domingo, 30 de marzo de 2008


En la boca una blasfemia atraviesa la lengua en dos, pareciera que finalmente se tragó el gusano que albergaba la nectarina. Porque es difícil saber cuántos gusanos nos hemos tragado a lo largo de esta vida de frutas maduras.
Las patatas, alargadas y fritas, anchas de amarillo y aceite, hacen juego con la salsa de tomate. Las horas del mediodía pasan así, entre un pájaro que vuela y otro que lo alcanza, los dedos embadurnados de bacalao y premoniciones, y en la cocina muchos cacharros calentándose. Uno por cada redondel rojo e hirviente. La soledad del cocinero es agradable. El mismo cuchillo para todas las hortalizas, enjuagado una y otra vez bajo el grifo, distintos trapos para cada líquido derramado; luego todo acabará mezclándose, el tomate en ebullición, el calor del aceite que se quema y el horno amenazando a la altura de las rodillas. El resultado es bueno tras la marabunta. En la fuente de cristal, una capa de patatas, otra de bacalao salteado con cebolla, y por fin la salsa de tomate remojándolo todo. Así una y otra vez, hasta llegar al borde. Hacerlo con las manos propias, utilizar todos los dedos. Un huevo batido que se cocerá al horno, dándole un aspecto que parecía necesario. El pastel está listo, pero no hay nadie sentado a la mesa. Al cocinero, en realidad, no le gusta comer solo, así que no prueba bocado. Recoge los desperdicios y limpia el paisaje con dedicación; cuando todo está perfecto, abre una botella de vino y se sirve una copa. No llegará a beberla entera, tiene la mirada fija en la calle, donde ahora sopla el viento de la tarde y no hay pasos que se acerquen.
Uno no sabe cuántos gusanos ha engullido a lo largo del viaje, ni tampoco cuándo será la última vez que morderá un tomate rojo e hinchado, fresco en la boca como una manzana de agua, antes de que se convierta en veneno.

domingo, 23 de marzo de 2008


Abandonar un país, una colonia, dejar las calles y esos esclavos de dios extirpado, con sus costumbres olvidadas y olvidados los símbolos de la tierra a los que antes obedecían desde el nacimiento y la muerte de sus viejos,

abandonar la posesión y entonces dejarla devastada, amoratada, sin oriente, sin ti.

Abandonar un cuerpo como se abandona una colonia, después de haber arrancado un continente, una frontera, una identidad, de haber moldeado acobardado perforado (agujeros profundos, hasta la sangre negra del coágulo),

después de tu reino qué hay sino la nada.

Pésima valentía la del valiente que se va, llevándose las llaves de una tierra, las puertas del paraíso un vientre abierto, otra vez, sois libres, sois para vosotros, vuestro pueblo tiene un nombre y una herencia.

Y adentro, los palacios vacíos, el edificio consistorial, esa iglesia católica levantada piedra y mano con un sudor extraño y humillado, los muros altos en silencio y el retablo que se cae sin tu gobierno.

Alguna rata mora en los pasillos, royendo los últimos restos de esos alimentos exóticos que a los nativos les estaban prohibidos.

Sois libres otra vez,

y queda la muerte.

Un puñado de hombres como un cuerpo, mirándose entre ellos recelosos, los niños ya desnudos corriendo alborotados por la plaza, de nuevo el suelo de tierra es para los mercaderes y el ganado. Suena aún el bajo de los vestidos de las damas, blanca tela almidonada que murmulla en los paseos con sombrilla cuando hay sol.

Un puñado de hombres como un cuerpo, mirándose las manos y el pasado, lejana alegoría de uno mismo, hombre libre perdido y desterrado.

Abandonar una colonia como si me abandonaras, terrible totalitarismo el del amor, que nada deja cuando acaba más que recuerdo y

nada deja

más que seres consternados y dolientes, incapaces de olvidar que una vez fueron pero,

ah,

qué fueron.

(uno mismo convertido en un desolador país enemigo,

cantando absurdos himnos que nadie entiende,

que nadie oye más.)

jueves, 13 de marzo de 2008

Vivimos en una ciudad mitológica, ingobernable, un gran astro de cielo púrpura púrpura púrpura.

Los inmensos edificios cuando son cristal cemento sucio hierro abandonado y monstruoso nunca son capaces de esconder esa lejanía tan cercana del ocaso.

Voy sentada en un autobús donde habitamos siete razas distintas, los ojos de la niña que va delante de mí son tan negros tan imposiblemente negros. Sus párpados los entierran y ella chupa un caramelo a la salida del colegio. Lleva la mochila encima, su madre le da un pañuelo de papel para que se limpie la boca (hinchada labios oculares); es la vuelta a casa, son las ocho y diez de la tarde y la noche empuja.

Vivimos en una ciudad que nos tira el cielo encima. El cielo es algo imposible de tocar, y sin embargo aquí parece que nos devora. También eso es el colmo de la hermosura.

En la acera de enfrente me cruzo con una señora vieja que pasea en bata de guatiné azul oscuro, con muletas. Luego en la panadería suena un bolero más viejo todavía que ella.

Los jefes piden cosas irrazonables, los cigarrillos son largos como los días, con ese peso al final de innecesario, hastío de humo caliente. En una cuesta alta de Tetuán, con sus edificios nuevos y sus comercios antiguos, una pareja ha salido a combatir a la muerte y enfundados en sus mallas de ciclista estiran los músculos abductores apoyados en una barandilla, junto a la puerta de un garaje. No tiene remedio esta ciudad.

Pero también

El bruto aire que de pronto trae

Es mediados de marzo

Y todavía

No ha llegado

Pero

Ay

Ya duele

Esta ciudad imposible de demoler que no rompa destruida en mi presencia. Si esta ciudad termina, y nunca va a terminar, que no me coja dentro diminuta, aquí con prisas, el corazón inflado y asustado, las fauces entregadas por si hay magia, una magia errabunda y para siempre en su simple aleteo que sabe a nada, en su fugaz misión de darme vida. Si esta ciudad claudica, o viene el otro mundo a erradicarla, que yo esté lejos. Tiene que ser infame soportar

Encima de la crisma

Esta ciudad caída

Con su uniforme entero de delito

Con su peso infinito de belleza

Tanta miseria adentro y tanta brasa

hierve

Tanta llanura.




Foto Miguel Marqués

lunes, 10 de marzo de 2008

YO TAMBIÉN TENGO ORGASMOS MODERNOS



En primicia, una joya del nuevo disco de Alejandro:





Lara: ¿Qué es el humo?

Alejandro: el humo es la telita de niebla blanca que necesito para esconderme, hasta de mí mismo, para hacer y vivir como me apetece... para luego cantar lo que me apetece y como me apetece, que es lo que ha pasado con este disco...

Lara: ¿Y el vinagre?

Alejandro: el vinagre es el sabor de un mal trago, pero sabor al fin y al cabo... y en este disco me he bebido dos tazas, bien cargadas... y ésta es la canción más desgarrada del disco, en ese sentido... es un descanso, un alivio, donde no puedo disimular ni el dolor ni las lágrimas en balde

Lara: ¿Tienes la piel en carne viva? (Entre tu primer disco -Volviendo a casa- y este segundo hay un hilo piel de serpiente delicioso en el camino, y al fondo estás tú, graaande.)

Alejandro: mmmm me encanta, tengo la voz en carne viva, eso es lo que siento, canto más con la sonrisa puesta en lo que he vivido en cada canción, y tratando de hacer llegar eso a quien lo escuche... me gusta mirar atrás, y ver ese hilo de serpiente, ver esos trocitos de piel que se han desgajado de mi cuerpo, no sin algo de pena... pero me gusta aún más ser capaz de mirarlo con una medio sonrisa en la cara, porque lo hemos pasado, y tengo una piel nueva preciosa, que pienso ponerla al sol para que luzca!! jejeje

Lara: (¿Sabes que hasta tu lado canalla es luminoso? Eso es lo nuevo, ese rock brillante, divertido y apasionado.) Musicalmente, ¿qué has dejado atrás, con la sensación de que nunca volverás a recuperarlo, y qué permanece?

Alejandro: creo que antes pecaba (que poco me gusta este verbo) de hacer canciones intentando demostrarme no sé qué, como cada vez canciones más exigentes consigo mismas... eso no tiene sentido ya... permanece mi amor por cierta música que requiere un café, una cuchara y tiempo para lamerse las alegrías y las heridas también... mantengo y hago una música que no sirva de hilo para ninguna consulta de médicos

Lara: Qué hiciste antes, ¿escribir o cantar? Y no me digas que tocar el piano...

Alejandro: ¿lo primero? viví ciertas historias, luego las escribí al mismo tiempo, así han salido las canciones... primero escribía algunas palabras, inmediatamente salían las primeras notas, y ahí ya está la canción... luego se trata de jugar y encajar el puzzle... primero, orgasmos modernos, etc... este humo y vinagre salió de un tirón, es lo más parecido que un catalán charnego como yo, obsesionado durante dos años por el cante flamenco de Miguel Poveda, puede escribir con cierto aire flamenco... dura lo que dura, la veo como una joyita, es una de mis canciones preferidas del disco, y además está arreglada con unas cuerdas de Joaquín Calderón que la acaban de hacer única... éste es un momento clave del disco y espero que os guste... ya digo, de domingo, con café y cucharilla, para lamerse un poquito...

Muchísimas gracias, Lara, por todas tus palabras y por jugar a regalárnoslas cada vez combinadas y vestidas de maneras distintas y verdaderas, única tú también...

¡¡¡Monstruoooooooooo!!!



Conocí a Alejandro al poco tiempo de llegar a Madrid, y poco antes de mudarme de mi primera casa. Me obsesionó la literatura de sus letras, aquella maqueta que quedó atascada (una y otra vez escuchadas Tarde, Ciudad, Irene...) en el equipo de música de la buhardilla de la calle San Mateo. Luego hubo una lubina al horno y un micrófono: guardo una foto en blanco y negro, el techo resbalado del salón, los ojos de Alejandro y la mesa desordenada de platos. Me mudé de aquella casa y de otras cosas, y mi primera primavera en Madrid quedó con banda sonora de este catalán, doliéndome a veces, muchas. Era de las pocas cosas sorprendentes que la música me ofreció en esos momentos. Me encanta cómo escribe este hombre, antes y ahora. Luego nos encontramos, Madrid es pequeño y como dice Calderón, la vida es una goma tensa. Durante meses nos seguimos los pasos por terceras personas y cada vez que nos veíamos nos prometíamos un vino, una botella enorme de vino para ambos en una noche donde pudiéramos hablar de todas las palabras. En mi piso recién estrenado de Alberto Aguilera, aún sin muebles, Alejandro y yo estrenamos una noche el pequeño salón, con apenas un cenicero lleno de colillas, y charlas de entusiasmo y miedo sobre la vida (esa Corazonada... y el primer disco enterito, que sonó por las ventanas de San Bernardo tantas veces). He de decir que no hemos cumplido la promesa: nunca hemos quedado los dos solos para abrir esa botella de vino que nos debemos. Pero la vida, además de ser una goma tensa, junta lo que tiene que juntar, y a nosotros nunca nos ha separado. Ésta es una buena ocasión para descorcharla, y para que todos la descorchen. Humo y vinagre es sólo un ejemplo exquisito de lo que Alex acaba de hacer en Orgasmos modernos, con tanta piel afuera. Se puede llorar y se puede bailar y, reconozcámoslo, ambas cosas son muy difíciles de conseguir a la vez. Me alegro muchísimo de participar en esta promoción, 11 canciones en 11 días en 11 blogs distintos, la primicia antes de que el disco salga a la calle. Y me ha tocado el humo y el vinagre, la parte sureña de todo esto, con las cuerdas de Joaquín enredadas... placer es poco. Felicito enormemente a Alex y a todos los que han estado con él en el disco (y en la vida). Y ahora, a celebrar.

Mañana podrá oírse otro tema en el blog de Kika

y si quieren escucharlo desde el principio sigan la cadena, empezando por el de Víctor Alfaro

BARCELONA - 14 DE MARZO - LUZ DE GAS (BARNASANTS 2008)
GAVÀ (BCN) - 29 DE MARZO - ESPAI MARAGALL
MADRID - 4 DE ABRIL - COSTELLO

viernes, 7 de marzo de 2008

Un oído abarca un sonido estriado, es el oído izquierdo. No sé dónde estoy; esas expresiones, dame la mano, ayúdame a subir, no me sueltes, todo un ramo de flores de auxilio, han quedado huecas, repitiéndose latiéndose ya no soy capaz de escucharlas. Es necesaria ahora esta presencia de una extensión de suelo alcantarillado ríos de agua sucia tobillos delgados (van a romperse, son cristales). Si alargo los brazos puedo tocar el futuro. Mantengo los ojos cerrados mientras el esfuerzo de los músculos y algún tendón temblando me dan placer. Para no dormirme, pienso. Tengo el futuro entre las manos. Estoy tumbada mi cuerpo es suelo firme tierra en descomposición y camino. Siempre es de noche aquí. A veces, algunas veces, el color del aire es de una bruma gris y perpetua, como un cielo a punto de encharcarse o el tacto de una mejilla a punto de morir también puede ser resucitar esa parte del espacio en la que el calor es súbito y los miembros se adormecen preparándose para el frío. Así es el futuro, la cosa manchada que tengo entre las manos, está ahí, tan cerca de todo, como un enjambre peligroso avanza por las líneas enrevesadas de esta ciudad, dobla las esquinas, zum, es sólo un momento y ya está aquí, conmigo, el futuro. Hay sombras alejándose, el suelo en el que habito no me pertenece, es un simple pacto esta vida. Las calles de este sitio seguramente llegarán hasta el final, allá lejos donde no soy capaz de imaginar, donde se dobla el mundo las aceras colgando derretidas. Yo soy este asfalto que se alarga. Soy también este lugar y en mi descargo he de decir que aún recuerdo que hubo un día, bastante lejos, donde no hacía falta vivir con los brazos estirados la espalda rota ni un segundo de calma hacia el fututo tocado, al menos, con la punta de los dedos. No tiene sentido ya no hay nada. La calle se ha acabado ahí fuera todo es fuego quizá ni eso.


domingo, 2 de marzo de 2008

En el país de los tontos, somos jueces de nuestra mediocridad y, por supuesto, de la mediocridad de los otros. Un hombre joven, cerca de mí en el tren, lee a Huxley y me señala amablemente dónde ha caído el tapón de mi bolígrafo. Es negro. Es guapo y su pelo rizado crece sobre sus sienes formando un geometría envidiable. El tren va bastante lleno y muchos de nosotros nos concentramos en la lectura. Yo leo a Serge. Desde la lejanía, Kostia me habla de la miseria de unas habitaciones congeladas, de las cajas vacías de las fábricas de la revolución y del ganado sangrante acabando en los caminos: las costillas afiladas les hacen llagas en el vientre.

Llega el revisor, con su tropa de hombres de seguridad. Van armados. Tienen pistolas de las que salen en la tele amarradas al cinto. El hombre negro parece que no tiene dinero, o quizá no quiera darlo. Enseña su tarjeta de crédito, es obvio que sabe que eso no sirve para nada. El revisor actúa como un comisario o un sargento y ordena a su tropa de seguridad que le tome los datos, la documentación. Yo me pongo nerviosa con la escena. El billete son 2,90 euros. La tropa armada lo rodea, le arranca la cartera de las manos y uno de ellos anota en unos papeles con celditas números y letras. Al menos no lo han hecho bajarse del tren. Dudo. Los burgueses que se sientan a mi lado (como yo pero más viejos) hunden la cabeza en sus libros (como hago yo normalmente con estas situaciones incómodas). Decido levantarme, me tropiezo. Alargo mi mano entre la muralla de hombres con chalecos reflectantes y pistolas y le ofrezco un billete de cinco euros. Él niega, me mira: es administrativa, no te preocupes, dice meneando la cabeza. ¿En serio?, pregunto. En serio, no hay ningún problema. Se siente apurado, más apurado por mí que por él. La tropa me mira como si fuera imbécil, me compadece. La señora que está a mi lado me dice que ella había pensado hacer lo mismo que yo, pero que hay que dejar a la Autoridad cumplir con su deber, porque "son muchos".

Todos seguimos leyendo. También el hombre. Su libro tiene tapas rojas.

¿Por qué he hecho esto? ¿Lo he hecho porque leía a Huxley? ¿Porque estamos cerca de las elecciones y de pronto necesito que la amenaza pare y el mundo cambie, un solo mes cada cuatro años? ¿Porque este tren va a llevarme a otro tren que luego me llevará a un hospital donde está mi abuelo? Ah, las nubes de febrero, por fin mojando el aire. ¿Por qué tienen tanta importancia unas páginas encuadernadas agrupadas en pliegos de dieciséis? ¿Me habría levantado del asiento para ofrecer un billete si ese hombre u otro hubiera estado leyendo la Biblia? No. Y el revisor ¿por qué no lo ha bajado del tren, como le he visto hacer con otros tantas veces? ¿Porque leía a Huxley? No.

Definitivamente, soy imbécil.

Él y yo nos bajamos en la misma estación. En el andén, entre la gente, se me acerca y me explica que él tenía dinero, que no ha pagado porque no ha querido. Yo asiento y sonrío, luego bajo los ojos y sigo andando. Subo las escaleras mecánicas. Desaparezco de su vista.