
Yo no conocía estos veranos frescos. Sólo hace calor si te tumbas en la hierba, sobre un edredón brillante, color crema, que atrae tanto al sol como a las moscas. De pie corre una brisa que, sin ser fría, me pone la piel de gallina. En lo único que se parece este verano a aquellos otros es en que compro y leo libros con una sed de infante (Ryu y Haruki Murakami, Ishiguro, Toews, Kureishi). No sé qué pensarán los vecinos si me ven aquí extendida, con una falda de flores y sombrero de paja en la cabeza, soportando el sol agudo de las montañas, resguardada en el suelo de la brisa, completamente sola. A lo mejor piensan la verdad, que me he caído rendida, buscando una palabra sonora, volátil, estúpida, una palabra inodoro y a la vez rendición, una palabra infinita con la que conquistar este agosto amortiguado de golpes y sombras, este mes escurridizo y sin personalidad.
Lo del mar es otra cosa, ya se sabe. El mar tiene el sentido de lo único y no importa, entonces, cuáles sean las congojas impostadas. El vértigo del mar es lo contrario del vértigo.
Si cuando juntas tu frente con la mía (y afuera el barrio arde en fiestas coloridas) yo me pongo a observar el mapa que hay colgado sobre la cama, olvido nuestras preocupaciones, las de ambos. Porque veo claramente que el estrecho de Gibraltar antes no existía (y tampoco, entonces, el del Bósforo, igual que en ningún caso el bulto saliente de Brasil tenía sentido alguno), y empieza la cadena de grandezas directamente proporcional a mi miniatura. Todo esto tiene que ser una farsa, un juego loco, los minúsculos aquí, bajo los flexos, con tanto empeño y tanta cuerda de sangrar, debatiéndonos absurdamente con la poca cordura y las muelas apretadas, mientras allá lejos, alrededor, en todos los lugares posibles que no nos caben en la mente, la vida es otra cosa más injusta y más hecha de materias planas. El alejamiento de las placas, el ozono, el bruto aire congelado.
Qué ridiculez.
Pero nos queremos a pesar de eso y no de forma inevitable, aunque quién sabe. Quién sabe si no seguiríamos amándonos por encima del calentamiento del planeta y de los exterminios de las flores y del hundimiento de nuestro continente favorito, amándonos así, a intervalos lluviosos e irregulares, con bolsas de climas fríos bajo los brazos, mientras las fronteras se separan para siempre enfrentando en la distancia nuestros bosques calcinados, nuestras reservas agotadas, y nosotros, ya ves, olvidados, perdidos, mirando el mar para pensar en otras cosas, queriéndonos sin remedio en mitad de tanta tontería y tanta catástrofe.