viernes, 14 de febrero de 2014

Teoría cotidiana del miedo

Texto publicado en la revista Quimera, diciembre de 2013


Nunca me despierto cuando el despertador me llama. Siempre un poco más tarde. El acto reflejo de posponer la alarma del móvil una, dos, hasta tres veces, lo hago en sueños, lo hace esa mujer oculta que vive en mí, esa mujer determinante y en paz que duerme sin que nada la moleste, en ocasiones, ni siquiera el desgarrador grito de su hija, la pequeña niña de dos años que se despierta en medio de la noche una, dos, hasta tres veces. Cuando me he levantado hoy ya no había nadie en casa. En las habitaciones, el resto de la mañana cotidiana: los pijamas por el suelo, la cuna deshecha, el biberón con restos de leche encima de la cómoda. El café, ya frío, lo caliento en el microondas, aunque esto suponga un acto previsible de futura muerte: ¿no hay algo maligno dentro de ese barato electrodoméstico, algo que nos llevará a la tumba? Cada pequeño acontecimiento alimenticio, cada movimiento a través de las radiaciones, es una confirmación del terror. No respiramos aire, respiramos ondas electromagnéticas.

Vivo en una ciudad sin tiempo. Arrastrando los pies con destreza atravieso la casa, organizo ropas, vacío y lleno el lavavajillas, estiro edredones, abro el frigorífico: un montón de verduras se agolpa en los cajones. Son verduras ecológicas, supuestamente no transgénicas, que nos traen cada semana desde un huerto a las afueras, porque pertenecemos a un grupo de consumo. A lo mejor esto es un poco de oxígeno, un poco de autosuficiencia, una ilusa manera de escapar. Seguramente no nos librará de nada. Pero están mucho más buenas que las otras; son más feas, más sucias, más reales. Las cebollas y las zanahorias llegan llenas de tierra, tanto que hay que frotarlas con el estropajo antes de guardarlas. Entre las cabezas florales de los brócolis duermen gordos gusanos verdes fluorescentes, y escondidas en los pliegues de las gigantes hojas de acelgas, se arrebujan arañas de imprudente tamaño. Bajo el grifo todo queda limpio. Mi esperanza se cuece dentro de la olla: garbanzos, acelgas, ajo, pimiento, patatas y alcachofas.

Vigilo la olla en el fuego con el corazón en un puño, que en realidad es el estado habitual de mi corazón. Ya con los zapatos puestos, apuro la distancia entre las habitaciones observando los asuntos pendientes. Los asuntos pendientes son una catástrofe ambiental en mi vida, algo que crece sin remedio, desorbitadamente, algo que adquiere la contundencia de una plaga bíblica sobre Egipto. Los hay de muchos tipos, están los calumniosos, los que pertenecen a la región del pánico: apuntarme a yoga, o a pilates, o a natación, salir a correr, montar en bici, en fin, la lucha contra la decadencia; quitarme una muela del juicio, ir al neurólogo, al ginecólogo, al dermatólogo, pedir por favor que alguien me haga una endoscopia o cualquier otra constatación infame de que puedo seguir viviendo en relativa calma. Pero también están esos otros asuntos apetecibles, por ejemplo: acariciar la edición de Nórdica del poema a tres voces de Sylvia Plath, Tres mujeres, traducido por María Ramos e ilustrado por Anuska Allepuz, poema que hiere acerca de tres tratamientos diferentes sobre la maternidad y su metamorfosis, abro con nerviosismo una página y leo: «Estoy en casa a la luz de la lámpara. Los atardeceres se prolongan. / Remiendo una falda de seda: mi marido lee. / Con qué belleza la luz abarca todo esto», y aunque agarrada a esos versos está la sórdida ironía de Plath, la venganza tibia a la sociedad, a la amargura, yo siento una envidia descorazonadora de esa imagen. Una envidia incoherente. La misma que me da el cuadernillo Teherán, de Bárbara Zagora Cumpián, que su padre ha editado en los «Cuadernos del Agravio» del Árbol de Poe, en esa imprenta artesanal, la tinta fijando en el papel de la China cada tipo: «Hermanas prisioneras / concededme la serenidad».

Vivo en una ciudad sin tiempo, pero no vivo en Damasco, no vivo en el desierto de Níger, no vivo en Túnez, no vivo en Pekín, cerca de la plaza de Tiananmen, vivo en esta ciudad sin tiempo donde hoy luce el primer sol helado del otoño y en las amplias calles de mi barrio vuelan las hojas amarillas y huele a monóxido de carbono, hidrocarburo y óxido de nitrógeno, pero la ciudad sube hermosa por las avenidas y todo parece que funciona y todo parece que es posible y al otro lado del semáforo en rojo ya diviso la escuela infantil donde está mi hija, pinturas en los pasillos y alboroto, y ella saldrá corriendo al verme y me abrazará las rodillas y la cogeré en brazos y buscaremos un lugar paraíso donde pasar la tarde, al explosivo ritmo de los que aún no tienen miedo.