2 de enero de 2007.
Lisboa. Cuando conoces una ciudad. No es lo mismo encontrar la belleza que reencontrarla. Hay veces en la vida en que lo urbano imposibilita la corriente sanguínea. Creo que estoy en uno de esos momentos. De Lisboa he pensado todo lo que no he escrito sobre ella. La he vivido a mi manera, sin propósitos, echándola de menos desde el principio. La había nombrado tanto en mi ausencia que esta vez no la encontré amable, ni a mí amante, caminante. Dentro de este viaje, Lisboa ha sido como Madrid al amor antiguo. La calima. Los numerosos adoquines. La verticalidad de las calles. Punto de fuga. Para empezar, el hostal llevaba puesta una moqueta de olor indescriptible. Arreglar las cortinas y saber que la capital está allá atrás, y sentir pereza. Recordar el acelerador, el freno, el embrague, ay, no sé, que me perdonen los tendederos por esta vez, el Chiado, Alfama, el estuario del Tajo, el barrio de Bica, las janelas del verano del 2004. Un respiro ante la belleza construida. Necesitaba, esta vez, la libertad de los campos y los caminos, el interminable agosto de los árboles erguidos, esa otra plenitud inalcanzable que es la montaña rota por el sol. Averiguar por qué se resbaló lo cómplice cuando el año terminaba, por qué la mente traicionando (ahí, sin horizonte, enredada en su propia sustancia hemorroide), por qué la niebla del día uno de enero, y la gente perezosa y apagada por las calles, por qué los llantos y el café con espejos salvando el diálogo, por qué la habitación 303 no era suficiente para las batallas del corazón, por qué no nos atravesó un tranvía el estómago, por qué me dolían las miradas de los hombres de las esquinas y por qué quería escapar de la ciudad que contiene toda la belleza de lo sucio. Y duró más. Una cena sorpresa en el barrio Alto, la sopa que suaviza los caracteres. Pero no es suficiente. Ni madrugar fue lo mismo. Vi a una chica que viajaba sola que escribía durante el desayuno y no sentí ganas de asesinarla, pero sí de escribir. El café era, por cierto, horrible. Lisboa se fue alejando, pero entre gruñidos y promesas, con un sol intermitente y frustrado. Esta vez no Lisboa. Aunque Dinis estaba como siempre.
5 comentarios:
Una chica española que ama esa Lisboa merece que la inviten a un baile aunque sea en la Casa do Alentejo. Baila conmigo la próxima vez que vayas. Aunque no esté. Que no estaré.
Y deja, con alegría, que te miren desde las esquinas. Todos necesitan que se les suavice el corazón.
La próxima Lisboa será Lisboa. La tuya. La de verdad.
Es una pena que las ciudades no sean realmente como aparecen en las postales. A veces los edificios son irónicos, las catedrales chistosas, y algunos barrios lloran a lágrima tendida. Las ciudades se mueven como la gelatina dependiendo del estado de ánimo del ser que las recorre.
Noviembre 2005.
El restaurante era pequeño, se llamaba Bicos de Vinho y entre el primero y el segundo, tambaleándome, llegué al baño y escribí: “Deus quer, o homen sonha, a obra nasce”.
Una semana antes, mientras planeaba el viaje, E. me envío al correo esta frase: “Salgo del tranvía exhausto y sonámbulo. Viví la vida entera”.
Todo era Lisboa / Pessoa.
Bicos (de vinho)
Noviembre 2005.
El restaurante era pequeño, se llamaba Bicos de Vinho y entre el primero y el segundo, tambaleándome, llegué al baño y escribí: “Deus quer, o homen sonha, a obra nasce”.
Una semana antes, mientras planeaba el viaje, E. me envió al correo esta frase: “Salgo del tranvía exhausto y sonámbulo. Viví la vida entera”.
Todo era Lisboa / Pessoa.
Bicos (de vinho)
Lisboa se hizo oscura e inmanejable de repente. Luego entre las grietas de los manteles nacieron flores que maduraron camino del nuevo Atlántico.
Mi padre, que no es religioso, solía maldecir a los menos amigos a la manera musulmana: "Que Alá te confunda". "Es lo peor que le puedes desear a alguien", me decía, aún enfadado.
Ahí encontré cierta prueba de lo que decía Cavafis. Que importa de todos modos, Lisboa, cuando volvamos será otra Lisboa.
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