martes, 20 de marzo de 2012

Lo único revelador de todo esto es el poema de Ashbery que hay más abajo




Una sensación de silencio y frío en el autobús. La hora de la siesta, las nubes. La gente iba lenta y callada y muchos viejos. Frente a mí se han sentado una madre y una hija. Yo estaba leyendo a Ashbery y advierto que uno no debe entretenerse con nada cuando lee a Ashbery pero la niña, con unos ojos redondísimos y enterrados en los párpados y azules, me ha mirado fijamente y ya lo he perdido todo. Hay algo inherente a toda la infancia: la manera directa de mirar, con curiosidad, alzando la barbilla y la nariz en señal de concentración o desafío. Tendría tres, cuatro años como mucho, no lo sé, todavía no soy capaz de calcularlo. Su madre le hablaba en polaco o en croata o en ucraniano y ella le contestaba en español. Llevaba un chándal rosa con las rodillas gastadas de arrastrarse y un abrigo precioso. De vez en cuando, su madre la besaba, la agarraba cuando el autobús daba violentos bandazos. Ella se ha puesto a observar las manos de su madre. ¿A ver?, le ha dicho, dándole la vuelta para mirarle el dorso, ¡tienes una pupa! Efectivamente, la madre tenía un punto rojo y minúsculo, imperceptible, en el nudillo del dedo corazón. Le ha contestado en ruso o en eslovaco o en búlgaro y ella le ha preguntado ¿te duele? y, aunque la madre lo ha negado, le ha dado un beso, varios besos en los nudillos. Las manos de la niña eran como las de la madre pero pequeñas. Iguales: las yemas de los dedos cuadradas. Los ojos de la niña eran como los ojos de la madre pero más azules. El perfil chiquito, la esbeltez de la figura. Yo he recontado para el futuro; me he hecho preguntas, muchas preguntas. ¿Cuántos son dos años, tres, cuatro? ¿Las mismas manos? La misma nariz, al menos. Quién lo imagina. Pero la genética, ahora lo sé, es mutante, también, y traicionera, y entonces he dejado de pensar, para no encontrarme con los alelos carnavalescos y el destino y el azar y todo eso. La niña llevaba una cebra de trapo, sucia, agarrada del cuello.

Ya estábamos llegando a mi parada y me he levantado bruscamente antes de tiempo. Al otro lado del autobús, unas viejas muy pintarraqueadas daban el parte: la cosa se está poniendo muy mal, y en esa calle están atracando mucho, dice una, la del abrigo de visón o de lo que fuera y la cara llena de arrugas. Sí, sí, el otro día le arrancaron el bolso a Mengana, añade con satisfacción. Pero luego se lo devolvieron, dice la otra, que yo estaba con ella. Bueno, que está la cosa fatal. Y cambian de tercio, quejándose de que cada día hay que esperar diez minutos al autobús; al parecer, salen de casa a una hora diferente para probar pero siempre les toca esperar diez minutos. Se abren las puertas. Me bajo de un salto.

Lo único importante de todo esto es que uno no debe entretenerse si está leyendo a Ashbery. Me he dado cuenta de que leer a Ashbery en lugares públicos tiene algo redentor (en el sentido laico de redimir). El libro no es mío e intento cuidarlo al máximo, las páginas están limpias y lisas. Pero he de leer algunos poemas varias veces, para que hagan efecto, para que de verdad se me congelen en el conocimiento y por el tiempo que dure esa lectura mi existencia (la de todos nosotros) sea liberada (purificada en el sentido laico de limpieza) de recortes, contaminación, hundimiento económico, células mutantes, privatización, terroristas, impagos, la desazón, lo mismo de siempre, ya lo sé. Ashbery dice lo que piensas, lo que no fuiste capaz de pensar, dice lo mismo, lo que no entiendes, lo que está oscuro, aquello a lo que nunca terminamos de poner palabras. Esperando una cola en cualquier sitio público, carraspeo para leer de nuevo, como si fuese a alzar la voz, como si me atreviera a mirar alrededor y decirle a la gente algo así. No me atrevería nunca. Repito en silencio. Por ejemplo este:

pero ¿qué va a hacer el lector con esto?

¿Un lago de dolor, una ausencia
que lleva a un mar en floración? Dale una vuelta de tuerca
y observa cómo los siglos comienzan a desmoronarse
uno encima del otro, como pisos de un edificio en llamas,
hasta que llegamos a esta tarde:

esas pocas palabras deliciosas extendidas por la superficie como mermelada

no importan, ni tampoco la sombra.
Hemos estado viviendo de una forma blasfema en la historia
y nada nos ha dañado o puede llegar a hacerlo.
Pero cuidado con la monstruosa ternura, ya que fuera de ella
los mismo archivos romos nos acechan. Los hechos toman el control de la red

y la dejan hecha ceniza. De todas formas, es la vida interior
de la persona lo que nos da algo en lo que pensar.
El resto es tan solo drama.

Entretanto, las combinaciones de cada circunstancia prolongable
de nuestras vidas continúan soplando contra ella como hojas nuevas
al borde un bosque una encarnizada batalla acontece brutalmente
durante todo el día. No es el entorno, nosotros somos el entorno,
mirando afuera desde el exterior. Las sorpresas que la historia
nos tiene preparadas no son nada comparadas con el golpe que nos damos
cada uno de nosotros mismos, aunque el tiempo todavía lleva puestos
los colores de la mezquindad y de la melancolía, y la vida en general
nos sigue yendo demasiadas tallas grande, pero
mantiene su estilo, hilado de cosas que nunca acontecieron
junto con aquellas que sí lo hicieron, provocando que sobreviva un estado de ánimo
donde la vida y la muerte nunca podrán hacerlo. ¡Hazlo dulce de nuevo!

John Ashbery, Una ola, traducción (jum...) de Ignacio Infante.