viernes, 27 de abril de 2007

17 de abril. Al principio.


Al principio, Berlín es una cama blanca. El sol calienta las paredes. La piel brilla, preludiando. Es fantástico.

Luego me quedo sola, y duermo la tarde.

Al cabo de unas horas, cuando siento que ya he llegado, salimos a pasear. Los espacios son tan grandes. Edificios que me resultan gigantescos, cuadrados. Ventanas. La avenida Karl Marx. Se hace de noche tras la lluvia (es agradable, ahora, mojarse la nariz).

La ciudad nos recibió primaveral, calurosa, algo española en los acentos de la gente del Sunflower. Pero agotamos la luz con nuestra lánguida guerra y cuando llegamos a la calle, un cielo tupido de blanco y unas aceras mojadas e inmensas habían sustituido al calor amenazante del mediodía. Miramos hacia arriba y hacia los lados, apenas nos cruzamos con personas. La lluvia cae amable, y nos refugiamos en una enorme librería que está a punto de cerrar. Tocamos las cubiertas de los libros viejos con nuestros dedos húmedos. Las estanterías son de madera oscura y reluciente, hay mesas y sillas para leer. No entiendo una palabra, y a pesar de eso saco algunos libros de su lugar, los abro, los guardo en mis manos durante unos minutos. Compramos un mapa y unos cómics antiguos. Después, nos encerramos a tomar café tras unos cristales, en una cafetería desnuda y amplia. No falta un detalle geométrico a mi alrededor. Me destellan los puntos de rojo desgarrado, el azul chillón de las flores dibujadas en la pared.

Se va yendo la luz del sol, que se pone, rosácea, tras lo lluvioso, y Alexanderplatz se abre ante nosotros, funcional y caótica, en obras, quieta de raíles. La luz es lo fluorescente. No existen las farolas en su verdadero sentido y el río parte en dos la piedra de una forma oscura y nítida, a la vez. Los museos enseñan su alumbrado interno, su funcionalismo estético. Unas proyecciones con sonido iluminan un edificio escondido en la avenida, detrás de la catedral. No hay nadie más que nosotros en la calle. Me gusta esta ciudad de historia renovada. Abrimos la boca, imagen tras imagen.




Pero tengo la sensación, eso sí, de que por este cielo preñado de lo último añil que queda en los bosques lejanos, sobre esta modernidad mil veces acabada y levantada, sonará el batir de alas de un pájaro monstruoso, enorme, de ruido prehistórico, y sobrevolará nuestras cabezas solitarias, con el pico abierto, mitológico, planeando entre los misteriosos e impertérritos cementos de Berlín. Como un terror liberado.



Ya la noche ha caído, y yo siento la ciudad achicándome el cuerpo. Me dejo hacer. La oscuridad en Berlín es valiente. La atravieso.

martes, 24 de abril de 2007

Antes de la guerra era Europa y el Cercano Oriente; durante la guerra, las Antillas y América del Sur. Y ella lo había acompañado sin reiterar demasiado sus quejas, sin demasiada amargura.

El cielo protector, Paul Bowles






Para Jane Bowles, que supo ser libre.




A veces hay que agradecer el paso de unas manos por tu vida. El camino recorrido por los ojos, las huellas de las palabras. Personas divinidad, reinantes profundidades rescatadas, entregadas. Jane Bowles me ha acompañado durante las últimas semanas, con su pierna recta y su lengua ácida. Dicen que no pudo separar la vida y la literatura, quizá por eso escribir, para ella, fue un intento tortuoso de perseguir lo que no existe más allá de los límites del cuerpo. No he leído ni un solo libro suyo, de los pocos que quiso terminar. Pero su biografía está preñada de alimento. Cuatrocientas páginas cargadas de azabache. Vino conmigo a Praga, a Berlín, a las noches solitarias de Zarzalejo. Se me acabó su vida en una mañana perezosa de Lavapiés. Pesa el fantasma ahora, como pesó Emma B., hace un par de años. La echo terriblemente de menos. No hay remedio: contaré los días que me quedan para volar al Atlas, intentaré enterrar mis pies en la blanda arena marroquí, por si me encuentro una horquilla suya aguantando el miedo de los placeres prohibidos.

Gracias a Nano, por poner este libro en mi casa.


sábado, 14 de abril de 2007

Y es que quizá
no todo termine aquí
donde yo pongo el pie para acabar la música.
Igual que quizá
no todo empiece aquí
donde yo saco punta al lápiz
afilo los cuchillos
prendo esta varilla de incienso
indio
y me pinto los labios
(para nada).





(Universo: estudio de la imaginación de dos amantes lejanos)


Creo que parecen perros
aullando el compromiso,
desgañitados de amor,
largos gemidos perrunos
que se entrecruzan en la tarde
y no persiguen victoria,
pues qué victoria tiene
la unión de sólo dos
seres humanos,
que acabarían, cualquier mañana,
desgañitados de pena,
con el pelo mojado
de los perros de la lluvia,
mirándose a los ojos
fieramente
muertos de dolor
por los huesos perdidos.



Pero yo, independientemente de estas reflexiones nocturnas de programa de jazz en la radio y fuego en la cocina y preparación de alimentos hermosos para una cena,





pido poco más en estos días que este jardín sobrecrecido, ilimitado de insectos, y este desayuno pacífico de sol intermitente,

y estas manos que se posan sobre un libro, calmas, y luego


me estrangulan la garganta.





Nos vamos a Berlín.

jueves, 12 de abril de 2007

En el centro de Madrid está lloviendo. Imagino mi jardín, solitario, allí arriba. Con la hierba empapada, no sé si agradecida por este abril oscuro.

Toda esta casa está llena de ropa limpia y amontonada. Los calcetines hacen hileras en la barra de la ducha y en lo alto de las puertas.

alcoholic
sheep
pregnant
knife

Se acumulan los folios en mi escritorio mínimo.

Un papel amarillo con pegamento en su dorso hace equilibrios en el borde de la madera, a la altura de mi frente: En la huida no hay camino, sino rastro. Ignacio Aldecoa.

Esto de aquí abajo también fue Praga.


domingo, 8 de abril de 2007


Es cuatro de abril. Mi madre cumple cincuenta y dos. Bordeamos el río y antes de que se ponga el sol, decidimos comprar una entrada, entrar, escuchar. Somos las primeras. Al principio creemos que seremos las únicas, porque no hay un solo turista esperando para oír a Mendelssohn. Nuestro atuendo no es en absoluto apropiado para el mármol de las escaleras.

Música. Concierto de orquesta. Se va llenando poco a poco y cada vez es más fuerte el olor a perfume viejo y dulce. Las mujeres se han vestido de ropas elegantes, con brillantina o rasos negros. Entra una señora con cara de actriz alemana, el pelo recogido en laca y una falda larga y estampada. Su jersey naranja de cuello vuelto da calidez al paisaje. Todos han venido al Rudolfinium en miércoles santo, y en mitad de la pascua, unos judíos de barba recortada y pajarita saludan a sus conocidos extendiendo amablemente las manos a través de los asientos. Hablan antes del comienzo. Sus acentos, mezclados, me resultan caóticos, repetitivos y veloces, como cuando uno tiene un mal sueño y se le aceleran las palabras, incomprensibles, en la cabeza. Sin embargo, observo que las que hablan con tono histérico son las mujeres, los hombres muerden la pausa de otra forma.

Las señoras que vigilan las puertas parecen monjas católicas, austeras, cancerberas y rígidas.

Entran los músicos.

Veo quince violines, cuatro violoncellos y dos contrabajos. Luego entran trombones, una chica con flauta travesera. Mujeres hay cuatro más, aparte de ella, una viola, dos violines y un cello. Son jóvenes, más jóvenes que los hombres. El director de la orquesta se mueve graciosa y enérgicamente, como un gorrión que tuviera las patitas enterradas y sólo pudiera agitar la cabeza. Se antepone a lo que vendrá. Se convulsiona con fuerza y luego todos, acompasados, deslizan sus fibras de caballo y sacan la música de la madera.

No puede uno moverse mucho aquí. Da sopor. Las lámparas del escenario iluminan prácticamente la gran sala y no hay intimidad para el bolígrafo. Me gustan los violinistas gordos y melenudos. Me fijo en los zapatos de ellas: el riguroso negro queda roto por el color blanco de la piel. Son zapatos de tacón, algunos atados al tobillo, brillantes. Como de charol. Me pregunto si no estarán incómodas con ellos, sentadas y quietas sin mover los pies. Una de las chicas, la más joven, lleva los hombros al descubierto. El director la felicita con un mínimo gesto del mentón. Ella hace una reverencia con las pestañas.

Un xilófono.




La intensidad de la música sube, ahora parece que hay guerra dentro de un bosque de duendes encolerizados.
Las palabras de la música de cámara: anacoreta
suicidio
vespertino
obligación
telúrico
séptimo
hamelin
checoslovaquia
trueno
suspiro.

(Dejan unos segundos para la tos y los picores. Rápido siguen. Ahora interpretan a un compositor checo del siglo XVIII.)

El orden, la maestría. Todos deberían bailar a medio cuerpo, como el director. O se me ocurre, también, que podrían ir vestidos de otro color. O que uno de ellos, el más atrevido e incauto, podría ponerse de pie y seguir tocando así, mirando al cielo de Praga. A las lámparas enormes de esta bóveda dorada. Pienso que pequeñas bailarinas con trajes vaporosos y alados surgieran de pronto de algún sitio inexplicable, y saltarinas e ingrávidas se pusieran a contonearse entre ellos, o entre el público.

Crujen las rodillas de los más viejos. Me gusta estar aquí, rodeada de checos silenciosos. Tienen las narices afiladas, puntiagudas, predispuestas para las elegantes gotas del hielo cuajado del Moldava.

El director se seca la calva con un pañuelo blanco en un intermedio de toses. El órgano, presidiendo el alto del escenario, se exhibe, impávido. Los órganos son también irreales; todo vísceras y metal.

Durante el concierto, he comido alrededor de doce almendras garrapiñadas que guardo en un cucurucho de papel, dentro de la mochila. Las compré esta mañana en los puestos de la Plaza de la Ciudad Vieja. Las he comido a escondidas, dejando que la saliva las pusiera blandas en mi boca. Imagino que una de las monjas viene a mí, con sus gafas colgadas al cuello y sus ojos lacrimosos y reaccionarios, y me dice: “No está permitido escribir durante el concierto”.

Vaya. ¿No hay bis?