31 de mayo de 2007. Casablanca.
Hemos llegado a las anchas tierras de África. Me siento intimidada, complacida y silenciosa. Otra vez no hablo los idiomas reinantes, ni el francés ni el árabe, pero aquí parece dar igual. Aún se conserva la importancia de los gestos. Estamos en Marruecos. No hay nada engañoso en las afueras del aeropuerto de Casablanca. Rebaños de vacas (Miguel se extraña: pacen un prado inexistente), de cabras y extensiones largas de tierra amarilla. Chabolas. Puntos de color, que son mujeres andando por los caminos. Tendederos entre los matojos. Algunas construcciones de color rosa. Es difícil escribir en este tren.
Hemos llegado a las anchas tierras de África. Me siento intimidada, complacida y silenciosa. Otra vez no hablo los idiomas reinantes, ni el francés ni el árabe, pero aquí parece dar igual. Aún se conserva la importancia de los gestos. Estamos en Marruecos. No hay nada engañoso en las afueras del aeropuerto de Casablanca. Rebaños de vacas (Miguel se extraña: pacen un prado inexistente), de cabras y extensiones largas de tierra amarilla. Chabolas. Puntos de color, que son mujeres andando por los caminos. Tendederos entre los matojos. Algunas construcciones de color rosa. Es difícil escribir en este tren.
2 de junio de 2007. Essaouira.
Llevamos tres días en Marruecos. El principio, digamos, no ha sido fácil. O no fue fácil desde que pusimos un pie en Marrakech. Porque el viaje en tren desde Casablanca (donde almorzamos medio pollo asado con una salsa deliciosa y yo bebí por primera vez en mi vida Coca Cola durante la comida) fue un verdadero placer. Miguel compró billetes de primera clase que apenas costaban unos dirhams más que los de segunda, y casi me pareció una primera clase mucho más agradable que los impersonales asientos del Ave. El tren tenía compartimentos alineados a lo largo de un pasillo donde se puede fumar. En el nuestro, de seis asientos tapizados con un estampado universal, iban dos señoras marroquíes, dos turistas americanos e hinchados, y nosotros en medio, sentados uno enfrente del otro. El sol de la tarde entraba por mi derecha, iluminaba nuestras caras y calentaba nuestras piernas. Ésa es la primera sensación pacífica que tuve de Marruecos: un sol tremendamente cálido que se arroja con suavidad sobre tu cuerpo a través de las ventanas de un tren de lenta velocidad; cruzamos las tierras baldías y hermosas del centro del país, apenas nos encontramos con construcciones, con caminos marcados: rebaños de cabras gobernados por niñas púberes y alguna que otra casa crecida de la tierra.
Leemos nuestros libros. El neoyorquino ancho que está a mi derecha empieza a roncar con ahínco, duerme con la boca entreabierta y le asoma un chicle rosa de los labios, una pequeña masa elástica apenas masticada; se ha dormido justo con los inicios del traqueteo, y seguirá roncando durante las cuatro horas consecutivas. Hablamos español alegremente, pensando que nadie nos entiende. Pero la mujer marroquí más joven, sentada junto a Miguel, sí nos entiende y empieza a hablar con nosotros. Viaja con su madre. Nos cuenta que viven en Tánger, que está casada y tiene tres hijas, que sus padres se divorciaron hace años y su padre siguió viviendo en Marrakech. Tanto su padre como su madre se casaron de nuevo. Ahora van a visitar a la familia, su padre ha muerto hace poco. Miguel dice “lo siento” y ella responde “así es la vida, ¿no?”, con un tono entre la ironía y el contento que me extraña (aunque no tiene por qué), como si en realidad poco le importara, pero estoy casi segura de que es por lo inconveniente de los idiomas. La madre no habla español, quizá tampoco francés (cuando la conversación gira en ese idioma tampoco abre la boca), y está más seria que la hija, pero me gusta su presencia a mi lado. Advierto que su aliento tiene mal olor. La hija, en cambio, ataviada con un pañuelo verde en la cabeza, que se arregla una y otra vez a la altura de las orejas, tiene unos dientes grandes, limpios y con un corrector de metal en ellos. Su amabilidad es gratificante, nos regala una botella de agua y luego unos dulces de almendras, pequeños y jugosos. Hablamos mucho a lo largo del viaje. Hay en ella un deseo de agradar ambiguo, sincero pero algo forzado en la postura: pretende ser alguien moderno y de hecho lo es, pero se excusa y se esfuerza a la vez. Se excusa, por ejemplo, de la pobreza de las casas que aparecen a lo largo de las vías. En algunos momentos tenemos una conversación algo metafísica, de frases trascendentales: ella dice que el divorcio es lo más triste del mundo y también, más adelante, habla de lo corta y hermosa que es la vida y de lo poco que la disfrutan los marroquíes. Dice que lleva once años casada, en Tánger, y que no ha vuelto a viajar desde entonces, se queja de falta de tiempo, de que nunca se pone de acuerdo con su marido para coincidir en las vacaciones. Se nos pasan los años, dice, y sólo pensamos en las preocupaciones cotidianas, sin buscar un hueco para disfrutar.
Llegando a Marrakech, la tierra gruesa y desértica empieza a ser roja. El sol se va poniendo y enfatiza el color de los valles abultados. Miguel y yo salimos al pasillo a fumar. Observamos el paisaje, es justo lo que queremos, ese tipo de belleza árida, absoluta. La luna aparece, levantándose desde el horizonte, naranja y espléndida. Todo resulta pacífico y verdadero. Nuestra amiga de Tánger parece no sentir simpatía por los yanquis. El señor sigue roncando y su mujer se disculpa con la mirada. Tiene el pelo largo y de un rubio sucio, tirando a naranja. Lleva un sombrero de ala ancha negro, de paja pintada. Es típicamente norteamericana en lo que respecta a fealdad y colorido. Muy simpática. Miguel sale a charlar con ella al pasillo, fuman juntos. Hablan muy animosamente, con grandes risas. A nuestra amiga marroquí creo que no le gusta, hay un leve sentimiento de decepción en sus ojos. Yo me he dormido durante tres cuartos de hora y ella me ha despertado diciendo que estoy muy guapa cuando duermo, “no como los gordos”, ha dicho, en voz muy alta. Me siento en deuda con ella, de todos modos, por todos los consejos que nos ha dado, pero el tren llega a Marrakech y yo no sé ofrecerle nada. Nos despedimos, sin más. Su madre sonríe.
Afuera, la ciudad es una fiesta oscura.
12 comentarios:
Lo devoro. Más, por favor.
Eso eso, más.
En efecto, amiga Lara;
Exactamente así es la vida.
(Me alegra tanto vuestro viaje)
(Yo también quiero más)
(Y yo sé que hay más)
Me adhiero a la petición de más.
Comentario sociopolítico cortapunto... yo no piso Marruecos desde el 91 (ya llovió, incluso allá).
¿Sigue habiendo esa flagrante falta de clase media?
me gustan tus crónicas, tan apacibles y claras, como si el mundo estuviese hecho únicamente de luz y belleza. enhorabuena =)
Pero, hablando ya de cosas importantes: ¿te has traído buen hachís?
Anda, que tener que irte a Marruecos para comer con coca-cola (supongo que por no beber agua, la diarrea y esas cosas).
"La madre no habla español, quizá tampoco francés (...), y está más seria que la hija, pero me gusta su presencia a mi lado. Advierto que su aliento tiene mal olor." Lara, esta secuencia no me parece muy higiénica que digamos.
Besos.
Jajaja, sí, "La madre no habla español, quizá tampoco francés (...), y está más seria que la hija, pero me gusta su presencia a mi lado. Advierto que su aliento tiene mal olor. Le recomiendo una limpieza bucal y parece que se lo toma bastante mal. Saca un alfanje y lo enarbola con gestos yihadistas. No sé si me da más miedo el filo oxidado de su espada o la cercanía de su dentadura pútrida. Antes de salir de dudas, salto por la ventana y ruedo sobre la tierra reseca para darme de bruces con un puesto de geodas. Clavado a un palo: "Geodas baratas, 2x1".
Lo sé, se he ha ido la olla. Sorry.
Supongo que cuando viajas a países así los mínimos de higiene quedan por encima del ambiente mañanero de la línea 6 de metro.
Qué guay, yo siempre quise criar camisetas personalizadas... verlas crecer, enseñarles a hablar, pagarles los estudios, soportar la edad del pavo, hasta que un día se vayan de casa porque han decidido que lo suyo es ser vendidas en la gira del algún grupo de moda... y te olviden. Desagradecidas de mierda.
Dices que te sientes silenciosa.
Qué bien. Coincido en eso, fuertemente, contigo. Me refiero, claro, a la conciencia de que es posible sentirse así. No es sentirse sin ganas de hablar; tampoco desear el silencio.
Y me gusta encontrar pequeñas coincidencias. En un océano de diferencias. Si el mar no fuera diferente, totalmente diferente, no me complacería. Por eso vengo con tantas ganas a leer tus crónicas de niña asombrada para ver lo que yo no vería nunca, si no lo explicaras. De niña con muchos más sentidos que yo. Que puedo asombrarme, y mucho, todavía. Pero no soy niña ni tengo tantos sentidos abiertos.
Estoy con la Ruta, de Barea.
Guerras y más guerras y siempre en los sitios donde no tiene que ser...
Un beso
Qué raro es esto de quedarse dormido en un tren, o en el metro, o en un banco, y despertar y descubrirse observado. Compartir un momento de fragilidad y recogimiento con un extraño.
Qué bonito que te digan algo bonito al despertar.
Te leo desde... Marrakech. Y nos vamos manhana.
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Un beso.
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