miércoles, 30 de junio de 2010

Allí.

Lloraba porque quería estar en otro lugar.
Fugarme a mi esquina del planeta.

lunes, 21 de junio de 2010

No tengo cámara web

soy tan informáticamente pusilánime que las cámaras web me dan miedo

cuando voy a un ciber, y ese ojo me mira agarrado al borde superior de la pantalla, lo aparto de un manotazo, por si acaso

¿por si acaso?

confío confusamente en la individualidad y en algunos de los motivos necesarios de la independencia íntima

lo aparto de un manotazo

(en realidad me da vergüenza)


Cuándo vamos a dejar de hablar del fin del mundo

yo cuando tenga tiempo dejaré de hablar del fin del mundo

empezaré a hablar del mundo sin fin

esa mentira

Cuando tenga tiempo a lo mejor me tumbo en mi jardín, lleno de mala hierba, seco (qué súbito ha sido todo), y con los brazos extendidos espero a que suban los insectos hasta que me pique todo el cuerpo

pero lo que es realmente seguro es que me sentaré en una silla, con cuidado de que las garrapatas no transiten mis tobillos, y esconderé mi cara del sol bajo un sombrero, para poder leer durante horas sin dolor en los ojos


Otra vez me esperan los libros, sobre todo uno de ellos; impacientes, olvidados


Incluso cuando el verano prometa consecuencias

yo estaré obsesionada con las causas

dicen que ha llegado ya

pero tú y yo sabemos de sobra

que está aparcado a la vuelta de la tierra

escondido de nosotros

los que aún no somos capaces de desnudarnos.

sábado, 19 de junio de 2010

Mientras espero a que regrese el verano.

jueves, 10 de junio de 2010

Viernes 11 de junio, a partir de las 19 h
en la librería La Central (Madrid)
presentación de Siglo XXI.

He intentado poner las fotos de los autores y la invitación,
pero Blogger hoy no está de mi parte (las fotos salían enormes y cortadas por la mitad),
así que para verlo bien, en el blog de Fernando Valls, por ejemplo.

¡Gracias!

martes, 8 de junio de 2010

BRASIL, número cinco


14 de mayo de 2010, centro de Río de Janeiro.

Junto al promontorio de tierra que separa Ipanema de Copacabana, las olas rompen fuertemente y se abren al cielo formando altos túneles para los surfistas más experimentados. Nos sentamos en la piedra, con los pies colgando, a verlos cabalgar. ¿Este océano nunca para? Ayer hizo un día de sol. Caminamos por la orilla de Copacabana dejando atrás los puestos de sillas de plástico donde ofrecen bebidas por 3 o 4 reales. Gente de ojos oscuros arrastra carros o bicicletas con cajas de corcho, vendiendo comida junto a la pequeña lonja de pescado que ya están limpiando para cerrar. Copacabana es una bahía ancha y popular. Deslizo mis pies descalzos por la arena brillante y la espuma me moja lo tobillos. Copacabana es una bahía larga jalonada por altos edificios blancos. Una ola me cubre a traición y empapa mis pantalones de tela hasta las ingles. Decidimos ponerlos a secar en una terraza junto a la carretera, donde nos tomamos una caipirinha para abrir el apetito. Hay poca gente, pero el murmullo es sensible al movimiento. Nos intentan vender de nuevo gafas para la presbicia, pareos con la bandera de Brasil y cucuruchos de papel llenos de maní. No puedo, soy alérgica. A todo. Pasamos el día entre las calles del barrio, más histriónico que Ipanema, más alborotado que el elitista Leblon. Subimos al Pan de Azúcar. Tengo vértigo a veces. Cuando el sol nos deja, escondiéndose tras el Corcovado, regresamos a casa.

No llamamos a nuestros nuevos amigos, no huimos en la noche hacia Lapa, a ver música en directo, ni siquiera nos emborrachamos mucho. Escogemos pasar la última noche cerca de casa, visitamos otra librería, Argumento, donde uno de los dependientes abre discos plastificados para que yo pueda oírlos antes de comprarlos. Otro, encargado de los libros, intenta recomendarme literatura brasileña pero creo que no tenemos los mismos gustos y desisto. Acabo llevándome un clásico de Machado de Assis. La cultura está muy cara en este país.

Cerca de la medianoche, nuestra cama alta y blanca nos recibe con indolencia, cansada de nuestros juegos y de mis malos sueños.

Esta mañana hemos dormido hasta las nueve y media, algo inusual, un regalo del último día. Hemos dejado todo recogido para meterlo en nuestro autobús nocturno, y hemos subido al Centro en un bus de línea, con el aire acondicionado puesto, supongo, a 12º, como viene siendo normal en la ciudad. Mi garganta empieza a resentirse.

El Centro es otra cosa, es lo que faltaba. Adoro las islas, las carreteras secundarias, los desiertos y los centros de las ciudades. De pronto ha sido como si acabásemos de aterrizar en el país. El contraste es fuerte, con ese punto de locura de las ciudades mágicas. Altos edificios acristalados, montañas de hormigón de geometría dispar se mezclan con la piedra ancianísima y lo señorial y colorido de las casas coloniales. Ejecutivos, trabajadores, paseantes, mendigos, niños de torso negro y desnudo que te acarician el brazo o te ofrecen un servicio de limpiabotas, ningún turista. A la sombra de algunos árboles y de algunas sombrillas, cuando se nubla el cielo, corre un aire de tormenta que me estremece y cuando el sol cae me hierve el cráneo. No hay término medio. Nos hemos propuesto almorzar por muy pocos reales y creo que nos acercaremos a un bar gris, de mercado, donde te ponen 100 gramos por 1,25 reales.



Miguel, ahora mismo, escribe delante de mí después de mucho tiempo. Levanta la cabeza y se queja porque tacha muchas frases. No sé ya cómo decirle que nada importa.


Estoy en la Biblioteca Nacional. He tenido que inventar un cuento acerca de que investigo la historia de la literatura de Brasil para que me dejen entrar, hoy no era día de visitas. ¿Es posible que no visite estos lugares en mi país y aquí lo haga? No sé por qué me ha dado esta inquietud en este viaje. Apenas he leído cuatro páginas de un libro de João Gilberto Noll, Rastros do verão, a cuatro ojos con Miguel (siempre más fácil), y como he conseguido entender algo (bastante más que en cualquier otro idioma que no sea el mío), decido lanzarme a las librerías y llevarme una mínima porción de literatura brasileira en portugués. En unos puestos de saldo que había junto al mercado (creemos que perdiéndonos dentro de él es lo más cerca que hemos estado de Brasil desde que llegamos hace diez días, eso y una tortuga gigante nadando junto a mi barco), he encontrado por fin el libro de Jorge Amado que buscaba, Capitães de areia. En las librerías lo vendían en bolsillo a 25, 26 reales, aquí he encontrado una edición antiquísima por 5. ¿Por qué me lo llevo, qué sé de él? Apenas nada. Que fue publicado en 1927, que es la historia de dos niños. Un Oliver Twist de Bahía. Ni siquiera de eso estoy segura.

Estoy esperando a que me traigan el libro que he pedido. Estoy sentada en una silla vieja, de plástico azul, frente a una columna inmensa. Mi mesa es un pupitre de madera de hace un siglo. Tengo una placa que dice así: «Sua mesa é a 2. Na saida, entregue este cartão e os livros no balcão. Obrigado». Por fin me traen el libro, Os modernos, de Humberto Bastos. ¿Por qué este entre miles? Porque me gustó su nombre cuando pasaba las innumerables fichas del cajetín de madera 786, LIT BRA. Es mucho menos antiguo de lo que simula. Publicado en 1967, parece del siglo XVIII, por su amarillo y por su olor, que me hace estornudar. Habla de los revolucionarios literarios de la primera mitad del siglo XX. Allá voy. Afuera, suenan sirenas intrigantes. A mi lado, una señora pájaro teñido lee El poder de la Cábala y apunta signos extraños. Ya se ha hecho de noche. Queda poco para que esto acabe.



jueves, 3 de junio de 2010

BRASIL, número cuatro

13 de mayo de 2010, playa de Ipanema

No es lo mismo la playa de Ipanema al sol que la playa de Ipanema a la nube.

Antes de salir de casa, nos avisaron de que no pasáramos por la zona del metro General Ossório porque había una redada de traficantes. Se siembra fácil el escándalo en esta ciudad. Hemos cogido un autobús desde Leblon a Ipanema y no vimos nada extraño. Quién sabe.

No es lo mismo Río de Janeiro a la nube que Río de Janeiro al sol. Ipanema es una playa urbana que yo imaginaba mucho más salvaje, mucho más de los años cincuenta, más parecida a los desolados paseos marítimos de algunas playas del sur de Portugal. Su arena, sin embargo, es de azúcar, es cierto. Hoy está salpicada de gente y cada minuto viene alguien a ofrecerte algo: un tatuaje falso, un vestido de color chillón, agua, cocacola, limonada fresca o gafas para la presbicia. De las olas estruendo, dentro de las que se podría construir un edificio, salen a veces puntos negros que cuando están cerca se convierten en esculturas humanas que nadan contracorriente.



Anoche cenamos pizza en casa de Leandro Müller, en el barrio de Leme. Mientras nosotros charlábamos con Leandro (un escritor brasileño de dos metros de alto, rubio y de ojos azules, que habla cinco idiomas), su chica y sus amigos miraban el partido del Flamengo contra la Universidad de Chile. Perdieron los Flamengos, hubo gritos y maldiciones. Estar allí con ellos era como estar rodeados de amigos en cualquier piso destartalado de Madrid. Pero Leme está en Río de Janeiro. Así que estar allí con ellos era como estar en el barrio de Leme rodeados de amigos. Leandro también conoce a Felisberto Hernández y a Juan Filloy. Y a Roberto Arlt. A él lo encontramos en la librería Travessa, uno de los paraísos de Río. Entre las estanterías repletas de libros (más biblioteca que librería) nos invitó a su casa y nos recomendó al poeta Drummond, del que he comprado una antología. Espero entender algún poema.

La arena de Ipanema, cuando se me queda pegada al torso, es realmente azúcar. Trasparente. La chuparía para deshacerla con mi saliva.

Es una injusticia irse mañana de Río en un autobús nocturno hacia São Paulo. Volver a España, con toda su cuadrícula vital que en realidad es un triángulo o un hexágono. Sopla el viento en Ipanema. Ayer cayeron tantos chaparrones (sin violencia, en horizontal, como ríos) que subió tristemente mi nivel interno de desasosiego. No es nostálgica la lluvia de Brasil pero no soportaría ahora un otoño de nuevo. Las sandalias de goma, mojadas, los pies mojados, los hombros. Una humedad infeliz. La contra-amenaza. Por muy lejos que uno se vaya no. Pero tan, tan lejos, es cierto que. Miguel me pide que le escriba una palabra en la espalda con mi pilot rojo. La tinta es rosácea sobre su piel. Si un rato más nos quedáramos aquí. Hasta que se nos desgastara el conocimiento. Me dice frases bonitas, yo las recibo cálidamente al sol. Me dice: no hay prisa; y yo sigo escribiendo.

Dicen que esta tarde lloverá de nuevo, pero el cielo es de un celeste caribeño. Está bien, no me importa. Los coches frenan con agresividad y el viento sigue soplando desde el mar.

martes, 1 de junio de 2010

Brasil, número tres

Río de Janeiro, 12 de mayo de 2010

En realidad no es invierno, es otoño. Pero cuando regresemos a Madrid será primavera, ya gorda. Y por momentos es completamente verano (llevo bikini bajo la ropa y calzo chanclas de goma), y a veces, como es natural, quedan las avenidas de Río de Janeiro inundadas de charcos otoñales.

Solo llevamos aquí dos días y la isla ya es un pasado reciente y añorado, de esos que te pillan por sorpresa cuando los recuerdas y te llenan de asombro.


La última noche en la isla fue jolgoriosa. La última tarde en la isla fue la última tarde en la isla. La cercanía del mar y del embarcadero con nuestra terraza de madera era tanta, que la intimidad que te proporcionaba la habitación era una intimidad consciente. Tras las cortinas blancas echadas, pero con la puerta y las ventanas abiertas y sintiendo las voces de la gente en el paseo y sobre todo la constancia de las olas, eras consciente de tu desnudez, de tu ducha, de tu cama y de tu sueño. Eras consciente de las tardes en la isla mientras tú, ahí, en tu puesto de vigía, decidías pasar las horas en tiempo plácido.


Todo ocurre muy rápido o, mejor, ya se me echa encima el momento del regreso. Es mal contrato. Hay mucho por hacer aquí, mucho por limpiar (no aquí, en mí). Ha pasado volando. Está pasando volando. Pasará. Pero no aún.

La última noche en la isla fue de jolgorio y amigos. Estos amigos de 36 horas que uno hace en los viajes, cómoda compañía en general, inmediata. Éramos una gran mesa. Fue simpático.

La mañana de partida se despertó brillante y nos despidió una isla muy distinta a la que nos acogió enterrada en las nubes. El viaje hasta Río, en una Kangoo sin velocímetro, sin espejo retrovisor y sin varias cosas más, apasionante.

El barrio de Leblon es mi pequeño trocito de Alemania, de Francia, mi pequeño trocito de Río de Janeiro. La casa donde vivimos está llena de libros de Anaïs Nin, Kerouac, Rubem Fonseca, un pequeño gato amarillento y peludo y un perro enano de pelo lacio que se tumba en la puerta de entrada y no te deja pasar. En nuestra habitación, hay un cuadro de arte japonés sacado de una exposición en París. Julia, la hija de Fatima, se pasea por la mañana con una falda volandera amarilla que deja ver sus estrechos muslos torneados. Para mi gusto, tiene carita de francesa, sus ojos son enormes y oscuros y a veces parece que su sonrisa es falsa, de tan hipnótica. No es cierto. No sé dónde duermen la madre y la hija, casi todas las habitaciones de la casa están alquiladas a parejas de extranjeros: dos orientales (¿China, Taiwán, Japón?), dos australianos, ayer se fueron dos ingleses y nosotros.



La mesa del desayuno es redonda y rebosa de tazones viejos de cerámicas y cubiertos de plata. Por la mañana, si hace sol, entra una luz por las ventanas de madera blanca como un signo del pasado. Si tengo ganas de fumar, salgo a la calle atravesando varias verjas ya muy desencajadas y me siento en un banco corto bajo un árbol, en la acera de enfrente. Me gusta la intimidad de nuestro cuarto, la dulce invasión que hacemos en la casa. Quemo mis propios inciensos para ahuyentar el posible olor a pelo de gato. Frente a la cama, tras una mampara, hay un váter y un pequeñísimo lavabo esquinero. Es el lavabo más pequeño del mundo y está aquí, en mi habitación de Río de Janeiro.