lunes, 30 de enero de 2012

viernes, 27 de enero de 2012

Nueve. Ahora me toca a mí



Antes de ayer le leí un cuento por primera vez. 
(En ocasiones leo en voz alta mis lecturas, pero eso es distinto; eso se parece más a la locura o a la soberbia de pensar que se enterará de algo, que le importará.)
El de antes de ayer era un cuento para ella, especial. No sé si me hizo mucho caso, pero me late el corazón de impaciencia por el mundo nuevo (y viejo) que se abre ante mí. 

martes, 24 de enero de 2012

Ocho. Mi corazón es una mansión Dotcom o todos necesitamos que el invierno llegue de una vez

Otro día de sol.
Otro día de sol.
Otro día de sol.
Otro día de sol.
Otro día de sol.
Otro día de sol.
Otro día de sol.
Etcétera, etcétera. 
España no produce petróleo.
¿Qué produce España?
Otro día de sol. Otro día de sol. Otro día de sol.
Supongo que alguien tendrá la delicadeza de señalar el camino con flechas, con marcas en los árboles, con cruces sobre la puerta del centro de la Tierra. 
Digo, para los que estamos completamente perdidos.



miércoles, 11 de enero de 2012

Siete. Las cosas del año nuevo



Me hipnotizo con Las mejores intenciones (dirigida por Billie August, escrita por Bergman). Me hipnotizo tanto que no veo la película, sino la serie de cuatro capítulos, como me habían recomendado, para que dure más. Creo que todo lo que hace Bergman me gusta, todo en lo que tome parte. No conocía esta obra, y es un préstamo de Aitor, con quien uno puede estar hablando (aprendiendo) de cine hasta siempre, hasta que se acabe. Ir a merendar orujo de hierbas a casa de alguien un domingo por la tarde y llevarte prestada una película escrita por Bergman es un planazo. Esto me resulta una joya rara, un participio, algo antiguo lleno de nostalgia, pero sin embargo es de ahora mismo y si hago recuento no es tan extraño ni tan ocasional. Mila me trajo un libro de Medardo Fraile la víspera de final de año. Una edición preciosa de los años setenta. No había leído a Fraile y estaba pendiente. Sin mover un dedo ya, aquí. He devorado el libro a picotazos antes del sueño y a borbotones en una sala de espera. Maravilla, algunos: «Las profesiones», por ejemplo. Y hace algunas noches terminé de leer un cuento llamado Nieve que me regaló mi hermana. No subrayé ninguna frase, impactada por la brevedad de la página, por la pequeña metáfora. Un cuento de los que deberían contarnos antes de irnos a dormir. Incluso hay más: ayer por fin empecé un libro que me trajo en sus manos Aroa, un libro que yo la vi leer a ella, Purga, de Sofi Oksanen. Genial título y apellido rastro. Es una novela generosa, y apenas llevo cuatro capítulos, la leo con curiosidad y un poco con ceño fruncido. Aroa es una de mis portadoras de libros. Cuando voy a su casa me presta siempre alguno. Tengo que devolvérselos. Los tengo apuntados en una lista: ella me prestó Las teorías salvajes y también Las lagartijas huelen a hierba. No contenta con eso, a veces me manda paquetes por correo. Dentro, cosas como Los ingrávidos. De Los ingrávidos podría hablar mucho rato y a la vez callar, porque me fascinó en modo congelamiento. Ocurre que lo leí en un hospital, y quiero que pase más tiempo para deslindar ambos recuerdos: Valeria Luiselli y hospital. Asombro, rabia, absoluta comunión y un poco de envidia. Hospital.

Hoy es una noche como otra cualquiera y a la vez es una noche que destruye a las demás. Uno tiene a veces que detener ciertos sentimientos si quiere seguir adelante. Quiero decir, si no quiere chocarse contra la pared y hacerse sangre. Todo está bien pero tengo ánimo de perro enjaulado. De perro de la lluvia. Sin muchas fuerzas, eso sí. Lo que he contado antes (lo que la gente me da) me ilumina; pasar a limpio las correcciones de L.C.P. me ilumina; siempre V. me ilumina; alguien que silba abajo y prepara alimentos (¡esta noche delicatessen hamburguesas caseras!) me señala dónde está la luz y por supuesto: la luz ahí. Pero, por qué no, esta noche podría ser como aquellas noches, podría ser definitiva, incontrolable, noche de desaparecer, trágica noche de prender fuego a las fotografías, a las postales, a las facturas, rociar las paredes con alguna porquería. Agujero. ¿Esto me pasa porque estoy enganchada a Las mejores intenciones o porque, es inevitable, van a acabarse los contaminados días de sol? Los ojos tristes de Samuel Fröler (que son en realidad los ojos tristes de Henrik Bergman). La ciudad oliendo a todo lo que tiene que suceder y todavía no. El refugio, en la madrugada, de la piel, un poco más caliente al apretar, porque no estamos solos. Porque no estoy sola.