jueves, 21 de junio de 2007

Essaouira, 2 de junio de 2007

En Marrakech, comenzamos por pagar el triple de lo establecido por un petit taxi que nos llevó al hotel, milagrosamente. El hervidero empezó nada más salir de la estación de tren y despedirnos de nuestros mínimos amigos. Los ofrecimientos eran apabullantes y de varios tipos: apartamento, taxi, hotel, portear nuestras maletas…

Hacen falta muchos reflejos y una profunda calma. Yo no tuve ni lo uno ni lo otro, y esta sensación que no sé explicar me duró treinta y seis horas. Todo lo apacible se me quedó en el amplio encuadre de las ventanas del tren. El viaje en taxi era algo más que una locura controlada. El tercer hombre que había participado en el sistema organizativo de capturar turista para introducirlo en un taxi en contra de su voluntad era el que conducía. Menudo, viejo y con barba. Puso la radio muy alta y se deslizó, bruscamente, al interior del flujo marabunta que son las avenidas de Marrakech. Nuestras pertenencias iban en el maletero, pero no cabían (porque el maletero era muy pequeño, no porque fuéramos cargados de baúles como los Bowles), por lo que la puerta trasera iba abierta y las maletas se balanceaban con los baches a punto de caer a la calzada y ser aplastadas por el río desordenado de ruedas a nuestras espaldas. No parece haber reglas para conducir allí. Imagino que hacen falta varias semanas o meses para comprender las órdenes implícitas de circulación.
Nuestro hotel, el Ali, estaba al borde mismo de la plaza de Marrakech. Un riad viejo y sin ornamentos. (Mastico infinitamente las almendras antes de tragarlas.) La habitación, muy amplia, sólo adornada por un teléfono mal enganchado a la pared y un espejo donde se reflejaba alguna que otra cucaracha pequeña y con transparencias. El calor flotaba espeso en todo el habitáculo, el aparato de aire acondicionado era un adorno y la ventana encajaba en un redoble de la pared desde donde no entraba ni un soplo de aire del patio central. Nos llegaba claramente el escándalo de la plaza. Es un ruido de feria, alegre pero con tintes oscuros o macabros, interminable. Contamos el dinero, lo escondimos (¡lo escondimos!) y salimos a la calle, con una sensación de finales de julio en el cuerpo, de calor nocturno y pegajoso. Ése era el sentimiento que más codiciaba, el del sudor. La plaza se derramó, viva, delante de nosotros. De lejos no parece una plaza, sino un campamento inmenso en medio de una explanada de arena, con hogueras ardiendo en la noche y el humo perdiéndose en lo negro del cielo. Una multitud. Un jaleo. Pero no me sirve del todo esta palabra, igual que todas las palabras se me quedan incompletas en estas descripciones, en cualquier forma que intento de sustantivizar Marruecos. El jaleo implica una falta de motivación, una relajación implícita en el mero hecho de llevarse a cabo, una finalidad en sí mismo. El movimiento de hormiguero y bailes de zigzag de la plaza de Marrakech (la piel áspera de una uva blanca se me atasca entre los dientes) se ramifica hasta la extenuación en una maraña de motivos. Explícitos, quizá; para mí, muchos incomprensibles.

Miguel dice que mi interés por ahondar en el pensamiento y los instintos de las personas es porque necesito comprender a todo el mundo. A lo mejor es cierto. Aquí no puedo. Me bloqueo. Quizá por eso, también, tenga miedo. Un miedo que se queda insuficiente en su semántica y que se va difuminando más o menos rápido. Me conformaría con “creer” que los entiendo, con engañarme a mí misma. Para aflojar, para arrastrarme, dócil, por la corriente.

Con diferencia, la plaza de Marrakech ha sido la realidad más distinta en la que nunca me haya perdido, pero aun así guarda todas las connotaciones propias de mi entorno más remoto. De lado a lado: sí y no. Intimidación y sorpresa. Fuera las barreras del contacto físico. En la calle, nadie tiene parcela privada de aire. Todo pasa rozándote el cuerpo, tocándote, como cuando atravesando un bosque las ramas se pliegan en tus hombros y te acompañan durante unos pasos, inconscientemente, sin importarles salirse de su ruta. Y las miradas. A cualquier altura unos ojos en tus ojos, barriendo las distancias visuales de occidente. Todo esto, claro, así de vívido, es sólo al principio. Choque cultural, se llama, ¿no? Gran choque, en mi caso. Está bien viajar a Marruecos para airear tus prejuicios. El prejuicio te paraliza. La desconfianza. La masa que formáis tú y tus pertenencias es una masa atemorizada, celosa de sí misma y enormemente torpe, por no decir ridícula. No hay ningún hálito de literatura o atractivo en un turista acobardado, receloso. Es tan triste. Y tan inevitable para mí en las primeras treinta y seis horas: tras el sueño lánguido y profundo, reconfortante, de la cama de Marrakech, calurosa y amplia, de sábanas cálidas y grisáceas, alegremente fui a desayunarme un zumo de naranjas recién exprimidas a uno de los puestos de la plaza. Luego, de camino hacia el zoco, buscando un café, una señora a la que sólo se le veían los ojos me apresó la mano con firmeza mientras me engatusaba con lindos piropos y me dibujaba a una velocidad asombrosa una flor de henna que empezaba en muñeca y acababa en mi dedo meñique. La propina obligatoria que sus ojos de furia nos pedían, gesticulando y gritando en medio de la plaza, ascendía a uno doscientos cincuenta dirhams. Una fortuna. Se quedó en unos cien, para huir rápido del primer asalto. Una barbaridad igualmente. Nuestro aspecto, sentados en la terraza del café, junto a los nuevos colonos franceses, que se movían entre las mesas dándole órdenes al camarero y abrazándose lasciva y efusivamente entre ellos conforme iban llegando, debía de ser espeluznante, patético. Yo con el ceño fruncido y la mano recién lavada (los restos de henna están intactos; una flor pintada, parece, con un rotulador grueso y naranja), Miguel mirando al infinito de los aguadores y los encantadores de serpientes, bebiéndose el café a empujones violentos. Un cuadro.

Recibo un mensaje al móvil de mi hermana pequeña: “¿Has dejado ya de verlo todo distinto para darte cuenta de que la extraña eres tú?”.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

olé por tus huevos de reconocer tu miedo.
y olé por tu hermana, lo que sabe.
yo pensé varias veces que me iban a matar, pero estaba de puta madre. Me habría pasado una parte larga de mi vida en las terrazas de Djamâa El-Fna, lejos del contacto con la gente, tomando café, té y dulces como única comida y bebida.
(no me asesinaron, claro).

Peter dijo...

Realmente realista, me ha encantado (igual que el anterior, que no pude comentar). Sigue contando, sigue haciendonos vivir ese calor, esa sensación de pez en otro mar. Y la frase de tu hermana, desde luego, clavada.

Cada vez pienso más en ir al africa (la negra, no la árabe) en verano.

kika... dijo...

Leí la primera parte, pensé decirte algo, pero quise esperar un poco. "A ver si va a Marrakech", me dije. La plaza Djemaâ el Fna es una de esas realidades paralelas que me encantan. Y entiendo la necesidad de comprender... aquí me quedo, viajando por tu mirada, mejor dicho, con tu mirada... aún mejor... en tu mirada.

Gracias por el texto que me has dejado, es un regalo (he contestado ahí, pero quería pasar de todos modos a dejarte un beso).

Besos,
K

Anónimo dijo...

Encántame viaxar contigo, Lara. Agora só lendo as túas palabras.
Hay viajes difíciles, de esos que ponen a prueba. Curiosamente cuando menos comprendemos es cuando más nos comprendemos.
Recorreré dentro de poco tierras irlandesas. Me voy al Dublín de Joyce y también querré contarlo.
Mi maleta irá poco cargada y espero traerla cargada de alegrías e incomprensiones.
Bicos, Antía.
Desde Compostela.
Saludos a esa hermana que tuvo la frase a punto.

Lara dijo...

Qué cuatro personas tan distintas os habéis asomado a la bandejita de comentarios. A los cuatro os agradezco vuestra presencia, más o menos constante, cada uno a su forma. La misma alegría me da veros a todos.

(Antía... pasas de escribir en castellano sólo para mí, ¿no? Pues aún en gallego cuéntame de Dublín. Y ya sabes que aquí tienes una casita para cuando se retrasen los aviones.)

(Vosotros también tenéis casita.)

Anónimo dijo...

Lara!en esta casa creo que voy a dejar siempre mi mantita y mi cojín para quedarme a contarte también mis viajes. Escribiré mi Dublín y mis futuras aventuras.
En mi rincón reina el gallego pero si lees atenta seguro que lo entiendes.
Bicos, viaxeira!