza. Salimos consternados, la vieja historia que no deja de matar.

No queríamos separarnos de nuestras bicicletas, pero nos hemos resignado a dar el último paseo por el barrio del Jordaan. Harían falta tres tardes más para disfrutarlo, tres semanas más para buscar alojamiento, tres meses para que crecieran las flores y en nuestras tazas los posos del té formaran dibujos amazónicos.

Nos ha dado por pensar, erróneamente, que en esta ciudad la gente es más feliz porque no corre por la calle, sino pedalea.


Nos ha dado por pensar, ilusamente, que el amor es más fácil en este sitio y que los niños crecen como los tallos de los tulipanes y multitud de cabecitas negras y rizadas y rubias como el vino rubio pasean encaramadas a las bicicletas de sus padres y gritan de alegría y rabia cuando espantan a las palomas.

Nos ha dado por pensar eso porque nos hemos alejado del circuito establecido para turistas ansiosos (nosotros, turistas vampíricos) y hemos visto gente que vuelve a su casa con carteras de cuero viejo y el suave atardecer y todo el mundo es demasiado guapo o aparentemente interesante y las chicas con la frente despejada y los hombres con el pelo enmarañado. Y los lugares.

Y sabemos que estamos equivocados porque aquí también tiene la gente los dientes negros y el alma agujereada pero nosotros estamos de vacaciones y esto es Europa una vez más y cenamos en el piso número siete de un nuevo edificio mag-ní-fi-co que es la biblioteca municipal con vistas al fin de mundo y luego venimos a tomarnos un vino al Eleven, que es también el último piso del museo de arte moderno y para colmo decidimos subir todos y cada uno de los escalones que nos separan del cielo negro iluminado por unas escaleras llenas de graffiti y cuando estamos arriba, nos encontramos no con el antro punk que esperábamos, sino con un restaurante-bar de diseño que ocupa toda la planta donde proyectan fotografías gigantes sobre los desagradables asuntos de la política y la muerte mundiales mientras la gente cena y algunos ríen y nosotros nos sentamos en la barra amarilla y yo escribo esto y la noche ya es un misterio de luces allá abajo y nuestra última madrugada en Ámsterdam aún no ha terminado.


En el Bimhuis, con un chupito de cointreau, y mucha gente esnob y holandesa que sale del concierto de una big band del que nosotros sólo hemos escuchado los últimos treinta segundos, Miguel me hace fotos, sentados en esta barra de cuero negro, del Bimhuis, ya lo he dicho, y yo siento que me hace fotos como si estuviera desnuda,

aquí

entre tanta gente

con jazz.

Ámsterdam, día 1.

Desalmado.

Des-almado.

(descubrimiento tardío, grandiosa obviedad)

(a la soberana edad de 29 años)

Los grupúsculos exterminadores de todas las ciudades.

Mi letra es más

¿picuda?

¿arabesca?

redonda no es la palabra.



Cuatro años después, he observado a la gente de aquí. No sólo los raíles del tranvía y el agua encharcada de pantano que embellece la piedra a pesar de. No sólo los edificios de estrechas fachadas de una Europa subversiva, independentista, sesgada del catolicismo. No sólo el dibujo indefinido y escaso de las copas de los árboles raídos. Ni tampoco el colorido impúdico de los muslos en caída de las mujeres tras los escaparates y de los neones SEX un puño de plástico a tamaño natural de persona gigante por 44.00 euros.

El placer.

Dentellada libre y obligada.


He visto ahora las siluetas de los caminantes, los perfiles blancos de los niños y los perfiles negros de los niños, las jóvenes mujeres de ojos free. Of course sabía que eran bellos los ciclistas. Pero el pelo ralo esponjado coloroso brillante lacio rastafari. Viejecitos que pasean de la mano y llevan al cuello cámaras de fotos y cruzan con dificultad los anárquicos y desiertos pasos de peatones. Los grupos de ejecutivos que sueñan con la felicidad más imbécil y no siempre espontánea. El hombre callejero que guarda las esquinas.


Es como si dentro de todos y cada uno de ellos, quienes quiera sean y por qué, hubiera algo en movimiento circular, como un juego de pesas, esas bolas que chocan entre sí como si lo metálico fuera la última razón de la vida, con un equilibrio mecánico y poderoso. En el tiempo que, de forma periódica y sutil, tardan las bolas en chocar entre ellas, hay lugar para el reposo o la electricidad. Y entonces pueden verse los libros y la necedad, el delirio compartido y la introspección más idiota, más preciosa. Hay lugar para el placer cuando no es una obligación ni un acto desesperado de redimirse de la propia vida de uno. Cuando el placer no es la única escapatoria. Ese juego de pesas he visto en esta gente y eso no significa la inexistencia de:

lo podrido

lo vacuo

la mierda

el dolor

la aniquilación

el aburrimiento más desesperanzador

lo que se acaba

la raja cortante de lo mortuorio

la penosa vulnerabilidad de lo asesino.


Por supuesto todo eso está ahí como lo está en el último lugar de las tierras más remotas.

Pero no he visto aquí, aún, lo que veo allá todos los días

ese escozor

la carcoma.

Segunda e inmensa taza de té verde y una cocacola con pajita porque en este sitio no venden alcohol.

Voy a echar una partida de póquer.


Ámsterdam, día 2.

Jaap es un hombre rubio que parece un muchacho mientras prepara nuestro doble café espresso. Es holandés, lo suficientemente guapo, sonriente, amable. Su casa es nuestra casa ahora. Vivimos en un barrio nuevo completamente… No puedo describirlo todavía. Son construcciones que han hecho en una isla que antes era tierra muerta de astilleros abandonados. Ahora no. Ahora puentes modernos y circunvalaciones despejadas unen esta isla con el centro de la ciudad, y uno tiene la sensación de estar en un país de diseño práctico y estilosamente feliz, camuflado sin la más mínima ostentación y con el ambiente de fondo (algo en el aire, en el silencio, en lo desolado, incluso en la tranquilidad de los gritos limpios de los niños) del más puro extrarradio: los límites oscuros de los puertos y las tierras de los alrededores de las vías de un tren. Aún la nueva vida no se ha comido al fantasma inerte que fue, ni siquiera para el foráneo. Y quizá por eso tenga esa especie de magia disimulada. Es como disneylandia, pero con buen gusto.



Jaap nos hace el desayuno mientras nosotros esperamos allí sentados, a la mesa amplia de su cocina, con vistas al parque y rodeados de obras de arte moderno (una locura). Nos habla, a la vez que va llenando la mesa de objetos suculentos: pan negro con semillas y frutos secos, varios tipos de queso, cereales y muesli con yogurt blanco, bollos dulces, fiambres, zumo y agua fresca. Lo último que llega son los huevos revueltos, receta secreta y apimentada. Cuando ha acabado, se sienta con nosotros y charla sobre el verdadero café italiano, el paso de la necesidad artística de rellenar un espacio al misticismo teológico de crear un espacio; cuenta que con diecisiete años durmió en una playa de Barcelona, solo, desvalijado, y que su chico, Hans, se dedicaba a arreglar coches de lujo hasta que decidió dejarlo todo y montar el primer Bed&Breakfast de Ámsterdam, para luego dejarlo todo otra vez y vivir allí, en ese sitio en el que estamos, dedicándose misteriosamente a no sabemos qué que parece dar mucho dinero y a alquilar una de las habitaciones de su estupenda casa a orillas del agua, con los barcos atracados a la puerta y unas vistas (el séptimo piso) desde donde las fábricas, con su frontalidad y sus chimeneas esponjosas, parecen dar la bienvenida sórdida y alejada que siempre acaba convirtiéndose en familiaridad.


Pero lo mejor, esos paseos en bicicleta, ese distanciamiento del barrio viejo, esa inspección, vigilancia ingenua, de los verdaderos tentáculos de la ciudad.

El atardecer.

Y la madrugada.


Ámsterdam desnuda y sin nada que ofrecer más que el aire fresco y húmedo y los carriles interminables junto al agua, que increíble sale de su obviedad para chocar en la noche con la piedra, puro puerto marino y azulado.

La luna era naranja a las cuatro de la mañana, la boca que sabe a hierba y ese medio trozo de carne de pez que baja por el cielo junto a la torre de las plañideras. La bufanda de Miguel, la luz trasera y roja de su bicicleta. Ni un alma más. Sólo los sonidos de nuestras ruedas, el pedalear.

viernes, 11 de abril de 2008


Diles que no puedo hacerlo ahora
estoy cansado es imposible
que no cuenten con que vaya
que no se hagan ilusiones
que yo sigo decidido
porque no lo voy a hacer
si quieren buscarme yo se lo repetiré
no pienso regresar
jamás es poco tiempo hoy

Iván Ferreiro


Harta
de la Mutua Madrileña, del Deutsche Bank,
una monja bajita perdida entre grandes carteles publicitarios,
nuevo XSL, y también Mercedes Benz,
harta
de este olor a quemado que tiene el aire de los lunes
nublados
imprevisibles
quién lo diría
hace tan sólo unas horas
todos amábamos la primavera.
Desquiciada ciudad
a la edad media de los treinta años
incluso si aún no los has cumplido
hay un envejecimiento
altamente probable
de tus emociones
un tira y afloja
hígado corazón.

La verdadera paz
es un eufemismo.

(aunque luego bailemos todos
como niños engañados
apretujados
seré tu amante bandido
dicen que tienes veneno en la piel)


Nos vamos a Ámsterdam.
(pero volveremos)
(supongo)


(Fotos de Miguel Marqués)

jueves, 3 de abril de 2008


Tímidamente buscamos el precipicio.
Su vertical.
Nos hace vivos.

Tímidamente encontramos.
Y qué del grito.