martes, 3 de octubre de 2006



La mujer que se deshace de mi abrazo ha amanecido desnuda sobre mi cama. Yo no la he puesto ahí. Yo no la he traído. No vino conmigo anoche, porque yo anoche no vine a dormir. Y esta mañana he llegado, justo cuando comenzaba a amanecer, y al abrir la puerta he sentido que ella estaba en casa.

La pereza tiene algo de exhibicionismo, y su cuerpo se deja mirar, con las piernas y los brazos formando cruces y aspas. Creo que por un momento he deseado que estuviera muerta.

No siempre fue así, con tanta tortura. Quiero decir que no siempre me torturé al mirarla. Recuerdo bien que movía el trasero con una pericia por las calles de Barcelona, delante de mí, que me hacía enloquecer, y correr hacia ella y abrazarla, para taparle la boca con mi boca hasta que no pudiera respirar y abriera los ojos desmesuradamente, y me tirara de las orejas. Entonces la soltaba y podía reírse como una niña que ha vivido muchos menos años que yo, como una niña que no ha vivido nada todavía. En esos momentos no me torturaba, ni ella creo que lo hiciera, tampoco. Yo la conocía tan escasamente que quería volverme atrás en el tiempo para espiarla, para verla aunque fuera una sola vez con el uniforme del colegio y los calcetines caídos, masticando una palmera de chocolate en el recreo. Ya se adivinaban sus huesos, y la esperaban algunos chicos en el muro del parque, eso lo sé. Me contaba, cuando los dos vivíamos en Barcelona y pasábamos horas en el balcón de su casa, al anochecer, escuchando una y otra vez los mismos discos que ahora no quiero recordar, que los chicos (de uno en uno, claro) la esperaban a las siete de la tarde en el muro del parque que había frente a su colegio de monjas, y que ella llegaba siempre tarde, para que ellos empezaran a empalmarse antes de tiempo, o algo así. Dice que lo que más le gustaba en el mundo, en esa época, además de los tres o cuatro poemas de Oliverio Girondo que se sabía de memoria, era que le cogieran las tetas, a las siete y veinte de la tarde, en ese muro, con todo el calor del sur, con la eterna urgencia adolescente y un poco de miedo. Vivimos juntos en Barna, una época. No mucho tiempo. Pero no nos habíamos conocido allí. Ni tampoco allí nos encontramos de verdad. En Barcelona nos conocíamos sólo un poco, creo que lo justo. Yo todavía no me conocía a mí mismo, en absoluto, y además era consciente de ello y me resultaba un alivio. Pensaba, tontamente, que ella tampoco sabía quién era, que ella vivía así, sin pensárselo dos veces, porque andaba perdida por dentro. No era cierto, claro que no. A veces pienso que siempre estuve equivocado. Desde que la miré por primera vez.

En el fondo ahora da igual, pero tengo en mi memoria, como en un congelador de barco de pesca, la imagen de su cara en aquel pueblo gaditano, arrugada porque le daba todo el sol de frente, pero desafiante porque yo aún era un intruso, y ambos lo sabíamos. No sé si yo bebí de su cerveza o ella de la mía, pero estuvimos haciendo contrabando de saliva todo el día, mientras el pueblo entero se jugaba la vida delante de un toro amarrado a una larga cuerda. Nosotros nos quedamos en un bar, escuchando el ruido de las carreras en las calles, oyendo cómo se tiraban los vasos al suelo, y riéndonos de esa partida de borrachos, suicidas y primitivos. Pero allí estábamos, el uno frente al otro, sin querer movernos de la fiesta ancestral que había a nuestro alrededor, sintiendo (ahí sé que ambos llegamos a sentir exactamente la misma cosa) que de alguna forma habíamos descubierto algo aterrador y básico en nosotros mismos. Recuerdo que ella hablaba sin parar, moviendo mucho las manos y contándome cómo eran las láminas que adornaban las paredes de su habitación, y cómo, en algunas noches de invierno, las láminas cambiaban de color, o de lugar, o de rostro (recuerdo que dijo rostro, aunque antes había dicho que todas las láminas eran de paisajes lunares, y a mí me extrañó, y luego me entusiasmó y quise ver sus láminas horribles desde la perspectiva de su almohada). Ella hablaba sin parar, y fumaba sin parar, y luego me miraba sin parar, completamente quieta, y yo no quería parar de tenerla delante. Entonces hubo gritos en el bar, y un silencio polvoriento en la calle, y ella miró hacia su derecha, de reojo, y se quedó callada, con los ojos muy abiertos y los labios apretados. La puerta del bar estaba semicerrada, y el toro se había parado justo detrás, a descansar, a resoplar, a salir de aquel encierro de calles empinadas. Nosotros sólo podíamos verle un cuerno, completamente astillado por las duras paredes encaladas, sangrando. Aproveché para besarla y abrirle la boca con mi lengua. Se dejó hacer con tanta vehemencia que creí haber acertado a la primera. Su boca, conforme iba pasando el día, también sabía a sangre. No imaginé que había dejado de ser un intruso tan pronto, que la única intrusa era ella, en mi vida y en la suya propia.
Luego vinieron más ciudades, hasta llegar a ésta donde ahora duerme. Cuando me mudé aquí casi la había olvidado.
Y todavía.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

"No todos los que deambulan están perdidos." Aunque no lo creas, lo acabo de leer en un libro infantil de los que a veces reviso buscando cosas para mis chicos. Feliz deambular por estos chispazos para vos. Ya sé que lo que escribes no siempre pretende serlo, pero a mí me suena dulce, qué quieres. Quizá porque me alegro de reconocer en cada frase algo del viejo estilo que no perdiste. Y sobre todo, por saberme tan de memoria la manera que ese estilo tuvo de plantarse en tu cabecita. Dulce, dulce.

Lara dijo...

Qué bueno que aparezcas, compañero, a estas alturas de inexperiencia cibernética. Pero claro, tenías que ser tú el primero. A lo mejor el último... (¿sonrisas varias?). Dulce, o lo que quieras. Mándame algo, cuéntame algo. Lo de siempre.

Anónimo dijo...

Gracias por invitarme a meter la cabecita por esta ventana tan tuya, desnuda de perfiles y enlaces. A una le sienta muy bien estas cosas.

Anónimo dijo...

Tus palabras me recuerdan cuando yo también besé, como estas de OG:

Que los ruidos te perforen los dientes,
como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre,
de olores descompuestos y de palabras rotas.

También recuerdo que hace unos meses tenía de protector de pantalla el poema en 3 palabras
"El pentotal paqué"
El Otro También pasaba por allí y debió verlo.

Bueno, todo esto es charlar de prisa para que no se me note los nervios de que te vaya a leer con frecuencia.

Lara dijo...

(Muchas sonrisas para ti.)
(A estas horas de la mañana, de la tarde o de la noche.)
(Habrá que celebrar algo.)
(Los nervios compartidos.)

Anónimo dijo...

... Umh???? creo que voy a volverlo a leer ... otras 50 veces... a ver si consigo enterarme de algo................................................Precioso......................................................................................... 6 1/2

Anónimo dijo...

Me gusta leeros, "descaro" quizá sea una de las palabras que se os puede pegar encima, como esos papeles matamoscas pero que las moscas y los papeles pegajosos son tan grandes que los llevan arratrando un tiempo, "La Generación De", como un pos it de 4 x 5 metros.

Cómo no enloquecer al pensar en una niña que se sabía de memoria poemas de O. Girondo y le gustaba sentir que le tocaban las tetas a las siete y veinte en punto. Lo "(de uno en uno, claro), mejor cambiarlo por (cada día uno, claro), porque hace pensar en una cola de jóvenes empalmados, que tampoco era eso.

Pero el "descaro" no es la mención sexual explícita y oportuna (anda que no llevamos años de eso). ¿Quizá lo de "masticar una palmera de chocolate en el recreo"? Meter eso y que funcione tan bien es un don. Javier Krahe siempre decía de su amigo Sabina, "Qué cabrón, las palabras más dispares y mentirosas las junta y suenan bien, mientras que los demás sudamos".

Tampoco se trata de "destripar" el texto. Solo quería decir que al leer algunas cosas vuestras (para mí sois una generación de dos, de momento), pienso, ¡Qué descarados!. Y me gusta por lo antiguo de la expresión.

Lara dijo...

Gracias por lo de la cola de chicos empalmados, es cierto, no es ésa la cuestión, lo corregiré (no aquí, creo, en el textito que guardo más púdicamente).
Sobre el descaro, una mejilla sonrojada y otra no. A estas alturas (de siglo) sigue sentando ¿bien?, independientemente de las intenciones.
Y sobre Tristam, la he encargado en la oficina, a ver cuándo me la traen. Habrá que ir con tiempo y organizar un modo de juntar los textos y demás. Por lo pronto creo que se apunta una amiga (y vaya amiga). Ya iremos hablando.
Y yo repito. ¿Y tú dónde apareces en esta pantalla, dónde hay un agujero por donde se vea tu pared con forma de círculo?

Anónimo dijo...

...por este día los muertos de mi felicidad........

Anónimo dijo...

Bienvenida al ciberespacio, flor. La red te guardaba una esquina y ya tocaba usarla, ¿no?