Antes de las ocho y media he abierto los ojos y me he asomado a la ventana. En el suelo hay tres bicicletas de niño, de colores, y allá al frente, una gata negra, sobre un cañizo, se erige de ojos afilados contra el Mediterráneo. Se oye un ruido de cristales, vasos, platos, el desayuno. La luz es todavía naranja cálido y está fría. Una vez más, es posible despertarse en el paraíso. Cuando llegamos eran más de las diez, teníamos poca gasolina y nadie quería alojarnos por sólo una noche, pero aquí hicieron excepción. He dormido bajo un techo alto de vigas negras de madera; de las paredes encaladas, con bultos huecos, sólo cuelga un horrible cuadro ovalado de marco dorado: un bodegón de flores.
Anoche había mucho viento. Bajamos a buscar algo de comer y estaba todo cerrado, pero se compadecieron de nosotros de nuevo y un mendocino nos hizo dos pizzas enormes y nos vendió una botella de vino tinto. Comimos el uno junto al otro en una mesa larga y en los sofás a nuestro lado, el fuego de la chimenea y dos alemanes charlando y bebiendo.
Fumamos afuera y nos resguardamos del viento en un muro saliente de la pared, sentados en un tronco que parecía un abrevadero de caballos. Simple madera hueca. Intuí el mar, un resplandor blanco alineaba las olas. Nos besamos como si acabáramos de conocernos. Bocabajo en la cama como si recién acabáramos de conocernos. De pronto todo en una grieta como si nunca nos hubiéramos visto antes. Afuera apoyada en el muro de cal agarrando el vino y dos cigarros como una vulgar adolescente que jamás hubiera existido y sólo se apareciera ante ti para recibir la mordida y el juego. Boca arriba en la cama pensando en el nuevo olor que regresa. Bebo agua directamente de la botella mientras follamos porque tengo seca la boca. Me olvido de fumar. Me llamas repelente porque después de todo, bajo los edredones, dejo la luz encendida y leo La mujer rota. No duro mucho, dos páginas, pero me esfuerzo; la placidez me abate los ojos hasta el sueño o la nada: dormimos juntos como dos que llevaran años durmiendo juntos, que incluso a veces sienten angustia de dormir solos, aunque nadie nos hable y nadie nos toque más que el pie enredado en los tobillos.
PLAYA DE
¿Es un cohete, eso que suena en el mar? Nadie, de las nueve o diez personas que hay en la playa, se levanta y se acerca hipnotizado hacia el agua por la llamada furibunda del ultrasonido levantino. ¿Qué son estos microescarabajos tornasolados que se agarran a mi piel con sus colmillos y sus patas? Ahora endulza el viento, como anoche amargaba.
Alguien se está bañando. Sólo de imaginármelo se levanta mi carne de gallina.
Vienes por la orilla. Bebí demasiada agua en el desayuno.
Del mar ya no se acercan más ruidos pero sí las olas y el lamento de los erizos. Dices que se esconden bajo la arena negra y pueden atacarte. No te acerques ahí, me dices, que hay erizos. Báñate, valiente. ¿Valiente yo? Me doy la vuelta en la arena y me resguardo en esta roca terrosa. Cada vez estoy más cerca del papel pero el mar no me deja escuchar el sonido que hace el bolígrafo sobre él.
Hay que significar, me dices, mientras llegas con una piedra redonda y grande.
Leerme los suplementos culturales de los diarios, inclusive los menos malos, me provoca ansiedad. Sé por qué. Opto por los artículos sobre gente suicidada hace décadas, o simplemente muerta. No me gusta sentir que no hay tiempo para nadie. No me gusta pensar en el tiempo como una condena.
Llegas del agua helada y el poniente aprieta. Todo quiere moverse. Tu cuerpo desnudo y mojado.
Es imposible estar aquí. Volaremos. El mar se acerca.
El Mediterráneo empieza a caerme bien.