miércoles, 30 de mayo de 2007


Nos vamos a Marruecos.
Al sur.
Quería dejaros algo que ocupara esta huida de varios y largos días.
Y me he decidido por lo ajeno.
Pablo Gutiérrez, el primer amigo-hombre que tuve, con todas sus consecuencias (y la infacia que se nos iba), me envió hace unas semanas un correo en el que me adjuntaba, como cualquier cosa, este texto suyo.
Aquí os lo dejo. Yo lo disfruté tanto apretándome el paladar con la lengua (de nada sirvió).
Las gracias a él por prestarme estas letras, y a vosotros por todo lo demás.


"Mi mujer dice que haga una lista. Me da un cuaderno y un lápiz, como si fuera un escolar. Pongo su nombre con redondillas y ella dice no me jodas, arranca la hoja y llora.
Llora. No como una niña, ni como una vieja que piensa en que ya no vienen a visitarla. Llora de aburrimiento. De verme feo y sin uso, incauto.
Le pido no me dejes. Ella enciende la televisión y me mira como diciendo dame tregua, no te rebajes, vete de putas, véngate, date cuenta de que hace seis meses que no te beso, un año que no te hurgo, dos que casi no hablo contigo; dice grita, bebe, da un portazo, mátate con el coche, escapa de mí, piensa que te he reventado, que te he rajado la vida, que me he cagado en tus ideas, en tu identidad, que te he rascado por dentro y he soplado dentro de ti como dentro de un cristal fundido y luego te he estrellado contra el suelo.
Mi mujer dice: haz una lista, llévate lo que quieras. Lo que quieras. Menos a mí.
Y pienso: quiero

una guerra
un sótano
ella y yo refugiados
astillas, barriles de vino, mantas de arpillera
le digo
no tengas miedo
no llores
pero ella llora en mi camisa
y su cuerpo tiembla
(sopla cálido, del sur)
como los árboles que veo desde la habitación

Quiero, firme: guerra, invasión, pogromo, un treblinka contra occidentales aburridos, la nefanda raza de los occidentales anodinos que -brama en sus micrófonos el líder- hunde nuestra nación con sus banalidades (fiebre de aplausos, las juventudes antinsustanciales
golpean el suelo con sus estandartes)
Quiero (pienso) un ombligo para los dos, el hilo de oro que nos cosa las costillas.
Quiero que no te vayas. Mejor, firme: quiero que no tengas adónde."

Pablo Gutiérrez

martes, 29 de mayo de 2007




A J.B.


Busco al diablo a veces
entre la maleza.
Yo sé que el diablo
no existe
y quizá por eso
busco.

Hurgo en la hierba
espinosa
y pienso
en las cuarenta posibilidades
del amor.
La bienvenida de una araña
no me pertenece.

Siento la tierra
pegada a mis
uñas,
hundiéndose
en lo más profundo
de las interrogaciones
de los cimientos
baldíos.

El viento llega
tenaz
como un espejismo
disparatado
de azoteas
alucinógenas
y de ojos triples.

La montaña hace
una sombra
clara
sobre mi nuca.
Estoy agachada
en mi porción de bosque,
conversando con las lombrices
rojas,
infinitas.
A todos los seres pétreos
les pregunto por ti,
por si acaso te han visto,
espectral,
atravesando la noche de mi jardín.
Con los vivos me avergüenzo.
Cuando tu nombre sale,
indómito,
en los periódicos y las conversaciones,
yo sonrío, hipócrita,
como si en verdad te conociera.

Imagino las ciudades a tus espaldas,
recuerdo algunos sueños
que no fueron tuyos.

Fuimos,
con toda probabilidad,
un par de amigos
o algo
levemente parecido.
Con independencia de la racionalidad,
muy a menudo añoro
una letra tuya
inhóspitamente hospitalizada
en el dorso de mi mano izquierda,
la que aparta
(infantil)
el trigo verde,
por si te encuentra.


Zarzalejo, 27 de mayo de 2007

jueves, 24 de mayo de 2007

Autobús 53. Madrid, 21 de mayo. 20:17 h.

No alimentemos el rencor.
Por ejemplo nunca.
Repetir.
Por ejemplo nunca.
Recopilar los colores
(los jardines han brillado
en la ciudad:
púrpura, amarillo,
verde limón).
Asumir que de alguna manera
taciturna,
de pronto se nos quiebra el sentimiento
y una simple negación
o un triste reglamento
nos agacha el alma.
Pero es sólo un minuto.
Hacer que sólo sea un minuto.
Repetir.
Hacer que sólo sea un minuto.
En mi estómago
se cuece una manzana roja
y todo el cansancio del día.
Pero el sol mantiene el cielo alto,
todavía,
y la publicidad de los autobuses
me resulta ridícula
y absurda.
Ahí me agarro.
A esa sensación de extrañeza ante el mundo
que revoluciona sus civilizaciones.
Yo quiero estar cerca de las manifestaciones
del amor
(cualesquiera sean),
cerca
de la soledad de los libros,
y de vez en cuando,
de forma distraída,
sentirme útil

precisamente

por tanta inutilidad
bien disfrutada.

(Antitécnica poética utilizada: Robertianus Teransílabo)



domingo, 20 de mayo de 2007


Pensé que en el campo encontraría la paz
y te confieso, mi amor,
que aquí sólo hay moscas.

Rebeca Le Rumeur



Hemos hecho el amor en la habitación, a esa hora difusa que precede al almuerzo, con dos moscas dentro.
Han estado pugnando por salir del cuarto, cabeceando doloridas contra el cristal de la ventana durante todo el rato.
El sonido de sus alas invisibles, molesto e intermitente, ha sobrevolado el ritual inesperado del sexo.
Las manos andaban aquí, allí, los huesos apretujados a la carne, y el ritmo fino de los músculos, todo contrastando con el posarse inquieto de las moscas sobre nuestra piel: ahora en una nalga redonda reflejada en el espejo, luego en una rodilla flexionada, como un gran estandarte para ellas, y nunca en sitios demasiado claves, ya ocupados por la saliva.
Desde la cocina venían las voces de Elvira y de Rebeca, el ruido del agua hirviendo y los cuchillos. Yo sé que ellas estaban bebiendo mucho vino mientras hablaban de hombres y de imposibles. Junto al zumbido de la mosca más audaz, rozando el hueco de mi oído, llegaba de pronto un mismo pronombre, pronunciado una y otra vez por las chicas: “él”. Era un “él” indefinido. Un pronombre indefinido personalizado en lo más hondo de la vida abstracta.
Al cabo de un rato, la psicofonía de los insectos y el canto divertido de las cocineras se han ido diluyendo en una atmósfera de cualidades infinitas.
Tu mordisco en el mordisco
de mis dientes,
una certeza animal
de la locura que se inflama dentro de la sangre,
ahí en el medio
de una brillante cotidianeidad
de moscas
y conversaciones.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Berlín, 17 de abril. En la taberna más antigua de la ciudad.

Siete cabezas prácticamente blancas y burguesas, reunidas en martes para beber cerveza fresca de jubilados, nos miran al entrar en la taberna con detenimiento y algo de reprobación. La comida es buena y autóctona, y a pesar de la madera oscura de las paredes, las mesas y los bancos, en el baño de señoras hay una pintada tras la puerta. Es como una nota dominante de Berlín, nada es lo que parece. O quizá sí, pero no para los recién llegados. Tras la puerta, el dibujo de una mujer obesa y descarada, sentada en un váter, con ligueros negros como única prenda que aprieta sus muslos exagerados, el vientre redondo y los pechos inmensos (de pezones caídos y grotescos), que apuntan al delirio y a un peculiar sentido del humor estético. ¿Hay normas? No lo sé. El resultado me gusta. Todas las señoras de cabezas blancas y pose histórica europea, al bajarse las enaguas con sus vejigas flojas llenas de cerveza, mirarán inevitablemente los pezones obscenos de la mujerona de la puerta, disparando desafiantes hacia los suyos, blanquecinos, casi transparentes; y quizá alguna sonría, al tiempo de la última gota de orín, melancólica y sobrecogida.



El césped. Berlín, 19 de abril.

Sopla el viento bajo el sol en el Berlín de mediodía. Estoy tumbada en un césped bien cuidado, donde todo el mundo se estira, buscando calor y horizontalidad. Ayer pasamos frío y yo he forrado mi cuerpo de lana. El movimiento y la flexibilidad son complicados. El río está enfrente de mí. Y a la espalda, una catedral oscura y rimbombante. A mi costado derecho un museo de pórtico romano. Al izquierdo, grúas, hierros, y moles de cemento.

Bajo el ruido de coches de la avenida, puede oírse el sonido de las ruedas de las bicicletas y las hojas secas moviéndose con el aire. También una fuente.
Hay gente joven y gente vieja. La edad media está trabajando por nosotros. Me gusta Berlín. Ayer fuimos a la puerta de Brandemburgo. Al Reichstag. A uno de los monumentos judíos. A un pequeño bosque. A Postdam Platz. Berlín es una ciudad nueva. Tecnología alemana a su alcance, reinventada, poderosa, y con un extraño e irónico sentimiento de humildad. Es cierto, es una ciudad clara y amplia, de pájaros grandes picoteando en los jardines con andares de pingüino.

Miguel ha ido a un museo egipcio, y yo estoy tumbada en el suelo, echando de menos la decadencia de Jane Bowles, que se ha quedado en la mesilla de noche. Podría estar horas aquí, si tuviera un libro. Guardo una manzana y un bocadillo de queso en la bolsa, por si me da hambre.

Ahora suenan las campanas de la iglesia, míticas y eternas. No sé si anuncian la hora o el momento. No van a parar.

Del césped al mercado.

Hoy me he levantado tarde y he bajado al desayuno cuando estaban a punto de retirarlo. Mi humor es bueno, aunque hay algo funesto en el fondo de mis sueños, posiblemente debido a las noticias que recibí antes de marcharme y a la conversación telefónica y surrealista que mantuve con mi padre. O quizá sea otra cosa, pero no me lo planteo. No quiero interpretar los movimientos de tierra y recuerdo. No es demoníaca la vida, pero no es, tampoco, una sábana santa y jugosa de confitura de limón. Masticar la linealidad de los elementos y abrir exageradamente la boca cuando un punto de inflexión caiga en anticiclón, rojo sobre negro. No negro sobre blanco.

El viento despeina mi flequillo recién lavado, pero esta vez, el sol no desaparece. No me asusta el viento. La gente es pacífica en esta plaza de puentes, sin murallas. Quiero que vuelva Miguel, que salga del museo, aunque estoy bien aquí sola.

Ahora sí, el sol se esconde por momentos. Me he sentido cansada y atrapada por los leotardos que llevo bajo los vaqueros y he decidido ponerme en marcha. Además, mi vejiga iba a explotar. En el museo egipcio no me han dejado entrar al baño sin pagar el ticket, así que he arrastrado mis pies hacia el mercado que hay debajo de la estación y me he sentado en una terraza con mesas de jardín. Hay bullicio en los tenderetes. Antes hemos comprado té oloroso, mostaza y mermelada de lima. Me pido un café con leche (me lo traen suave y rebosante de espuma). Miguel acaba de llamarme. Dice que le duelen los pies. Que ahora viene.

Una mujer alemana, rubia, ancha y de pantalones remangados, ha interrumpido el leve murmullo de la plaza, bajo las vías del tren. Gritaba, muy enfadada. Una lástima no entender su idioma. Al principio el ambiente era extrañado y tenso, luego la gente se ha reído de ella, creo. Muy digna, ha seguido su paseo por los puestos de plantas aromáticas con el ceño fruncidísimo. Acabo de ver a Miguel entre las sombrillas. Se está acercando con la sonrisa puesta.