martes, 27 de febrero de 2007

Acaricio su mano y el tacto de las venas en el dorso de la muñeca me estremece. Algo de mis propias venas se remueve hacia el centro, al sentir que estas otras están dispuestas para mí sobre la colcha, como minúsculos ríos de agua que hierve, desnudos ante el acecho de mis dientes.
Sigue en mí el tacto, el pensamiento.
Porque la calma de esta habitación viene a parar al sueño, a la tarde inmóvil de invierno, con el sol caído y unos perros rebeldes desgañitándose al fondo de la plaza.


AYAMONTE – TAVIRA - VILA DO BISPO - CABO DE SAN VICENTE –CARRAPATEIRA – LISBOA – SINTRA - CABO DE SINES - PORTO COBO -VILA NOVA DE MIL FONTES – ZAMBUJEIRA - CARRAPATEIRA




... Eu ja encontrei o meu ponto fraco.


Carrapateira. 31 de diciembre de 2006.

La luz. Los campos abiertos sin tejados. Prados que podrían ser Italia. Las manos al volante y menos tos. El desayuno en Vila do Bispo fue suculento y portugués, se arremolinaron parejas en el salón donde ya no había niñas viendo televisión en la tarde noche sino una abuela sonriente y lozana. Madrugar es tan satisfactorio a veces, cuando hay sábanas blancas en la cama y sábanas blancas tendidas en el corral, y un coche también blanco que te espera manchado de humedad, y un pan blanco con queso y una jarra de café para ti sola encima de la mesa. Irte de un sitio. Querer volver al momento.

Carrapateira sorprende con su extensión de desierto y olas largas. Allí de nuevo el sol y las pequeñas piedras, todo el viaje por delante y ni rastro de lo vivido. Cuando los árboles marcan el camino y yo piso el freno o el acelerador y la tarde hace siesta en la autopista y Miguel duerme a mi lado durante quince minutos de ciento cincuenta kilómetros por hora, entonces eso es la paz y yo lo entiendo: una ciudad al frente, un acantilado atrás, los restos del sexo de ojos vendados y algo que funciona, que camina. Creer que eres feliz y que eso es inquebrantable, saber que eres feliz y que el futuro es un barco donde caben todas tus pertenencias. Luego, a lo mejor, volver a dudar, plantearse con repetición las triples letanías de lo cotidiano, lo que no es viaje.

miércoles, 21 de febrero de 2007


Sólo unas nubes lentas y no lo suficientemente grandes. El camino estaba despejado. En el maletero, el ruido de una botella de orujo chocando con un rioja y un rueda. Piensas por favor que no se rompan, que no se encharque de alcohol el coche. En El Escorial estaba puesto el rastro, he paseado por los tenderetes observando los precios caros de esta parte de la sierra. Me he parado en el de aceitunas. Un africano de los países lejanos y un argentino me han atendido mientras se daban pellizcos en las nalgas tras el mostrador. Han sido simpáticos y cuando el sol no se escondía, les brillaban las sonrisas. He comprado altramuces, cebollas blancas aliñadas, soja, lentejas pequeñas y judías negras. No sé si nacemos con esta nostalgia de querer ser de otro tiempo, de disfrutar como en una película de tus manos revolviendo el monedero, tocando las habichuelas pintas en los sacos.

Acostumbro a volver a casa cargada de bolsas. Luego se me tensan los músculos de la espalda y hago muecas extrañas al volante. Eran las dos de la tarde, pero el camino seguía despejado. Cada vez me dan menos miedo las señales de tráfico, las flechas. Despiste, dislexia, no sé, pero siempre pienso que voy a elegir la dirección equivocada, que en el último minuto cambiaré de sentido aunque ya haya encendido el intermitente hacia la izquierda. El camino es tan bello. En verano tendré que bajar las ventanillas para que entre aire, y el sonido chirriante de la correa de ventilación me atormentará los oídos. Pero todavía es invierno, y cambio el casete de la mujer griega que canta por una cinta de blues demasiado cascada. Hago ahora una reflexión propia de mí y me doy cuenta de que no tienen sentido los tiempos verbales que estoy utilizando, pero todo cuadra con la sensación atemporal de documental o videoclip que uso cuando conduzco sola. También me pasa cuando conduzco con Miguel a mi lado y quedan muchos kilómetros para llegar no sabemos dónde.

La carretera se estrecha y se curva al dejar Peralejo atrás. La Guardia Civil no me ha hecho ni caso, estaban multando a otro automóvil más veloz. Cambio de marcha con la suavidad del asfalto que se empina. Del cenicero sale un humo que huele a Camel quemado. No presto atención, ahora viene un tramo hermoso de piedras y árboles caídos. Veo las montañas al fondo, las montañas de mi casa, pétreas y combatiendo el paisaje, absolutas. Comienzan a adelantarme los audi, los bmv y un ford infinitamente más grande que el mío. Yo me tomo mi tiempo, estoy pensando en frases que podrían ser escritas, no sé qué hora es, no tengo prisa por llegar, las montañas se me acercan y las bendigo. El sol ha vuelto a brillar sobre el salpicadero, mi mejilla izquierda está caliente y me siento viva. Juego a olvidar los badenes de Zarzalejo Estación, juego a meter segunda cuando ya las ruedas han rozado el cemento alto. Y empiezo a subir, a dejar atrás a los muchachos con mochilas que se insultan de vuelta a casa. Gente vieja pasea por el borde de la carretera sin andén que se alza hasta mi casa, con sus curvas peligrosas y su belleza sin visibilidad. Una señora con falda plisada y zapatos de deporte camina con fuerza, luego otras dos. El sol brilla también en sus cabellos blancos. Me gusta la gente vieja que pasea. Mi abuelo el marinero paseaba por la carretera de pinos que llevaba hasta la playa más alejada del pueblo. Paseaba todas las tardes, hacía kilómetros y kilómetros con su paso rápido. A veces, algún viernes, cuando nosotros llegábamos al pueblo, nos lo encontrábamos de frente, con sus piernas delgadas y su barriga hinchada y respingona, andando por la carretera. Lo saludábamos, le pitábamos, le tirábamos besos. Pero nunca subía con nosotros al coche. Llegaba hasta el final, se daba la vuelta; creo que pensaba en los años del mar. Cuando vuelvo, alguna vez, creo que voy a encontrármelo, a las cinco en punto de la tarde, paseando por el borde de las marismas. Mi otro abuelo el marinero también paseaba, pero por la orilla de la playa, con las olas rompiéndole en los tobillos. Decía un, dos, papa y arroz, y se iba alejando mientras yo intentaba seguir su espalda recta y morena, sus hombros altos. Ahora dice que no puede pasear porque se hace pis todo el rato. Yo siempre le digo que no se queje, que está hecho un toro. Aunque se haga pis.

En la última curva, la más estrecha, donde mi pueblo montañoso de ahora me da la bienvenida, me hago un lío con la palanca de cambios. El autobús que viene del instituto se ha parado justo a la entrada, y mi coche se queda torpemente quieto a sus espaldas. Veo una mano diminuta que me dice pasa, inútil, pasa, y por fin lo adelanto. Elijo otro camino para llegar a casa, el que bordea la iglesia. No hay nadie por la calle, sólo un perro canela y espigado, que merodea siempre mi jardín, me saluda cuando llego a la pequeña verja. He aparcado perfectamente, hoy. Saco las cosas del maletero, el sol me toca la espalda. Las llaves funcionan con delicadeza, la casa por dentro está luminosa y quieta, con el desorden de la mañana como intacto. De pronto no sé qué hacer. Ya estoy aquí. Mi cabeza fluye a otra velocidad, más incompleta, con los pies en las baldosas. Miro alrededor, evito los espejos. Me sirvo un poco de vino blanco frío. No sé qué hacer. Son hermosos los caminos, la línea intermitente de las carreteras, el suave peso de la mente cuando uno viaja, cuando uno atraviesa las tierras y los montes. Una luz criminal entra en mi habitación, y yo la cubro con mis manos.

martes, 20 de febrero de 2007

viernes, 16 de febrero de 2007


VÍSPERA DE VIERNES

La luz de una vela y un gemido antes de la mañana.

Un gemido para cada grieta del aire cuando la luz traspasa firmamentos delgados como músculos del pie.

El pie sube, se agarra a la pared de piedra.

Hay señales.

Contrapuertas secretas para este mundo nuevo que habitamos.

Dijimos una vez: basta.

El pie tiembla; es la luz de las farolas de la niebla que preguntan por el día siguiente.

Siente la piel el fuego de la llama y no se retuerce al pensarlo.

Lo dijimos una vez: no importa el dolor.

Quiero que vengas antes que la noche, puedes aparecer desvencijado, hecho un cúmulo de malas intenciones.

Recogeré tus huesos uno a uno, caricias para un náufrago.

El pie tropieza, es carne fresca lo que ha encontrado.

Tiene un sentido doble tu presencia: la hora del amor y del ahorcado.

La cuerda un epicentro en la batalla, toque de queda y gritos, sabes que guardo el sexo en la garganta.

Tiempo de vivos.

Esas palabras tuyas, las de la isla, miramos tanto al mar que nos volvimos mudos de hacer calor, tiernos de espanto.

Yo sé que allí nos vimos, nos encontramos.

Ahora es otra cosa.

Todo en tu mano.

domingo, 11 de febrero de 2007


Se acaba el té nocturno y empiezan las reconstrucciones.
A veces me gustaría ver en blanco y negro, olvidarme de los matices.
No está de deseos la noche, y las protuberancias del mundo me asaltan por la espalda y por los ojos (tengo los auriculares puestos y no las oigo llegar, son invencibles; para escribir he de dejar los párpados subidos, son insistentes).
Hoy no nieva en mi parte de la cama, y dicen que al otro lado piensan los escalofríos por sí solos, pero yo no sé, Granada queda lejos a esta hora y será largo el nocturno, será obligado.
Olvidarme de los matices, de la proliferación de insustanciales sustancias.
He olvidado el nombre de ese local subterráneo donde ponían música en desorden y proyectaban en las paredes películas porno de los años sesenta.
He olvidado el sitio donde colocaba mi mejilla para oír los temblores de las ruedas que les salían a los caballos en las piernas, los caballos que se estrellaban contra mi ventana cerrada y atravesaban el tiempo descuidado de mi cuerpo.
He olvidado el humor repentino de las olas del Guadalquivir, tan mortecino.
He olvidado las palabras que dijiste antes de que la lanza te cruzara el pecho.
He olvidado las palabras que dijiste mientras sacabas la lanza de tu tórax.
He olvidado las palabras que dijiste cuando me clavaste esa punta afilada y roja a la altura de donde pensabas que yo llevaba puesto el corazón.
He olvidado que prometí abastecerte de dulzura.
He olvidado que hay un lugar para hacer conjuros: saltos de altura miniaturas rozaduras de la piel.
No he olvidado cosas pesadas como plomos de pesca, no he olvidado que en el entrecejo tengo un baúl lleno de nervios negros, no he olvidado los misterios.
Olvidar los matices.
Alquilarse un planeta y destruirlo.
Golpes de efecto de los sueños, verdaderas fronteras entre mi inútil mano izquierda y la derecha tan usada.
Silba un viento afilado como la lanza, recuerdo que tengo un hueco con tu nombre y suenan las espadas, me bato en duelo, te traigo dentro.

miércoles, 7 de febrero de 2007


Es difícil explicar

algunas cosas que uno

no se explica.

Estaría bien

darle al interruptor de apagar los interrogantes

clic

sentir el agua en la frente

lejos de todo bautizo

y las hojas secas de la estación pasada

pegadas a tu cuerpo

como una mano tibia

mojada

mano

que tibia.

("Recordati di me, che son la Pia."

La Divina Commedia)

(En Florencia estaba lloviendo, el puente, en verano, lleno de paraguas negros; escribí una postal sin preguntas, ahora recibo un invierno sin respuestas, es Madrid y el cielo se descompone en tiras de plástico dormido, yo acepto la palabra y el desafío.)



viernes, 2 de febrero de 2007





Durante unos días, alguien que sabe cosas que resultan exactas e infinitas, ha estado preparándonos té con canela y azúcar negro. Llamaba a la puerta de las habitaciones y traía unos pequeños vasos con un té espumoso y caliente. Esperaba a que lo bebieras, leía lo que Rebeca escribe en las paredes (todo lo que Rebeca escribe con una letra fugaz), posaba unas manos grandes en la mesa y te agradecía la hospitalidad como un regalo de los cielos oscuros.


Cenábamos despacio. Arroz, vino picado y pan de centeno untado en crema de hierbas aromáticas (preferíamos untar a fumar). Dexter Gordon una y otra vez en estos días. La bienvenida se convirtió en ritual. Luego estaban las conversaciones: los partos caseros, Lispector, lo que irradian los cuerpos concebidos, el espíritu pobre de algunos viajeros, el segundo de neón después de la luz del vientre, Saramago, lo irreal de la civilización cementérica y la música de la tierra. No hay preguntas. Es suficiente mirar, dicen. Hay presencias que, de tan reales, te hacen sentir fuera del mundo. Un roble ancho, una pantera que se desangra, las piedras grises que guardan el silencio de los montes. Y mi raza, tan imperfecta y ansiosa, con el desequilibrio informativo en cuerpo y alma, apenas rozando los pies en la arena, casi transparente, débil.


He aprendido algo. En Guinea-Bissau, en lo que de verdad es Guinea-Bissau, los caminos sólo están hechos para que pase una persona. La vegetación ha corrompido el hueco que dejaron los coloniales para sus vehículos. Hinchado de verde, el camino se alarga hasta el horizonte y sólo dos pies lo recorren. Si hay alguien más que viene de frente, entonces uno se aparta, espera y deja pasar, antes de volver a pisar la tierra.


Las casas han crecido, levantándose curiosas y fértiles desde sus raíces.


La horizontalidad.


Oli Da Silva se marchó ayer cuando el sol calentaba en el jardín. Bajó las piedras y cogió el tren de cercanías. La casa se quedó quieta durante la tarde, y nosotras nos escapamos por el surco de las montañas. A la vuelta, una luna terriblemente llena había invadido el puerco reinado de la era de la luz eléctrica.