martes, 29 de julio de 2014

Cosas de la ciudad, ese animal lejano ahora, y Elvira


El terapeuta recomienda al musgo que se centre en alguna cosa. Que se defina, más concretamente que se entregue definitivamente a algo. El terapeuta le dice al musgo: cierra los ojos, y piensa en una imagen. El musgo cierra los ojos en esa sala señorial, polvorienta y de muebles de madera oscura, y no es capaz de pensar en nada. El terapeuta insiste: tienes que buscar una imagen que te atormente, relacionada con tu problema. El musgo se siente ridículo allí con los ojos cerrados, y repite que no le viene nada. Pero sabe que ha de participar en el juego, ya que está pagando mucho dinero precisamente por jugar. Improvisa, y le cuenta al terapeuta, con los ojos cerrados, que al hijo pequeño de una amiga se le ha caído el cristal de una mesa en los dedos de los pies, reventándoselos. Elige esa imagen, sabiendo que no es una imagen, sino una idea. Una construcción. El terapeuta no dice nada. El musgo sabe que el terapeuta también tiene los ojos cerrados y posiblemente duerma. Por un momento piensa en abrir los suyos de golpe para pillarlo en falta, pero le da pudor y al final pide permiso: ¿puedo abrir los ojos ya? Sí, ábrelos, contesta el terapeuta, intentando controlar el sueño, con los párpados hinchados del esfuerzo. De vez en cuando hace bruscos movimientos con la cabeza para despertarse. Tienes que entregarte a algo, musgo. Estás en todo y no estás en nada, musgo. Prueba a cerrar otra vez los ojos y concentrarte en una imagen. El musgo, ya resignado a la somnolencia, obedece.

Leí la nueva novela de Elvira Navarro, La trabajadora, antes de que se publicara, tuve esa suerte. Me impactó lo descarnado, lo poco adornado, lo poco literario (es un decir) del argumento. Siempre me pasa igual con los libros de Navarro. Presentan un mundo fino de sencillas figuritas de origami donde parece imposible a priori que se den los profundos y certeros niveles de análisis que luego convergen. En La trabajadora, la abultada y algo freak vida de Susana, esa mujer que la narradora convierte en protagonista desde el estupefacto punto de vista del testigo, no me dejaba ver lo que luego ha perdurado en mi mente, en mi recuerdo, como la espeluznante construcción de la realidad que es la vida de la verdadera protagonista, Elisa, esa mujer trabajadora, solitaria, precaria, ansiosa. Se ha dicho ya lo indecible de esta novela de Elvira, yo la llamo su primera novela (hablo de puro género, no de calidades); no pretendo aportar nada a las excelentes críticas. Solo quiero destacar lo que ha supuesto en mi imaginario vital este trasunto de actualidad que Navarro ha creado. Una amiga me dijo hace un tiempo que yo no creía en las enfermedades mentales. Claro que eso no era verdad. No del todo verdad. Pero ¿existía ese resquicio en mí, esa superioridad falsa del que cree que las enfermedades mentales son material para el estudio, un oso polar extinto encerrado en una jaula al que podemos observar, una cría de jaguar nacida en un zoológico y alimentada con biberones por cuidadores humanos, algo, como se suele decir, que siempre les ocurre a otros? Al cabo de los meses, el poso arañado que había dejado en mí la lectura de La trabajadora empezó a levantarse. El polvo de luz de las letras se fue convirtiendo en imágenes, en conceptos, en un terrible espejo apenas deformante. Elvira no juega a las acrobacias lingüísticas, juega al cincel y a la piedra. Manipula la roca hasta alejarla por siempre del escombro. La edificación, perfecta, de la realidad de las protagonistas era la misma edificación, imperfecta, de nuestra propia realidad. Volver a La trabajadora como lugar donde están las claves. Yo, que siempre miré a los osos polares desde el otro lado, desde la barrera, el tigre de Java, el lobo gris, la ballena pigmea, mareos, alteraciones visuales, entumecimiento muscular, frío, dolor, miedo. La ciudad como el universo irreal que nos conmueve y nos destruye, las avenidas estiradas ante nuestros pies, ese dolor punzante en el lado derecho del cráneo, cancelación de planes, de obligaciones, de placeres, la palpitación, el agujero negro por donde se va todo el dinero producto de tu trabajo de ratón, la hiperansiedad a causa de lo perdido, el agujero negro por donde desaparece también todo el esfuerzo de tantas horas noches días fines de semana de tu trabajo de ratón, envejecer, morir, un avión que en vez de estrellarse te lleva al paraíso y luego te trae de vuelta a la ciudad estirada repleta compungida, respira hondo, haz extraños movimientos con los brazos, como si te sacudieras la tierra de los dedos tras haber hundido las manos hasta el fondo intentando rascar aquello intentando encontrar algo, respira hondo, no vas a morirte ahora, todo está en tu cabeza, solo eres un hámster cansado dentro de la rueda, un hámster víctima de sí mismo, esta es la vida que querías, la vida que has buscado.

El musgo sale de la consulta del terapeuta y cruza la calle Ferraz. Muchísimos coches, hace sol, un poco de fresco. Va con los ojos abiertos y una especie de satisfacción hueca: la de tener que abandonar a tu terapeuta porque se duerme en las sesiones. Estructura de poder invertida. De pronto ya no se siente musgo desvalido que no sabe qué hacer con su ansiedad. De alguna manera ahora controla la situación. Mira a un lado y otro de la calle y piensa en tomar un carísimo taxi porque se nota muy cansado. Se arrepiente. Decide cruzar de nuevo la calle y subir por Marqués de Urquijo hasta Princesa. Observa la ciudad como detenida, como tantas otras veces hace años, cuando paseaba sin rumbo, procrastinaba sin rumbo, vivía así, sin rumbo la ciudad y sus habitantes. Llama por teléfono a una amiga por si comen juntos. No le contesta. Escribe un par de mensajes. Nada. El extraño hormigueo de lo indebido, lo absurdamente indebido, la mala gestión, el hámster en su jaula, etcétera. Son ya casi las cuatro de la tarde y deambula. Por fin se deja caer, no se resiste, hace tanto tiempo: entra en Zara y se prueba varios vestidos, un par de camisas veraniegas, todo tiene un tacto estival y feliz. En todo este proceso, ha mirado su móvil unas doscientas veintiocho veces: las redes sociales, las varias cuentas de correo, el whatsapp, una, dos, tres, cuarenta veces seguidas. Por si acaso. Por si acaso algo indeterminado que no sabe qué es. Se está haciendo tarde, muy tarde, no ha comido, tiene que volver al trabajo. En la caja sonríe, saca la tarjeta, duda, finalmente marca su número secreto y se siente libre durante unos segundos, como si todo estuviera en orden, como si pudiera gastarse ese dinero. Operación aceptada. 

Publicado en la revista Quimera, julio 2014